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La Newtonstrasse era larga y estrecha y tenía la atmósfera señorial de los barrios aristocráticos de Berlín, pero Meyer no acertó a descubrir que estaban en una de las zonas más exclusivas de Steglitz hasta que distinguió en la distancia las cúpulas anaranjadas de San Bonifacio.

La casa estaba difuminada bajo una selva de árboles exuberantes y tenía una infinidad de balcones enrejados y un jardín frontal con una fuente de mármol y una terraza inundada de begonias. Había dos coches frente a la puerta principal y un grupo de hombres vestidos de traje y corbata apoyados sobre una verja interminable que estaba llena de flores de bronce.

“Marco, Bettino, Alessandro. Un placer. Bruno, saluda a los muchachos. Jóvenes, les presento a Bruno Meyer, mi nuevo asistente.”

Los hombres se acercaron para saludar a Meyer y abrieron el portón de la casa.

“Un minuto —dijo Alessandro— el jefe está despidiendo a unos invitados.”

Ritter señaló las columnas romanas y los cuadros que adornaban la galería.

“¿Qué te parece?”

“Espléndido” dijo Meyer.

“Se llama Vittorio Galeotti y es una pieza fundamental de la maquinaria de la Kripo. Lo saludas, dejas el maletín junto al sofá y me esperas en el coche.”

“¡Hugo, por favor, no me digas que no les han ofrecido nada!”

Ritter abrió los brazos para estrechar a un hombre corpulento y risueño que iba vestido con un batín de seda y una camisa de lino. No tenía menos de sesenta años, pero irradiaba confianza y energía y las líneas cinceladas de su rostro le daban la solidez de una estatua de piedra.

“¿El hijo de Ludwig Meyer? —sonrió Galeotti— No puedo creerlo. El día que sepultaron a tu padre mandé una tonelada de gladiolas y ordené que oficiaran una misa en Santa Catalina de Siena. Te estaría mintiendo si te digo que te pareces a él. Ludwig tenía espaldas de estibador y ojos de lince. Tú, en cambio, pareces seminarista, intelectual, cualquier cosa menos policía. Dame un abrazo.”

Una muchacha de delantal y cofia negra dejó una charola sobre la mesa de mármol.

“Vodka —dijo Galeotti— ginebra, amaretto. Lo que gusten.”

Meyer observó los gobelinos, los candiles y las frondas del jardín más hermoso que había visto en su vida y sintió que estaba en otro mundo.

“Vittorio —dijo Ritter— Bruno entró con el propósito exclusivo de conocerte. Despídete del señor y espérame en el coche.”

“De ninguna manera —exclamó Galeotti— el hijo de Ludwig Meyer puede quedarse donde está y oír lo que vamos a hablar. De otra forma no lo hubieras traído. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho?”

“Veinte.”

Galeotti lo miró con nostalgia.

“Los mismos que tenía yo cuando llegué a Hamburgo para trabajar en los muelles. No he olvidado un rostro, una voz, una sola mujer de todas las que me cogí cuando tenía veinte años. Un tesoro, Bruno, aprovéchalo. El día menos pensado vas a descubrir que te hiciste viejo sin darte cuenta.”

“Los reportes, Vittorio…” dijo Ritter.

“Los reportes, Hugo, siguen llegando con regularidad, pero tengo noticias de que Leclerc, O’Banion y los rumanos se están pasando de la raya en Bremen y en Dortmund y el pacto está por derrumbarse si no los obligan a respetar los acuerdos del año pasado.”

Galeotti encendió un puro.

“Las cosas se van a poner peor si Hitler se apropia de los Sudetes. Bruno, muchacho. ¿Tú crees que Hitler se va a apropiar de los Sudetes?”

“Sin duda” respondió Meyer, que durante los últimos minutos se había dedicado a observar los cuadros de la galería: Picasso, Kandinsky, seis dibujos de Modigliani y una escultura de Calder que se encontraba rodeada por un seto de gardenias y tulipanes.

“¿Nada más?”

“Me temo que a fines de año o principios del año entrante se va a lanzar sobre el resto de Checoslovaquia y sobre Polonia.”

“¿Y luego?”

“La guerra.”

“Exacto —dijo Galeotti— la guerra. ¿Te imaginas, Hugo, lo que va a pasar con nuestros convenios de paz cuando Europa se encuentre envuelta en un conflicto armado? Es necesario que hables con el general Scheller y lo pongas al corriente de lo que están haciendo los franceses y los rumanos. La semana pasada trataron de abrir seis casas de juego en Teltow y diez burdeles en Pankow y están multiplicando su presencia en las ventanillas de empeño y la venta de protección. No quedamos en eso.”

Galeotti miró a Ritter con dureza.

“Habla también con Hoffmann y Kasper. Llevamos operando juntos más de dos años y es el momento de fortalecer el pacto. Bruno tiene razón. El año entrante nos vamos a enfrentar a una situación explosiva y es urgente que sentemos las bases de un entendimiento que nos permita vivir en paz en medio de la guerra. De otra manera, lamento decirlo, no tendré más opción que desenterrar las hachas y defenderme sin ayuda de ustedes.”

Galeotti oprimió un timbre.

“Salvatore —dijo Galeotti— el maletín. Rápido, porque los señores tienen cosas importantes que hacer. ¿Otro vodka?”

Durante unos minutos se quedaron hablando de política y de una película de Marlene Dietrich que Meyer y Ritter no habían visto.

“Damasco. No se la pierdan. Salvatore, acompaña a los señores.”

El ayudante dejó el maletín sobre la mesa y Ritter le ordenó a Meyer que lo recogiera.

“Recuerda lo que te dije, Hugo. No pienso entrar en un campeonato de estira y afloja con los franceses y los rumanos. Lo arreglan ustedes o lo arreglamos nosotros. Damasco, Bruno, no dejes de verla. Fascinante. Te aseguro que nos vamos a hacer amigos.”

Al llegar al portón de la casa Ritter bajó la voz.

“Despídete de mano de los hombres de Galeotti y diles que estás feliz de haberlos conocido. Esta gente aprecia mucho los detalles personales.”

El maletín, que no pesaba nada cuando entró a la casa, se convirtió en una piedra en el momento en que volvió a levantarlo y Meyer lo dejó en el asiento posterior del automóvil con la certidumbre de haber participado en forma involuntaria en una cadena de delitos: asociación ilícita, cohecho, prostitución, usura, juego ilegal.

“Las preguntas al final de la comida —dijo Ritter— lo primero es contar el dinero.”

Lo hicieron media hora después, en una taberna de Mitte, donde Ritter le ordenó al gerente que abriera la oficina y no dejara entrar a nadie. El lugar olía a salchichas fritas y cebollas hervidas y estaba adornado con fotografías borrosas del cine mudo alemán y un retrato donde Hitler se veía joven y arrogante y pertenecía a la época del Putsch de Múnich.

Ritter abrió el maletín y dejó caer sobre el escritorio los billetes que habían recogido en la casa de Galeotti.

“Jamás ha faltado un pfennig, pero lo más aconsejable es verificar la cantidad.”

Era tanto dinero que se tardaron casi una hora en contarlo.

“Trescientos cincuenta mil. Ni un pfennig más o menos. Te lo dije.”

Ritter hizo tres paquetes y los metió en el maletín. Hizo un paquete con el dinero restante y se lo guardó en un bolsillo.

“Vamos a comer. Me estoy muriendo de hambre.”

La taberna estaba casi desierta, pero los cuadros alpinos y el aroma de la cocina le daban un aire de calidez que se fue haciendo más agradable a medida que los meseros les llevaban la sopa de jitomate y las pechugas de ganso que eran la especialidad de la casa.

“No le quites el ojo al maletín. Piensa que llevas en las manos un tesoro que le pertenece a algunos de los hombres más prominentes de Alemania.”

“¿Todo bien?” dijo el mesero.

Ritter lo ahuyentó con un gesto de impaciencia.

“¿Sabías, Bruno, que Berlín es una de las ciudades más violentas del mundo? Olvídate de Roma, Londres, París y las atrocidades que suelen ocurrir en África y en América Latina. La muerte de Emma Brandt no significa nada frente a los atracos, violaciones y homicidios que la Kripo registra todas las mañanas en la bitácora de la guardia de agentes. Cuarenta asesinatos al mes, a veces más. Las estadísticas oficiales se murieron de muerte natural con la República de Weimar y el doctor Goebbels no quiere que nadie se entere de que la llegada del nacionalsocialismo no sirvió para domar a las fieras de la casa. Los alemanes se han vuelto más despiadados desde que Hitler empezó a dictar órdenes en la cancillería y es probable que la situación se agrave en el momento en que la Wehrmacht empiece a descabezar checoslovacos para darnos unas hectáreas más de espacio vital.”

Ritter tomó un sorbo de vino.

“El dinero del maletín es el costo de la paz. En este país hay cuatro familias que manejan todo lo que no pueden manejar los ciudadanos honorables. Prostitución, usura, juego ilícito, contrabando, tráfico de drogas. Los italianos, los franceses, los rumanos y los irlandeses, son los más diligentes y agresivos, pero los chinos, los turcos y los japoneses están luchando como leones para obtener una tajada del pastel. Los territorios y las jurisdicciones son muy tenues…”

“Capitán…” dijo el mesero.

“¿Otra vez? —gritó Ritter— Te acabo de decir que nos dejes tranquilos.”

“El gerente quiere saber si les manda una botella de champaña.”

“Champaña, perfecto. Los territorios y las jurisdicciones, decía, son muy tenues y todos los días hay escaramuzas y refriegas porque los rumanos se meten en el gallinero de los franceses o los irlandeses quieren imponer su ley en el corral de los italianos. Para eso estamos nosotros, Bruno, para mantener la estabilidad del país e impedir que el crimen organizado desate una guerra que podría dejar más víctimas de las que producen los delincuentes del arroyo.”

Ritter sirvió dos copas de champaña y lo invitó a brindar en memoria de Ludwig Meyer.

“La responsabilidad es de todos. La Kripo, la Gestapo, las SS, tres corporaciones formidables que no sólo están al servicio del nacionalsocialismo y los designios históricos del Führer, sino de los hombres que llevan entre las manos la economía subterránea.”

“No entiendo…” dijo Meyer.

“Para eso te llevé a conocer a Galeotti, para que empieces a ver el mundo desde el balcón de la realidad y te olvides de las abstracciones que aprendiste en la Facultad de Derecho. Será necesario que te lleve con Bernard Leclerc, Brendan O’Banion y Dragos Antonescu. La Kripo, la Gestapo y las SS funcionan en dos planos. Durante el día se dedican a perseguir delincuentes y enemigos del Estado. Por la noche, a mantener en orden a los grupos más activos del crimen organizado.”

Ritter tomó un sorbo de champaña.

“No sé quién inventó la expresión crimen organizado, pero se le olvidó añadir que es el crimen organizado por las autoridades. De otra manera no tendría ninguna posibilidad de existir sin desquiciar el funcionamiento de la sociedad. Las mafias hacen su trabajo en la oscuridad, nosotros impedimos que nadie abuse de nadie y el país sigue adelante obedeciendo a lo que las personas como tú llaman las Fuerzas de la Historia Universal.”

“El señor Galeotti le dijo que hablara con los señores… Olvidé los nombres.”

“Se refería a Jürgen Scheller, el subdirector de la Kripo, y a Edmund Hoffmann, el jefe de operaciones de la Gestapo de Berlín. ¿Qué pensabas? ¿Que el dinero era para Hugo Ritter?”

Un sorbo de champaña.

“Hice tres paquetes de cien mil marcos. Uno para Scheller, otro para Hoffmann y el tercero para Kasper.”

Meyer lo miró con incertidumbre.

“Hans Kasper, el hombre de confianza de Heydrich y subdirector de las SS de Berlín. El dinero sale de las manos de los jefes de las familias y las gentes como tú y yo nos encargamos de bombearlo hacia arriba. Los mensajeros nos llevamos las migajas y el honor de estar colaborando en una de las tareas más delicadas del régimen.”

“Espero que les haya gustado la comida” dijo el gerente de la taberna.

“El arroz estaba un poco seco —respondió Ritter— y las pechugas demasiado grasosas, pero no estuvo mal si tenemos en cuenta que no te voy a pagar.”

Hermann Goering, el comandante de la fuerza aérea y el hombre más poderoso de Alemania después de Hitler, había nacido en Rosenheim, en el corazón de Baviera, y fue un alumno distinguido en la escuela de cadetes de Karlsruhe, de donde salió para combatir en la guerra del 14 antes de sumarse a las huestes del nacionalsocialismo y convertirse en amigo íntimo y asesor predilecto del jefe del Estado.

Era, sin duda, una pieza clave en el resurgimiento militar de Alemania, pero la voz de la calle afirmaba que había hecho una fortuna descomunal firmando acuerdos secretos con las familias que se dedicaban a medrar con el presupuesto del país fabricando material de guerra: los Krupp, los Siemens, los Messerschmitt.

“Sería imposible —dijo Ritter— calcular el dinero que se ha robado en complicidad con los príncipes de la industria militar. Decenas, cientos de millones. No me asombraría que fuera uno de los hombres más ricos del mundo.”

Había empezado a anochecer y las calles estaban cubiertas de sombras y hojas muertas.

“Lo mismo puedo decirte de Himmler, que se dedicaba a vender pollos en Sajonia y hoy en día está nadando en dinero. Las armas, los pertrechos y los vehículos de las SS en todo el país se compraron y adjudicaron en su oficina de la Richthofenstrasse y no hay un solo proveedor del gobierno que no le haya llenado los bolsillos.”

Ritter enfiló por una calle ancha y arbolada que se encontraba en el sur de la ciudad y estaba inundada de edificios antiguos y campos de futbol.

“Albert Speer, mi viejo, se ha convertido en el arquitecto personal de Hitler y en uno de los pocos nazis que pueden hablarle al oído. Ha cubierto el país de monumentos fastuosos y estadios colosales y las constructoras más importantes comen de su mano. Las princesas del partido se hacen traer sus joyas y vestidos de las tiendas más lujosas de Roma y París y los uniformes de las SS y de los líderes del régimen no fueron diseñados por los sastres de Berlín sino por los grandes modistas de Milán. Abre la guantera y dame el ánfora.”

Ritter tomó un sorbo de schnapps.

“Un trago, Bruno. Ha sido un día movido y tenemos que mantener el espíritu en alto.”

Meyer fingió que tomaba un sorbo y devolvió el ánfora a la guantera.

“El dinero va de un lado a otro como un río invisible, nadie se entera de nada y los que se enteran no se dan por enterados.”

“¿Y Hitler?” dijo Meyer.

“Hitler es el dueño de Alemania y está soñando con ser el dueño del mundo y no podría importarle menos lo que hacen sus lacayos en sus horas libres. Los deja atracar y abusar porque el dinero es el mejor cemento de la lealtad.”

Al llegar a la Kantstrasse se hizo un nudo de tráfico y unos segundos después oyeron la sirena de una patrulla que iba escoltada por seis camiones de las SS y dos camiones de las Juventudes Hitlerianas.

“Van a joder a alguien —dijo Ritter— No perdemos nada con asomarnos.”

Meyer distinguió una humareda y un rayo de luz que se iba moviendo con la regularidad de un metrónomo, pero no logró ver a la multitud hasta que llegaron a las inmediaciones de la Glorieta Westfalia.

“El maletín, Bruno, y no te despegues de mí.”

Dejaron el automóvil frente a un lote baldío y Ritter lo llevó a la azotea de un edificio donde se encontraron con un grupo de vecinos que habían subido para observar lo que estaba sucediendo en la glorieta.

“¡Kripo! —gritó Ritter— Todo mundo a sus casas.”

Hubo un momento de calma, un silencio extraño y luego volvieron a oírse las sirenas de los orpos y Meyer sintió que estaba por ocurrir una cosa terrible.

“¿Qué fue eso? —dijo Ritter— ¿Una ametralladora?”

Meyer lo había oído muchas veces en los pasillos de la Facultad de Derecho y en alguna ocasión participó en una junta a puerta cerrada para discutir con sus compañeros la posibilidad de organizar una protesta y exigirle al gobierno que cesara la persecución de los judíos y los comunistas.

El proyecto se murió antes de nacer y nadie se atrevió a alzar la voz ni a dar la cara, lo mismo que la prensa y la radio, que seguían entregadas a sus funciones rutinarias de propaganda y diversión, pero todos sabían que los batallones de Hitler no descansaban ni de día ni de noche para exterminar a los enemigos de la sociedad alemana.

La represión había sido tan feroz que terminó por convertirse en un episodio habitual de la vida cotidiana, pero Meyer no la vio en su magnitud verdadera sino en el momento en que Ritter oyó la ametralladora y se dieron cuenta de que la Glorieta Westfalia se había llenado de orpos y escuadras de las SS.

Las primeras descargas fueron secas y espaciadas, pero un instante después se oyó un estallido que llenó la calle de humo y marcó el principio de una tormenta de fuego cruzado que parecía estar coordinada con el movimiento furioso de los que estaban tratando de ponerse a salvo. A través del humo y la confusión Meyer distinguió a un grupo de mujeres que habían formado un anillo a un lado de la glorieta y desaparecieron sin dejar rastro cuando los reflectores volvieron al punto de partida.

“Es muy simple —dijo Ritter— las SS y las Juventudes Hitlerianas jalan el gatillo y los orpos recogen los cadáveres. Lo están haciendo así desde hace mucho y estos imbéciles no entran en razón. ¿Qué quieren? ¿Convertirnos en una sucursal de la Unión Soviética? No se cargaron a menos de sesenta.”

Meyer, que estaba temblando, había contado ochenta y siete y estaba seguro de que al otro lado de la glorieta había más muertos y heridos, porque los orpos no habían dejado de avanzar a medida que las escuadras de las SS y los cachorros de Hitler seguían disparando con la misma saña que al principio.

“Heydrich le prometió a Hitler que iba a fumigar el país en menos de dos años, lleva cuatro y está lejos de haber terminado. Vámonos, Bruno. No podemos quedarnos aquí hasta la consumación de los siglos.”

Durante unos minutos, mientras se alejaban de la Glorieta Westfalia, no dijeron una palabra, hasta que vieron el resplandor difuso de la Opernplatz, donde el estruendo de la masacre se había desvanecido bajo el follaje de los árboles.

“Hans Kasper —dijo Ritter— es un hijo de puta. Edmund Hoffmann es el criado de Heydrich y Scheller me ha tratado siempre con la punta del pie y está convencido de que me estoy llevando más dinero del que me corresponde, pero los tres ocupan lugares relevantes en las SS, la Gestapo y la Kripo y no tengo más remedio que servirles de correo y brazo armado. ¿Sabes cuánto dinero les he dado durante los últimos años? Millones de marcos.”

Meyer abrió la ventanilla para refrescarse.

“El secreto, Bruno, es que todos cumplamos nuestras obligaciones en tiempo y forma. El país estaba sumido en un torbellino que se aplacó la noche en que los jefes de la policía se reunieron con las cabezas de las familias en el Hotel Bristol y firmaron un pacto de auxilio recíproco. Dame el maletín.”

Ritter dejó el automóvil a unos metros del edificio de la Gestapo y le pidió que lo acompañara.

“Te quedas afuera de la oficina y si Hoffmann me autoriza te haré entrar para que lo conozcas.”

Lo mismo ocurrió en la Rilkestrasse y en la Werderscher Markt, donde Meyer se quedó fumando en los patios y las antesalas llenas de agentes y ordenanzas hasta que Ritter lo llamó para presentarlo con Hans Kasper, el director regional de las SS, y con Jürgen Scheller, el subdirector de la Kripo, que le dio una palmada en el hombro después de decirle que le daba mucho gusto conocer al hijo de uno de los detectives más intrépidos que hubiera tenido la corporación.

“Listo —dijo Ritter— a partir de hoy quedas integrado por derecho propio a las fuerzas policiales de Alemania.”

Meyer había visto entrar y salir el maletín de las oficinas de los tres funcionarios, pero en el momento en que se acercó para saludarlos no quedaba vestigio de los billetes que habían recibido en la mansión de Vittorio Galeotti.

“El Pacto del Bristol, que no se te olvide. Tu alma de jurista desaprueba lo que has visto y aborrece lo que significa, pero te juro que le estamos haciendo un servicio invaluable a los ciudadanos. Sonríe, muchacho, pon otra cara, ya llegamos.”

El departamento estaba situado en la parte más floreciente de Neukölln, el barrio bohemio de la ciudad, y la señora Kristi lo había llenado de muebles franceses y lámparas chinas y en todos los rincones se respiraba un aroma de flores y perfumes exóticos.

“Saluda, Bruno, no me hagas quedar en ridículo.”

Meyer saludó a la señora Kristi, que era una cincuentona frondosa, y a cuatro muchachas que se lo comieron con los ojos. El departamento se inundó de música y charlas cruzadas y en unos minutos se generó un ambiente de fiesta familiar que lo rescató del sentimiento incómodo de haber entrado por primera vez a una casa de putas.

Meyer tomó un sorbo de vino y se dejó besar y acariciar por una rubia artificial que llevaba un vestido entallado y le dijo que la semana anterior la habían ascendido en los Almacenes Dulac para encargarla de la sección de joyería.

“Eres muy joven —le dijo— para ser agente de la Kripo.”

“La que te guste, mi amor —gritó la señora Kristi— le prometí a Hugo que te iba a organizar una fiesta con las gallinas más bonitas de la granja y cumplí mi palabra. Tu papá, Dios lo bendiga, me visitó muchas veces y era un hombre extraordinario.”

“¡Bruno, por el amor de Dios! —exclamó Ritter— no me digas que te estás muriendo de vergüenza.”

Era verdad: se estaba muriendo de vergüenza, pero Meyer no se lo dijo hasta que abandonaron el burdel y se pusieron a circular por la Byronstrasse, que estaba llena de luz y restoranes atestados.

“¿Te gustó? —dijo Ritter— Kristi es una mujer excepcional y es una aliada de la Kripo y la Gestapo. Es la gerenta general de los burdeles del señor Leclerc y durante los últimos años nos ha dado más información que la mayor parte de los espías que tenemos colocados en los hoteles y las tiendas de la ciudad. Romy, la muchacha que te acabas de coger, fue una alumna destacada del liceo, trabaja en Dulac y en las noches trabaja con Kristi. Una cantidad elevada de los datos y referencias que aparecen en los archivos de la Kripo y la Gestapo han salido de los harenes del señor Leclerc.”

Ritter enfiló hacia las luces de la Kurfürstendamm.

“Leclerc maneja alrededor de ochocientos burdeles en todo el país y no hay un barón, duque o capitán de la industria y el comercio que no haya desembuchado sus secretos entre las piernas y las tetas de las putas más finas de Alemania. En una palabra, mi viejo, los burdeles se han convertido en estaciones de espionaje y el gobierno tiene agarrados de los huevos a los hombres más influyentes del país y los puede arruinar en el momento en que le dé la gana.”

Ritter estacionó el automóvil y le sugirió que dieran un paseo a lo largo del Spree.

“No vas a llegar a ningún lado si te obstinas en juzgar al mundo con las reglas de tu otra vida. Las universidades tienen la misma función que los conventos, atiborrar a los novicios de nociones abstractas e impedirles que se pongan en contacto con la realidad.”

Ritter se encogió de hombros.

“Por lo que se refiere a la Glorieta Westfalia tenemos la obligación de cerrar los ojos. El hecho de que no se haya declarado la guerra no quiere decir que no estemos en guerra. El gobierno tiene que defender sus posiciones antes de que Stalin nos derrote sin necesidad de invadir Alemania. ¿Te gustó Romy?”

“Es obvio —dijo Meyer— que usted no es el único policía que le lleva dinero a los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Quién más?”

“El dinero fluye como un mar subterráneo y no tiene relevancia la identidad de los mensajeros, sino que siga fluyendo sin tropiezos. Los ministros de Hitler se están robando el dinero con pala mecánica y lo mismo están haciendo los tiranos de las SS, la Kripo y la Gestapo. ¿Te gustó Romy?”

“No me acosté con ella.”

“Estuvieron encerrados una hora. ¿Qué hicieron?”

“Platicar.”

“¿De qué?”

“La situación del país.”

“Lo que no entiendo es por qué demonios no te la cogiste.”

“Porque no quiero empezar mi vida sexual con una mujer alquilada.”

Durante unos segundos se quedaron mirando los reflejos nacarados del Spree.

“Trescientos mil —dijo Ritter— divididos entre los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Cuánto nos dio Galeotti?”

“Trescientos cincuenta mil.”

Ritter se metió una mano en la gabardina y extendió unos billetes sobre el parapeto del río.

“Hace un rato llevé el dinero de abajo hacia arriba. Ahora lo voy a llevar de arriba hacia abajo. Según las reglas del Bristol me corresponde el quince por ciento de cada entrega y a ti, a partir de hoy, te corresponde el diez por ciento de mi quince por ciento.”

“De ninguna manera. Mañana mismo hablo con el teniente Kruger y le pido que me reintegre al archivo.”

La bofetada, que sonó como un latigazo, le nubló la vista y lo dejó temblando de indignación.

“Cinco mil marcos —dijo Ritter— más lo que te daré a medida que los jefes de las familias vayan pagando la renta de cada mes. Agarra el dinero. No te llevé con Galeotti y los jefes policiacos de Alemania para que el día de mañana se lo puedas contar a tus hijos. Fue un rito de iniciación. Guárdalo bajo la cama, en una caja de zapatos, donde sea, y cuando no tengas dónde guardarlo lo llevas a un banco, abres una cuenta y se acabó.”

“Debo decirle que no estoy en condiciones de enfrentarme a un trabajo de esta clase.”

“Agarra el dinero.”

Meyer recogió los billetes.

“Perfecto —dijo Ritter— ¿Qué te pasa?”

“No sé. Pero hay momentos en que sufro ataques de angustia y siento que me voy a morir.”

Ritter lo llevó al automóvil.

“Yo conozco a mi gente. Le hiciste una impresión magnífica a Scheller, que es un hombre implacable y no quiere ni a su madre. Galeotti estuvo a punto de nombrarte hijo adoptivo. Eres joven y bien parecido y a partir de hoy formas parte de uno de los grupos más selectos del régimen. Olvídate de la puta angustia. Todo se cura con dinero.”

Las puertas del infierno

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