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“Puta vida —dijo Vera Meyer— Te advertí que era una error que entraras a trabajar en un lugar tan deprimente.”

Meyer tomó un sorbo de café y le contó a su madre y a sus hermanos lo que había sucedido desde la mañana en que el teniente Kruger le abrió las puertas de la Kripo y lo puso al frente del archivo penumbroso donde descubrió que Berlín era una de las ciudades más violentas del mundo.

“Ibas por un camino excelente. Dos años más y hubieras podido ingresar a cualquiera de los grandes bufetes de Berlín.”

“Dos semanas más y hubiéramos tenido que pedir limosna en la calle. ¿Conoces a Hugo Ritter?”

Vera Meyer lo miró con recelo.

“¿Por qué lo dices?”

“Ayer se presentó en el archivo y me obligó a que me convirtiera en su asistente. ¿Lo conoces?”

“Por supuesto.”

“¿Y ustedes?”

Los gemelos, que acababan de llegar de Düsseldorf y seguían llevando el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, se quedaron impávidos.

“¿Quién es? —dijo Alex— ¿Un policía?”

“Un detective. Según parece fue amigo de mi papá y el hombre con el que hizo toda su carrera.”

“¿Se supone —dijo Walther— que vas a ser detective?”

“Por el momento voy a ser asistente de detective.”

“En ese caso tienes que inscribirte en el partido.”

“No entiendo. Ritter y mi papá trabajaron juntos muchos años y es muy raro que nunca nos haya hablado de él.”

“Si no te inscribes en el partido —dijo Walther— te van a correr de la Kripo.”

Los gemelos tenían el mismo tono de voz (agudo, monocorde, nasal) y habían nacido con la facultad de adivinarse el pensamiento y expresar las mismas ideas como si fueran un solo hombre, lo que tal vez era cierto en más de un sentido.

“Por si no lo sabías —dijo Alex— la Kripo, la Gestapo y las SS…”

“Exacto —dijo Walther— forman una sola unidad de combate y se encuentran bajo un mando único.”

“La Kripo —dijo Meyer— no es una unidad de combate, es una agencia policial y ustedes dos son un par de estúpidos que van a terminar por hundir a la familia.”

“¡Basta! —gritó Vera Meyer— Walther, Alex, váyanse a dormir, necesito hablar con Bruno.”

¿Dónde estaba Ludwig Meyer? ¿Por qué no venía para salvarlo de su madre y los gemelos y las cosas que empezaron a trastornar su vida desde la noche que lo mataron?

“Ritter —dijo Vera Meyer— es un miserable y la razón por la que tu padre jamás nos habló de él es porque yo se lo prohibí bajo pena de divorcio fulminante.”

Vera Meyer se sirvió un vaso de vodka.

“¿Por qué no te opusiste? ¿Por qué dejaste que te manejara como un pelele? El archivo de la Kripo es un lugar odioso, pero Hugo Ritter es un hombre abominable. Dame un cigarro.”

Vera Meyer exhaló una bocanada de humo.

“¿Te habló de Verdún y de la forma en que tu padre le salvó la vida?”

“Me habló de todo.”

“No eran amigos ni compañeros. Eran cómplices. Ritter ejerció una influencia total sobre tu padre, al grado que no podía tomar una decisión o resolver un problema si no lo consultaba con él. Lo cambió de arriba abajo: el carácter, los hábitos, las aficiones. Llegó, incluso, a darle la espalda al Hannover, su equipo de toda la vida, para volverse fanático del Hertha Berlín, igual que Ritter. Perseguían delincuentes en la mañana y en la noche se acostaban con todas las putas de la ciudad.”

Meyer se acordó de la madrugada de octubre en que llegaron dos agentes demudados para informarles que el jefe de la familia había muerto en una balacera.

“Tenían una fraternidad basada en el secreto y la mentira. Se entendían con la mirada, igual que tus hermanos. Utilizaban frases y referencias misteriosas para vivir en un mundo que sólo les pertenecía a ellos dos.”

“La guerra puede crear relaciones profundas entre los seres humanos.”

“No fue la guerra. Tu padre se quedó huérfano a los ocho años y no volvió a conocer otra familia hasta que se encontró con Ritter.”

“Mi padre se quedó huérfano a los quince años, dirás, y tenía dos hermanos mayores y no necesitaba una figura paterna, si es lo que estás insinuando.”

Vera Meyer se puso una mano en el pecho.

“Tengo miedo. No debiste ingresar a la Kripo, que es un nido de víboras. Pero es más grave que te hayas dejado convencer por Hugo Ritter.”

“No me dejé convencer, me vi obligado. Ritter es un oficial de alto rango y tiene mucho poder en la institución.”

Vera Meyer se asomó a la escalera para saber si los gemelos se habían agazapado entre los barandales para oír la conversación.

“Ritter conoce todos los secretos de tu padre, cosas que se remontan a la prehistoria y de las que no sabemos nada. Es terrible que un hombre conozca las intimidades de la vida de uno mejor que uno mismo. ¿Sabes lo que significa?”

Meyer permaneció en silencio.

“Significa, hijo, que nos tiene en sus manos y nos puede hacer pedazos en el momento en que le dé la gana. Habla con él y dile que lo pensaste con detenimiento y prefieres quedarte en el archivo. Te lo ruego.”

Meyer se puso de pie.

“¿Me estás ocultando algo?”

“Te estoy diciendo la verdad.”

“Es evidente que me estás ocultando algo, porque de otra manera no estarías tan nerviosa.”

“¿Sería posible que hables con él y le digas que prefieres seguir en el archivo?”

Meyer recogió su portafolios y se dirigió a la escalera.

“No.”

“¿Por qué?”

“Porque voy a ganar más dinero.”

La calle estaba desierta, salvo por la patrulla de los orpos y cuatro mujeres que se habían reunido en la puerta del edificio para esperar a los oficiales de la Kripo. Meyer llevaba la credencial en el bolsillo derecho de la gabardina y la Luger en la funda de cuero negro que había utilizado su padre durante los últimos años y que Ritter le dio esa mañana con la misma solemnidad con que le entregó la pistola en las frondas de Grunewald.

“Señor —dijo uno de los orpos— Soy Schwartz. ¿Se acuerda de mí? Nos conocimos en Tempelhof, la noche que mataron al doctor Kast.”

Ritter lo miró con un aire de ausencia total.

“Seguro. ¿Qué pasó?”

“Cuarto piso —dijo Schwartz— departamento quince. Aquí tengo el nombre…”

“Después —respondió Ritter— dile a las vecinas que se queden donde están y llama al servicio forense y al Palacio de Justicia para que manden un juez instructor. Por cierto, Schwartz, te presento a Bruno Meyer, mi asistente a partir de ayer en la mañana.”

“Mucho gusto” sonrió Schwartz.

“Lo mismo digo” respondió Meyer.

“Las cortesías para otra ocasión —dijo Ritter— Vamos subiendo.”

El edificio, que era grande y vetusto, se encontraba en el sector más desvalido de Friedenau y tenía el aire melancólico de un hotel abandonado. La escalera olía a humedad y legumbres hervidas y en todos los rellanos había un letrero del partido convocando a una reunión de vecinos el lunes siguiente a las seis de la tarde: Llega puntual, la Patria no admite Ausencias ni Retrasos.

“Señor —dijo el orpo que se encontraba en la puerta del departamento— ¿Quiere que lo acompañe?”

“Quédate aquí y cuando llegue el forense le enseñas el camino. Te estás poniendo verde, Bruno, tranquilo. No es el fin del mundo.”

El departamento estaba hundido en la penumbra y Meyer se tardó unos segundos en distinguir los muebles de la sala y las marinas que adornaban el comedor. Ritter abrió una puerta, echó un vistazo y la cerró, abrió otra puerta y se acercó para revisar la ventana y el ropero, que tenía dos espejos ovalados.

“¿Te das cuenta? Todo en orden. No hay ningún signo de violencia. Estos departamentos son una mierda, pero no los rentan por menos de cincuenta marcos. Por allá, la última puerta. Asómate y dame tu opinión.”

Meyer se dirigió al extremo del pasillo.

“Envuelve el picaporte con un pañuelo y no toques nada o las hormigas del laboratorio van a decir que tú eres el responsable del estropicio.”

La mujer, que estaba desnuda, lo miró sin verlo desde una mortaja de sábanas revueltas y almohadas cubiertas de sangre. Era joven y exuberante y tenía la expresión resentida de los muertos que había visto en las fotografías del archivo.

“¿Tú crees que se la cogieron?”

Meyer se tardó un momento en dominar la repugnancia que le causaron las heridas del cuello, donde la sangre se había coagulado formando dos líneas onduladas a lo largo de las costillas del lado izquierdo.

“Es factible. No parece que se hayan llevado nada ni hay signos de resistencia.”

“¿Qué edad tenía?”

“¿Treinta?”

“Treinta y cinco más bien. Buenas piernas, nalgas y tetas. Tirando a fea pero con gran temperamento sexual. Es obvio. Invitó a un desconocido para desahogarse y eligió al tipo menos indicado. ¿Qué hay en el baño?”

Meyer abrió la puerta que se encontraba junto al ropero.

“Una bata, unas toallas, unas pantuflas, frascos de perfume y una caja de jabón aromático.”

“Un homicidio limpio —dijo Ritter— sin odio, sin amor ni pasión. Son los más difíciles. No me asombraría que nadie reclame el cuerpo y lo tengamos que arrojar en la fosa de Oranienburg. Cada vez se tardan más. ¿Por qué no habían llegado? ¿Se les pegaron las sábanas o estaban desayunando en la cancillería?”

El forense se acercó a la cama sin decir una palabra. El juez instructor, que iba de traje gris y corbata negra, se dejó caer en el sillón de la ventana, abrió su portafolios y sacó una libreta de tapas verdes. Meyer, que había logrado mantenerse firme durante la primera fase de la diligencia, entró al baño y vomitó en el escusado.

“Échate agua en la cara —gritó Ritter— y no me hagas quedar mal con los señores. ¿Estabas diciendo algo?”

“Sí —respondió el forense, un hombre bajito y cenizo que llevaba el gafete del partido en la solapa del guardapolvo— Tengo la impresión de que la mataron con un cuchillo de montañista. Tres puñaladas. Una en la carótida interna y dos en la externa. Lleva diez horas sin respirar y se la cogieron antes y después de darle el pasaporte. Tengo que abrirla.”

“¿Se puede?” dijo un muchacho que llevaba una cámara fotográfica colgada de un hombro.

“Una tanda completa” le ordenó el forense.

La habitación se iluminó con una ráfaga de destellos.

“Servidos —dijo el fotógrafo— ¿Algo más?”

“Nada” respondió el forense.

Ritter encendió un cigarro.

“¿Hablamos aquí o prefiere que vayamos a la sala?”

“Me da lo mismo —dijo el juez instructor— Va a ser una cosa breve.”

“Magnífico. Hablamos aquí y si hay algo que aclarar le preguntamos a la muerta. ¡Bruno!”

“Señor.”

“Baja a la calle y dile a los orpos que tienes que interrogar a las cacatúas.”

“Usted disculpe —dijo Meyer— pero no tengo la idea más remota de lo que tengo que preguntarles.”

“Déjate guiar por el instinto y si te falla el instinto déjate guiar por la imaginación.”

Meyer abandonó el departamento con la sensación de que se estaba asfixiando, pero al llegar a la planta baja se tomó el pulso y se dio cuenta de que su corazón estaba funcionando con normalidad, lo que no dejaba de ser un milagro, porque en el momento en que vio el rostro desencajado de la víctima y las huellas de las puñaladas sintió que se iba a desmayar junto a la cama.

Había pensado que las semanas que pasó en el sótano lo habían ejercitado para enfrentarse a cualquier desastre, pero le bastó entrar a la escena del crimen y ver los ojos inexpresivos de la mujer para descubrir que las fotografías de los homicidios y las autopsias no pasaban de ser una versión pasteurizada de la realidad.

Era la muerte sin paliativos ni fomentos, una exhalación helada que había invadido la sala y el comedor y le daba una apariencia fúnebre a todos los objetos. Meyer pensó que las paredes y las lámparas hubieran podido revelarle al forense y al juez instructor la forma en que la inquilina del departamento número 15 había entrado unas horas antes para entregarse a un desconocido que llegó y se largó sin dejar más vestigio que un charco de sangre y un olor de cosas irremediables.

“¿Usted las va a interrogar?” dijo Schwartz, el orpo que los había recibido en la puerta del edificio.

“Así parece.”

“¿Dónde? ¿En la calle o prefiere que se las lleve a la Kripo?”

“De ninguna manera —dijo la mujer más vieja del grupo— No hemos cometido ningún delito. Si usted quiere, joven, podemos hablar en mi casa.”

El departamento era más amplio que el de la escena del crimen y tenía un aire de intimidad que lo envolvió como un bálsamo. Meyer pidió que le facilitaran un papel y una pluma y la señora Wilburg le dio su libreta de cocina y luego le dio un café y unas galletas de vainilla y se quedó hablando con las cuatro mujeres hasta que se abrió la puerta y oyó la voz cavernosa de Ritter.

“¿Listo?”

“Listo.”

“Señoras, muchas gracias. Vámonos, Bruno, se está haciendo tarde.”

Meyer se despidió de las mujeres y al llegar a la calle se dio cuenta de que acababa de atravesar por una experiencia fascinante.

“¿Capitán?” había dicho la señora Wilburg.

“Asistente” respondió Meyer.

La señora Kunkel, que era la conserje, se aclaró la garganta y le dijo que Emma Brandt llevaba tres años viviendo en el edificio.

“Una muchacha amable y reservada, salvo por el hecho de que a menudo llevaba hombres a su departamento y no tenía una relación estable. Pobre, se estaba muriendo de soledad y nunca se detuvo para tomar un café conmigo y hacerme alguna confidencia. Anoche no la vi llegar ni la vi salir en la mañana.”

“¿Qué hacía?” preguntó Meyer.

“Recepcionista.”

“¿Dónde?”

“No me dijo. El hecho es que no la vi a las siete, su hora de salida, ni a las nueve, y a las once empecé a inquietarme y subí para saber si estaba enferma o se le ofrecía algo. Toqué el timbre varias veces y luego abrí con la llave maestra y ya sabe usted lo que encontré. Un horror. Pero Berlín se ha vuelto una ciudad muy peligrosa. ¿Otro café?”

La señora Kunkel había llamado a la señora Heninger y a la señora Winckelmann y luego hablaron por teléfono a los orpos y se quedaron en la puerta del edificio temblando de angustia.

“¿Podría darme una descripción de los hombres que solían visitar a la señorita Brandt?”

“Fueron muchos y nunca vi dos veces al mismo hombre.”

“¿Y ustedes?”

“Tampoco” respondieron las otras mujeres.

“Les ruego, señoras, que se pongan en contacto con nosotros si llegaran a recordar algo. Un nombre, un rostro, algún dato que pudiera servirnos para ahondar en la indagación.”

Meyer se dio cuenta de que las cuatro mujeres lo estaban mirando con ansiedad.

“Si usted me permite —sonrió la señora Kunkel— me gustaría decirle algo en nombre de todos los inquilinos.”

El edificio, le dijo, estaba al corriente con sus obligaciones municipales y había cumplido al pie de la letra las normas del Departamento Nacional de Vivienda.

“Pero lo más importante es que todas pertenecemos al partido y a la Sociedad de las Madres Alemanas y no dejamos de asistir a las asambleas vecinales. Yo misma me encargo de poner los avisos en la escalera. ¿Los vio?”

Meyer se acordó de la credencial que llevaba en el bolsillo: Ludwig Meyer, Kripo, 1524, y por primera vez desde que Hugo Ritter lo había bautizado con una ronda de disparos en el bosque de Grunewald se sintió vigorizado por el halo de poder que irradiaban los hombres del gobierno.

“No vinimos a inspeccionar el edificio ni a someter a nadie a un interrogatorio sobre sus inclinaciones políticas.”

“De todas maneras —dijo la señora Winckelmann— es necesario dejar las cosas en claro. Para empezar, le informo que estamos felices con la unificación de Austria y Alemania, lo mismo que nuestros maridos y nuestros hijos. Y lo más importante…”

“Exacto —interrumpió la señora Wilburg, que lo estaba observando con una sonrisa maternal— lo más importante es hacer de su conocimiento que en este edificio no vive ningún judío y que la señora Kunkel tiene instrucciones estrictas de los dueños de no alquilar un solo departamento a los solicitantes que no pertenezcan al partido. ¿Quiere ver nuestras credenciales?”

“No es necesario.”

“Por lo que se refiere al resto de las cosas —dijo la conserje— nos da mucho gusto que las autoridades estén metiendo a la cárcel a los comunistas y a los enemigos del régimen.”

“Y a los homosexuales, Helga, no te olvides de decirlo.”

“Y sobre todo —sonrió la señora Kunkel— nos sentimos honradas de que se haya tomado un café con nosotras. Tan joven, tan guapo. ¿Sabe una cosa? Va a hacer un carrerón en la Kripo.”

Ritter exhaló una voluta de Zodiac y se detuvo bajo la luz amarilla de un semáforo. Estaba haciendo un poco de frío, pero el Spree se había cubierto de nubes radiantes y el aire venía cargado con el aroma de una primavera adelantada.

“Parece que las estoy viendo, Bruno. Las cacatúas no saben un culo de nada y te trataron como si fueras de la familia. ¿Algo interesante?”

“Emma Brandt era soltera, promiscua, reservada. La descubrió la conserje. Había llamado varias veces y luego entró con la llave maestra y se encontró con el cadáver.”

“¿Cómo se llama la conserje?”

“Helga Kunkel.”

“Edad.”

“Sesenta años.”

“¿Te lo dijo ella?”

“No.”

“¿Casada, viuda, soltera?”

“Casada.”

Al llegar a la Kurfürstendamm el tráfico se aligeró de pronto y Ritter enfiló hacia las calles populosas de Charlottenburg.

“Estaban muertas de miedo —dijo Meyer— Todas pertenecen al partido y están felices de que Hitler haya invadido Austria y esté acosando a los judíos y metiendo en la cárcel a los comunistas y a los homosexuales.”

Ritter estacionó el automóvil frente al Pasaje Baviera y lo llevó a una taberna donde ordenó dos tarros de Münchner y un plato de queso.

“¿Sabes cuántas veces me senté con tu padre en esta misma mesa para descansar un rato y hablar de futbol y política? Miles.”

“Capitán, un placer. ¿Va a comer con nosotros? Sería un honor” dijo el gerente de la taberna, un hombre avejentado y endeble que llevaba un mandil de cuero y un sombrero tirolés.

“No —dijo Ritter— pero quiero aprovechar la ocasión para presentarte a Bruno Meyer, mi asistente.”

“¿Debo suponer…?”

“Exacto. Y no te dejes engañar por su juventud. Bruno es uno de los mejores abogados de Alemania.”

“Encantado, doctor. Les voy a enseñar una cosa.”

El gerente se perdió al otro lado del mostrador y Meyer se sintió en la obligación de ocupar el sitio que le correspondía.

“¿Puedo decirle Hugo o tengo que decirle señor, jefe, capitán?”

“Depende del lugar y las personas que nos acompañen. Lo dejo a tu criterio.”

“Le agradezco mucho, capitán, la generosidad con que me ha tratado, pero la verdad es que me quedé en el tercer año de la facultad y estoy lejos de ser abogado para no hablar del mejor abogado de Alemania.”

“Si no eres abogado estabas a punto de serlo y tarde o temprano te hubieras convertido en el mejor de Alemania. Bertolt, no lo creo. Ya se me había olvidado.”

El gerente puso la fotografía entre los tarros de cerveza.

“Veinte de noviembre de 1934, el día que nuestro inolvidable Ludwig cumplió cuarenta y ocho años. Lo menos que puedo hacer es celebrar la ocasión con otra fotografía.”

Era su padre, sin duda, pero más impetuoso y gallardo que la imagen que había llevado en el recuerdo desde la noche que lo mataron. Ritter, su padre, dos agentes que había visto en la Kripo y cuatro mujeres que llevaban en la frente el sello inconfundible de las putas de Charlottenburg. La mesa estaba cubierta de serpentinas y los invitados a la fiesta llevaban unos gorros de cartón y habían alzado los tarros frente a la cámara.

“Señores —dijo el gerente— Una sonrisa. Listo. Hoy mismo la mando revelar y se las entrego la próxima vez.”

“Es una fecha memorable —dijo Ritter— tu primer día como agente de la Kripo, pero te aconsejo que no le enseñes la fotografía a tu madre. ¿Le dijiste que ibas a trabajar conmigo?”

Meyer tuvo un momento de vacilación.

“No.”

“Excelente.”

“¿Por qué?”

“Porque me odia. Porque está convencida de que soy el embajador de satanás en Alemania, Hitler muy aparte, desde luego. Porque fui incapaz de salvar a tu padre, porque tiene la idea de que soy un hombre sin principios. Todos los seres humanos necesitamos una bestia negra y Hugo Ritter reúne las condiciones ideales para ser la bestia negra de Vera Meyer. Acábate la cerveza y dime quién mató a Emma Brandt.”

Durante unos segundos se pusieron a circular por la Unter den Linden y al llegar a las inmediaciones del Spree vieron una hilera de camiones pintados de verde y negro que iban tapizados de suásticas, águilas nazis y carteles de propaganda: No te olvides de Versalles, decía uno, recuerda que los Sudetes están llenos de alemanes y le pertenecen a Alemania.

“Van al Sportpalast —dijo Ritter— te apuesto lo que sea. Hitler está preparando una andanada contra Checoslovaquia y quiere dejar constancia de que está haciendo lo posible por evitar un conflicto armado. El tráfico se va a convertir en un infierno y antes de las cinco de la tarde el estadio se va a llenar hasta los faroles para que Leni Riefenstahl nos regale un nuevo documental para glorificar al jefe del Estado. ¿Qué opinas?”

Meyer se puso en guardia.

“Lo mismo que usted.”

Ritter soltó una carcajada.

“Haz de cuenta que estás hablando con tu padre. ¿Piensas que te voy a denunciar con la Gestapo? No seas absurdo. ¿Qué opinas?”

“Hitler se apoderó de Austria violando los principios sagrados del Derecho internacional y lo mismo va a hacer con los Sudetes, que según ha dicho Goebbels le pertenecen a Alemania por razones históricas y demográficas. Lo que sigue es todavía más previsible. Antes de fin de año o a principios del año que viene la Wehrmacht se va a lanzar sobre el resto de Checoslovaquia y en menos de un parpadeo se va a desatar una guerra cien veces peor que la guerra anterior y Alemania va a terminar convertida en un desierto de ceniza. ¿Está seguro de que el departamento administrativo me va a conceder el grado de detective?”

“Dalo por hecho.”

Meyer observó las aguas tersas del Spree.

“A Emma Brandt la mató un sicópata, un hombre que se encontró con ella en cualquier lugar y aprovechó la ocasión para saciar sus impulsos incontrolables. Lombroso lo hubiera identificado al primer vistazo.”

“¿Quién?”

“Cesare Lombroso, el criminólogo italiano que elaboró la tipología fisonómica de los delincuentes congénitos. Las tendencias criminales van inscritas en los genes de los individuos. Nacen delincuentes, se mueren delincuentes y lo más probable es que sus hijos y sus nietos corran la misma suerte. Otros juristas han rebatido la teoría diciendo que los factores culturales y sociales son tan relevantes como los factores genéticos.”

“¿Sabes por qué no registré el departamento? Porque hubiera sido inútil. El hombre que mató a Emma Brandt no dejó ningún rastro ni necesitó huir por la escalera de servicio. Entró con toda naturalidad, se cogió a la mujer, la acuchilló y luego se dio un baño y se fue a su casa.”

“Las vecinas dicen que no vieron a nadie.”

“No vieron a nadie porque lo ven todos los días. El asesino, diga lo que diga el señor Lombrini…”

“Lombroso.”

“Como sea. No vieron a nadie porque es el hijo o el marido de alguna de las cacatúas. No temían que sospecharas de su lealtad con el partido sino que fueras a pensar que el asesino vive en el edificio. Alguna de ellas, o alguna otra vecina que no dio la cara, está convencida de que su hijo o su marido se estaba cogiendo a Emma Brandt y ha pasado las últimas horas sumida en el pánico.”

Ritter estacionó el automóvil en el patio de la Kripo y llevó a Meyer al interior del edificio.

“Las huellas del homicidio no están dibujadas en el rostro del asesino sino en el rostro de su madre o de su esposa. La próxima vez que vayamos al lugar de los hechos voy a interrogar a las cacatúas y te vas a quedar atónito de lo que van a decir cuando les pida información sobre las costumbres, los horarios y las aficiones de los hombres de la casa. No tienes perdón de Dios, Ditmar. Un poco más y la destazas con un hacha.”

“Como te dije —respondió el forense, que llevaba un guardapolvo cubierto de sangre— la mataron a las once de la noche y se la cogieron por adelante y por atrás con la colaboración de la víctima.”

Emma Brandt, que en su casa tenía la apariencia de una virgen sacrificada, se había convertido en un amasijo de vísceras arrancadas y huesos aserrados sin orden ni concierto. Tenía el cerebro expuesto y la frente y la nariz plegadas sobre la boca, pero le perturbó más la silueta lívida de los senos, que unas horas antes le produjeron un asomo de lujuria y se habían convertido en dos frutas aplastadas con una plancha de cerrajero.

“Ditmar, por favor, mándame el reporte a la guardia de agentes y deja en paz a la pobre mujer. Ya pasó, Bruno, no te quiebres de nuevo o voy a pensar que me equivoqué la mañana en que te saqué del archivo. Emma Brandt no está sintiendo nada y se murió en medio de un orgasmo trepidante.”

Meyer descubrió que lo más repulsivo no era el cuerpo desollado sino el olor de formol y carne podrida que lo fue siguiendo al salir del anfiteatro y le produjo un acceso de náusea antes de llegar al garrafón de agua que se encontraba en el extremo del pasillo.

“Capitán…”

“Estamos solos. Puedes decirme Hugo.”

“No tengo estómago para servirle de asistente, le ruego que me perdone. Sus intenciones no pueden ser mejores, pero quisiera pedirle que me coloque en alguna oficina en la que pueda flotar un par de años hasta que llegue el momento de volver a la Facultad de Derecho.”

“¿Viste la crueldad con que Ditmar destazó el cadáver? Estoy seguro de que disfruta mucho su trabajo y que no está buscando las claves del homicidio sino el alma de Emma Brandt. No seas ingenuo. ¿Cómo se te ocurre decirme que en un par de años vas a volver a la Facultad de Derecho? En un par de años no va a quedar piedra sobre piedra y Alemania se va a convertir en un desierto de ceniza. Me lo acabas de decir y estoy de acuerdo. Vamos bajando.”

Ritter encendió el motor del automóvil.

“No te engañes, Bruno. Hay un mundo de lugares donde hubieras podido encontrar trabajo y elegiste ingresar a la Kripo. ¿Sabes por qué?”

“Ya se lo dije.”

“Dime la verdad.”

“Me rechazaron en todas partes. La proximidad de la guerra está asfixiando la economía y no hay vacantes en ningún lado.”

Ritter atravesó la Puerta de Brandeburgo y al llegar a la Kurfürstendamm señaló el paisaje abigarrado del norte de la ciudad.

“Vamos a visitar a un hombre muy interesante. Un aliado de la Kripo. Llegó a Alemania con los bolsillos vacíos y se ha convertido en una de las gentes más adineradas del país. Trata de mirar en el fondo de ti mismo y confiesa que no entraste a la Kripo porque no había vacantes en ningún lado, sino para seguir los pasos de tu padre y demostrarle que eres el más digno de sus hijos. Ya llegamos. Tira el cigarro y recoge el maletín.”

Las puertas del infierno

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