Читать книгу Las puertas del infierno - Manuel Echeverría - Страница 8
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Al día siguiente, al terminar la cena, Meyer le contó a su madre y a sus hermanos lo que había sucedido en la Glorieta Westfalia. Todo estaba ocurriendo de nuevo en el espacio estrecho de la cocina: las sirenas, el humo, el fragor de las ametralladoras y el pánico de los hombres y las mujeres que habían quedado atrapados entre las columnas y la muralla de camiones que les iban cerrando el paso mientras la avenida se llenaba de cadáveres y pancartas derrumbadas.
“Era una manifestación pacífica y los aniquilaron sin misericordia.”
Como sucedía con frecuencia, los gemelos iban vestidos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, lo que les daba un aire de soberbia que todos los días le parecía más intolerable.
“¿Qué esperabas? —dijo Alex— ¿Que el gobierno se cruzara de brazos mientras los comunistas hacen planes para convertirnos en un país de esclavos?”
“Stalin está haciendo lo mismo con los opositores del régimen soviético —dijo Walther— los encarcela, los fusila, los destierra. ¿Cuál es la diferencia?”
“Exacto —dijo Vera Meyer, que no desaprovechaba la ocasión para demostrar que la muerte de su marido los había liberado de todo— ¿Cuál es la diferencia?”
“La diferencia —respondió Meyer— es que no somos soviéticos, somos alemanes y que las Juventudes Hitlerianas están participando en estos actos abominables y ustedes dos forman parte de las Juventudes Hitlerianas.”
“Un momento…” dijo Walther.
“Déjame hablar —interrumpió Alex— ¿Estás sugiriendo que tus hermanos son dos asesinos?”
“No estoy sugiriendo nada. Estoy afirmando que las Juventudes Hitlerianas forman parte de la política de exterminio del gobierno y que ustedes dos son tan culpables de lo que está sucediendo como Hitler y sus lacayos. ¿Qué los mueve? ¿Qué les falta? ¿Por qué se han dejado arrastrar por un demente que nos está llevando a la ruina?”
“Alemania estaba en la ruina —dijo Alex— cuando Hitler llegó al poder y en menos de dos años puso todo en orden. Se negó a cumplir las disposiciones injustas del Tratado de Versalles y empezó a militarizar al país, activar la economía y recobrar la dignidad que habíamos perdido al final de la guerra.”
“No hemos recobrado la dignidad. Hemos perdido hasta la última gota de respetabilidad y vamos a terminar por hundirnos otra vez en un océano de mierda. Se acabó. Les prohíbo que vuelvan a poner un pie en los cuarteles de las Juventudes Hitlerianas.”
“Tú no eres quien para prohibirnos nada” dijo Walther.
Meyer se puso de pie.
“No lo hicieron en vida de mi papá y no lo van a hacer mientras yo sea el jefe de la familia.”
“¿Tú? —sonrió Alex— ¿Desde cuándo?”
“Desde que empecé a pagar los gastos. Yo pago, yo mando. Si no les gusta busquen otro lugar y asunto arreglado.”
Walther lo miró con desdén.
“¿Nos estás corriendo? Estamos cumpliendo un deber de conciencia.”
“En ese caso pónganse a trabajar. No voy a servirles de mula de carga.”
“Es cierto —dijo Vera Meyer— Bruno está pagando los gastos y eso lo convierte en el jefe de la familia, lo que no significa que tenga derecho a manejar nuestras vidas. ¿Se supone, hijo, que debo renunciar a las Madres Alemanas? ¿Se supone que vas a establecer una dictadura más insoportable que la de tu padre? ¿Qué sigue? ¿Te gustaría que hiciéramos una fogata para quemar las fotografías de Hitler y los líderes del partido? ¿Qué nos vas a dar a cambio? ¿Techo, comida y un sermón dominical sobre las perversidades del nacionalsocialismo? Igual podemos dejarte solo en la casa y pedir limosna en la calle.”
Vera Meyer, que estaba demacrada y ojerosa, tomó un sorbo de vodka.
“Te recuerdo que no pediste mi opinión para ingresar a la Kripo y que hubiera preferido que estuvieras trabajando en un bufete.”
“Sería lo mismo. Yo estaría trabajando para mantener a mi familia mientras mi familia se dedica a trabajar para Hitler, lo que significa que en forma indirecta estaría trabajando para Hitler. No lo voy a permitir.”
“La Kripo —dijo Walther— es un organismo del gobierno y de una manera o de otra estás bajo el mando del jefe del Estado.”
“¡Basta! —gritó Meyer— A partir de hoy quedan en libertad para hacer lo que les dé la gana. No tengo huevos…”
“¡Bruno! —exclamó Vera Meyer— no hay necesidad de que seas tan vulgar.”
“No tengo huevos —siguió Meyer— para quitarles el pan de la boca, pero tampoco estoy obligado a vivir con ustedes. A partir de mañana es como si Ludwig Meyer se hubiera muerto por segunda vez.”
La primera semana de abril hubo una racha de asaltos a mano armada en los alrededores de Tempelhof y las zonas comerciales de Spandau, y Ritter decidió que volvieran a Grunewald para efectuar una sesión de entrenamiento.
“No sería difícil que pases el resto de tu vida en la Kripo y jamás te veas obligado a usar la pistola. Pero no puedo garantizar nada.”
Ritter le pidió que hiciera fuego a discreción, a izquierda, a derecha, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo y luego sacó del automóvil diez botellas de Münchner, las alineó sobre un muro de piedra y le dijo que tratara de pegarles a cinco y diez metros de distancia. Meyer acertó cuatro veces de cerca y dos veces de lejos y Ritter se encargó del resto de las botellas con una andanada de disparos certeros.
Al salir del bosque fueron a un edificio de la Birkenstrasse para interrogar a un testigo de un homicidio que había sido perpetrado el año anterior, pero el testigo había salido de viaje y Ritter le ordenó al conserje que le hablara a la Kripo dos minutos después de que regresara. Comieron cerca de ahí, en un restorán italiano de la sección más populosa de Teltow, donde Ritter pidió la comida sin consultar el menú.
“Hace quince años, en este mismo lugar, tu padre y yo firmamos un pacto de sangre. El nacionalsocialismo había empezado a hacerse fuerte en muchas ciudades de Alemania y era evidente que el país se estaba acercando a un estado de agitación que iba a poner en crisis el orden establecido. Lo más importante era mantenernos fieles a la hermandad que iniciamos en las trincheras de Verdún. No fue sencillo, pero lo conseguimos. Hermanos desde el primer hasta el último día. Te propongo que tú y yo refrendemos el pacto y que no vuelvas a poner en tela de juicio ninguna de mis decisiones. Créeme, todo será por tu bien.”
Ritter le entregó un sobre azul.
Meyer lo abrió y encontró la credencial que lo identificaba como el agente 2840 de la Kripo.
“¿Dónde está la credencial de tu padre?”
“Aquí” dijo Meyer, y se llevó la mano al pecho.
“A partir de hoy serás el único agente que lleve en el bolsillo dos credenciales. La tuya te identifica como integrante de una de las policías más agresivas del mundo. La otra es un talismán, y te identifica como hijo de uno de los detectives más audaces que tuvo la corporación.”
Mientras recorrían las calles de Teltow, Ritter le informó que el subdirector había firmado su nombramiento la noche anterior y que sólo faltaba que acudiera al departamento administrativo para recoger los papeles.
“Vas a ganar trescientos marcos. No está mal, pero no representan mayor cosa frente a los ingresos que recibirás por los servicios que la Kripo le está prestando a los hombres del Bristol.”
“Capitán…”
“Dime Hugo.”
“Le agradezco el apoyo y la confianza. Le juro que lo voy a auxiliar hasta el extremo de mis posibilidades.”
Al día siguiente, al salir de la Kripo, alquiló un departamento amueblado que se encontraba en la Gutenbergstrasse, en el tercer piso de un edificio antiguo y bien conservado donde se sintió como en su casa desde el primer momento. El jueves, mientras los gemelos estaban en el liceo y su madre en el mercado, guardó su ropa y sus libros en dos maletas desvencijadas, se despidió de su habitación con una mirada nostálgica y tomó un taxi que en menos de veinte minutos lo dejó en su nuevo domicilio.
Durante el fin de semana se dedicó a comprar acuarelas, ropa de cama y una vajilla y jamás se sintió tan seguro de sí mismo como el domingo en que se despertó en la Gutenbergstrasse y descubrió que la Kripo le había devuelto con una mano lo que le había quitado con la otra. Se levantaba con los primeros rayos de sol, animado por una energía desconocida, al grado que sus amagos de angustia empezaron a atenuarse a medida que se multiplicaban sus obligaciones en la guardia de agentes.
“Vamos saliendo —le dijo Ritter una mañana— acaban de matar a otra infeliz.”
Al atravesar la Kurfürstendamm y Alexanderplatz el tráfico se aligeró de golpe y no tardaron mucho en llegar al edificio decrépito donde se encontraba la escena del crimen. La entrada estaba llena de orpos y vecinos demudados y Ritter se detuvo unos segundos para recibir el reporte preliminar.
“Lo de siempre. Nadie vio nada ni sabe un culo de nada.”
El vestíbulo se encontraba desierto, lo mismo que la escalera, pero el aire se había llenado con la atmósfera enrarecida que solía envenenar los lugares donde la muerte acaba de hacer una visita inesperada.
“Tú primero —dijo Ritter— igual que la vez pasada. Sobre la marcha aprende el burro y los detectives también.”
Meyer atravesó la sala, que estaba llena de flores artificiales y muebles raídos, llegó al fondo del pasillo y abrió la segunda puerta con un pañuelo. La habitación tenía la sobriedad de una celda monacal y en todas partes se advertían los signos de la vida que se había interrumpido de golpe: un radio, dos sillas, un tapete de lana, un puñado de fotografías.
“Soltera, treinta años, ocupación desconocida. Se llamaba Gertrud Frei” dijo el orpo que los había recibido.
“Tengo la impresión de que fue el mismo individuo que mató a Emma Brandt.”
La mujer estaba desnuda y parecía estar flotando en una nube de sábanas ensangrentadas. Tenía el rostro ladeado hacia la derecha y una herida de seis centímetros en el cuello, pero la habitación estaba en orden y en apariencia no se habían robado nada.
El forense, que entró sin saludar, le dio la razón a Meyer.
“Es el mismo tipo, sin duda. La voy a abrir, pero el reporte será idéntico al caso anterior.”
La única diferencia, pensó Meyer, era que Emma Brandt se había muerto con los ojos abiertos, mientras que Gertrud Frei parecía estar dormida.
“Ulrich —dijo el forense— una serie de fotografías y nos vemos a las seis de la tarde.”
Ritter llamó al orpo con un grito destemplado.
“Cuando llegue el juez instructor le dices que no tuve tiempo de esperarlo, que haga lo que tiene que hacer y me llame a la oficina.”
Los vecinos, que se habían congregado en la puerta del edificio, se identificaron con sus credenciales del partido y Ritter los llevó al vestíbulo para interrogarlos.
“Guarden las malditas credenciales para el día que los visite la Gestapo. A la Kripo no podría interesarle menos si pertenecen a la iglesia de Hitler o a la iglesia de Stalin. Estoy seguro de que ninguno de ustedes me va a decir la verdad. ¿Quién encontró el cadáver?”
Fue un interrogatorio breve. Ritter hizo las preguntas y Meyer fue anotando las respuestas en su libreta de campo mientras los vecinos se arrebataban la palabra para hacer el elogio de la difunta y mostrarse indignados por lo que le había sucedido.
“Es horroroso —dijo la conserje— ayer me informó que le habían dado un ascenso en el trabajo. ¿Qué hacía? No tengo idea, pero le juro que era una mujer irreprochable. Hagan algo. No permitan que el asesinato quede impune.”
Al salir del edificio, mientras recorrían la Wilhelmstrasse, Ritter le dijo que tenían que visitar a los Antonescu para cobrarles la renta del mes.
“Estoy seguro —dijo Meyer— de que el autor del segundo homicidio…”
“Tienes razón, es el mismo tipo. Lo vi desde el principio, lo que viene a echar por tierra la hipótesis de que a Emma Brandt la mató un inquilino de su edificio. Es un cazador solitario, un violador compulsivo. No me extrañaría que lo vuelva a hacer en las próximas semanas. ¿Te imaginas, darle una cuchillada en la garganta a una mujer en el momento en que te la estás cogiendo?”
Ritter exhaló una nube de humo.
“Los Antonescu, Bruno, llegaron a Alemania antes de la guerra. Dragos, el jefe de la familia, combatió en el Somme y recibió la Cruz de Hierro. Tiene un negocio de usura y juego ilícito que empezó en las orillas de Bernau y hoy en día funciona con la eficiencia de un cronómetro suizo. Vittorio Galeotti y Brendan O’Banion están convencidos de que los Antonescu han violado en forma sistemática el Pacto del Bristol y han empezado a invadir las áreas que les corresponden a ellos.”
Al llegar a la Torkelstrasse, que estaba llena de terrenos baldíos y construcciones abandonadas, Ritter dejó el automóvil frente a la puerta de una bodega y le ordenó que bajara el maletín.
“No esperes nada agradable. Antonescu es un hombre irascible y descortés y se encuentra a distancias galácticas de Vittorio Galeotti.”
Ritter oprimió el timbre y lo dejó sonar hasta que abrió un hombre calvo y robusto que lo saludó con una sonrisa gélida.
“Necesito hablar con Dragos.”
“No está.”
“Mircea, por favor, quedé de verme con tu hermano a esta hora. ¿Va a venir?”
Ritter empujó al hombre y se metió en la bodega.
“Bruno, te presento a Mircea. Mircea, te presento a Bruno. Vamos a la oficina.”
“Es inútil. Mi hermano salió de la ciudad y no me dijo cuándo regresaba.”
La bodega estaba atestada de cajas de lámina, grúas y camiones de carga, pero Meyer no distinguió nada más. ¿Dónde estaban los esbirros de la familia?
“¿Qué diablos es todo esto? —dijo Ritter— ¿El contrabando de este mes o el del mes pasado?”
Mircea Antonescu abrió la puerta de la oficina.
“Lo siento, capitán, pero no estoy autorizado a hablar con usted.”
“¿Dónde está tu hermano?”
“En Colonia.”
“¿Haciendo qué?”
“Negocios.”
“Según mis cálculos más conservadores, Mircea, en esta bodega no hay menos de dos millones de marcos en mercancía ilícita. No es necesario que abras las cajas para saber lo que vamos a encontrar. Zapatos chinos, tapetes indios, lámparas francesas. Me están debiendo cuatrocientos sesenta mil marcos nada más por las casas de préstamo y las casas de juego y todo esto va a entrar a la factura después de que se hagan las estimaciones correspondientes.”
Ritter dio un manotazo en el escritorio.
“¿Tú crees, Mircea, que la Kripo y la Gestapo van a tolerar que la familia Antonescu se reparta el guiso sin respetar los acuerdos del Bristol?”
Ritter se dirigió al fondo de la oficina.
“¿Dónde está la caja?”
“¿Qué caja?” dijo Mircea.
“La caja fuerte, pedazo de imbécil.”
“No va a encontrar nada. Hace unos días le dimos su parte a un agente de la Gestapo y nos dijo que todo estaba en orden.”
“¿Dónde esta la caja?”
“Ya va para largo —dijo Mircea— que nos están explotando y que la Gestapo y ustedes se han dedicado a favorecer a nuestros enemigos.”
“¿Quién está hablando aquí? ¿Tú o tu hermano?”
“Los dos.”
“No estamos favoreciendo a nadie y ustedes llevan mucho tiempo operando en los renglones que no les corresponden. La usura y el juego, correcto. Pero hemos sabido que han empezado a abrir burdeles en Kreuzberg y en Charlottenburg, a traficar con armas y a organizar clínicas de abortos en Schöneberg y Moabit, territorios que les pertenecen a Leclerc y a O’Banion.”
“Según parece —dijo Mircea— se hizo una división a partes iguales en la importación de la droga y hasta el día de hoy todo ha quedado en manos de Galeotti.”
“La droga está sujeta a un régimen diferente. Espero que no tengas ni un gramo de polvo en la puta bodega. ¿Tienes?”
“Ni un gramo.”
“Dile a tu hermano que no voy a permitir que se quede sentado sobre las rentas y que necesito que me entregue mañana los cuatrocientos sesenta mil marcos que nos deben, sin contar lo que se genere de intereses. La Kripo también tiene derecho a obrar como ustedes los usureros.”
Meyer sintió que el aire se había llenado de tensión: los ojos enconados de Mircea Antonescu, la voz autoritaria de Ritter, la silueta difusa de las grúas y las cajas atiborradas de contrabando, todo le hizo pensar que había llegado a un sitio donde podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento.
“Con toda honestidad —dijo Ritter— no vamos a dejar que vuelvan a meterse en los terrenos que no les pertenecen. Cuatrocientos sesenta mil, mañana, que no se te olvide. Y dile a tu hermano que no vuelva a cometer la estupidez de dejarme plantado.”
“No se moleste en venir mañana —dijo Mircea— No le vamos a dar un pfennig hasta que se revisen los acuerdos y podamos seguir operando con un mínimo de equidad. Buenas tardes.”
Ritter, que se puso verde de furia, le dio un puñetazo que se quedó vibrando en la atmósfera sofocante de la oficina. Meyer se tardó una fracción de segundo en ver la pistola, que surgió como una centella frente a los ojos atónitos de Ritter, y luego oyó un disparo y se dio cuenta de que había matado a Mircea Antonescu.
“Rápido —dijo Ritter— mete el coche en la bodega.”
“Capitán…”
“El coche, Bruno, rápido. ¿Qué estás esperando? ¿Que venga la Kripo? Nosotros somos la Kripo.”
Se tardaron unos minutos en cerrar los cajones y los armarios y en lavar la sangre con una jerga y tres cubetazos de agua y luego metieron el cuerpo de Mircea en la cajuela del automóvil y abandonaron la bodega en completo silencio.
Ya estaba atardeciendo cuando llegaron al Kioto de Noche, un restorán de ambiente nebuloso y faroles de cartón donde Ritter pidió dos órdenes de butabara, una ensalada de berros y una botella de sake.
“¿Te doy un consejo, Bruno? No trates de encontrarle explicación a todo. Te lo digo porque estás muerto de miedo. No estamos en un viaje de esparcimiento por los mares del Sur sino en una guerra en la que pueden ocurrir cosas terribles. El sake es una bebida extraordinaria, sabe a rayos y te va a dejar un hoyo en el estómago, pero tiene el poder de afilar los sentidos y mitigar la ansiedad. ¿Cómo te sientes?”
Meyer tomó un sorbo de sake.
“Tranquilo —dijo Ritter— Otro sorbo. ¿Cómo te sientes?”
“Lo primero que vi fueron los ojos de Mircea. Luego vi la pistola, oí un tiro y me di cuenta de que le había disparado. Acabo de cometer un homicidio.”
“¿Hubieras preferido que nos matara a los dos?”
Ritter se acabó la butabara, pidió otra orden y se la acabó a fuerza de sake y pan de soya.
“Dragos Antonescu se va a dedicar los próximos días a buscar a su hermano.”
“¿Qué va a suceder?” dijo Meyer.
“Nada. Lo primero que va a pensar es que lo secuestró alguno de sus enemigos.”
Era cierto: el sake tenía el poder de afilar los sentidos y mitigar la ansiedad y Meyer se tomó dos copas seguidas, pero no tuvo ganas de probar la butabara.
“Dragos Antonescu va a pensar que la desaparición de su hermano está relacionada con usted.”
“¿Qué le dirías?”
“Que fuimos a cobrarle y nadie nos abrió la puerta.”
“Y a renglón seguido le voy a hacer una reclamación airada por el dinero que nos debe y lo voy a amenazar con denunciarlo con Galeotti y O’Banion por el cinismo con que se ha dedicado a invadir los corrales ajenos.”
El señor Tanaka, que los había recibido con una sonrisa, los acompañó a la puerta y les regaló dos botellas de sake.
“Capitán, un honor. ¿Su hijo?”
“Bruno Meyer, detective. Mi segundo de a bordo.”
“Detective, encantado. ¿No le gustó la comida?”
Al llegar a la Unter den Linden, que estaba inundada de coches y peatones, Meyer miró de reojo las estatuas de la Facultad de Derecho y se acordó del rostro severo del profesor Schünzel y de las cosas que habían discutido el día que se despidió de las aulas, pero no fue sino al cruzar la Puerta de Brandeburgo cuando tomó conciencia de que habían pasado media hora circulando por las calles más concurridas de Berlín con un muerto en la cajuela. Estaba haciendo mucho frío, pero la frente se le había cubierto de sudor y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que Ritter descubriera que le estaban temblando las manos.
Ritter se detuvo en la parte más aislada del Landwehrkanal y abrió la cajuela.
“Ayúdame.”
En vida, Mircea Antonescu había tenido la apariencia de un búfalo, pero en el momento en que empezó a levantarlo sintió que la muerte lo había despojado de toda sustancia humana para convertirlo en una bolsa de huesos. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el brazo izquierdo y un tigre bicéfalo en el derecho: un tatuaje de colores vivos que le dejó una impresión indeleble.
Ritter le ordenó que lo pusiera en el borde del parapeto y lo empujó con suavidad.
“El cuerpo de Mircea se va a tardar un par de horas en llegar a la confluencia del Havel y el Spree y necesitará otra hora, cuando mucho, para desembocar en el mar del Norte.”
Ritter encendió el radio y mientras volvían a la Unter den Linden se quedaron oyendo una ópera de Mozart.
“¿Te llevo a tu casa?”
“Ya no vivo en mi casa.”
“¿Dónde vives?”
“En la Gutenbergstrasse.”
“¿Te peleaste con tu mamá?”
“Con mi mamá. Con mis hermanos.”
“¿Salí a relucir?”
“Para nada.”
Al llegar a la Gutenbergstrasse, que estaba desierta, Ritter apagó el radio y encendió un Zodiac.
“¿Dónde guardaste el dinero?”
“En un cajón.”
“¿Bajo llave?”
“Bajo llave.”
“Te aconsejo que abras una cuenta en un banco. No puedes seguir acumulando billetes sin que te los roben el conserje o la sirvienta.”
“No tengo sirvienta.”
“¿Qué número?”
“Treinta y dos, tercer piso.”
“No pasó nada, Bruno. A partir de hoy dejaste de ser un aficionado para convertirte en un profesional.”
No acababa de entrar al edificio cuando oyó el aullido de una sirena y se dio cuenta de que la calle se había llenado con un enjambre de soldados que se habían formado junto a una hilera de camiones y reflectores. Meyer arrojó la botella de sake en un bote de basura y se dirigió al lugar de la conmoción.
Era el mismo dispositivo militar que había masacrado a los comunistas en la Glorieta Westfalia: dos patrullas de orpos, una escuadra de las SS y una docena de adolescentes vestidos con los uniformes de las Juventudes Hitlerianas. La banqueta se había llenado de gritos y fusiles y se tardó un instante en distinguir a los hombres, las mujeres y los niños que se habían quedado inmóviles frente a la puerta de un edificio que se encontraba en el tramo final de la Gutenbergstrasse.
“¿Qué sucede?” dijo Meyer.
“¿Quién putas eres tú?”
“Meyer, Bruno. Kripo. ¿Qué sucede?”
El oficial de las SS miró la credencial y siguió filmando la escena con una Agfa que producía el ruido de una cañería oxidada.
“Judíos.”
“¿Cómo te llamas?”
“Ollendorff, Max. Los están sacando para llevarlos a otro sitio.”
“¿A dónde?”
“El norte, el sur, a todas partes. ¿Qué andas buscando?”
“Un testigo.”
“¿De qué?”
“Un homicidio.”
Los oficiales de las SS empezaron a llevar a los detenidos a los camiones y le ordenaron a los integrantes de la Juventudes Hitlerianas que pusieran las valijas en las furgonetas que habían estacionado a un lado de las patrullas.
“Se ve mejor desde aquí —dijo el camarógrafo— Asómate.”
Meyer se asomó al visor de la Agfa y observó los rostros lívidos de los hombres y los ojos aterrados de las mujeres y los niños que iban desfilando bajo la luz de los reflectores.
“¿Lo viste?”
“¿A quién?”
“A tu testigo.”
“Tendría que acercarme.”
“Ya acabaron. Sígueme.”
Meyer abordó el Opel del camarógrafo en el momento en que la comitiva abandonaba la Gutenbergstrasse. Eran las once de la noche y las calles estaban desoladas, lo mismo que los tramos iniciales de la Unter den Linden.
“Eres muy joven para estar en la Kripo —dijo Ollendorff— ¿Qué grado tienes?”
“Detective.”
“Yo apenas llego a sargento y no te llevo menos de diez años.”
Meyer señaló la Agfa.
“Estamos obligados a dejar constancia de las detenciones —dijo Ollendorff— las películas se revelan en el laboratorio de la corporación y se van al Ministerio de Propaganda y a la cancillería.”
“Es la primera vez que lo veo.”
“No me extraña. Berlín es un avispero y nadie se da cuenta de nada. Está ocurriendo lo mismo en todo el país. ¿Cuánto ganas?”
“Trescientos.”
“Yo no llego ni a la mitad y tengo esposa y dos niños. ¿Y tú?”
“Soltero.”
“¿Cómo me dijiste que te llamas?”
“Bruno.”
“No sabes cómo te envidio, Bruno.”
La comitiva atravesó la Puerta de Brandeburgo y enfiló hacia el Spree, el Tiergarten, la Opernplatz y en menos de veinte minutos llegaron a la estación de Anhalter. Había camiones por todas partes, escuadras de las SS, cachorros de Hitler, que iban de un lado a otro arreando a los detenidos hacia las plataformas de acceso. No eran menos de mil judíos los que estaban esperando su turno en los andenes, que se habían hundido en un remolino de abrigos y maletas arrastradas.
Meyer se acercó a Ollendorff.
“Va a ser difícil encontrar a mi testigo, pero tengo que intentarlo. Gracias, Max. El día que necesites algo puedes buscarme en la guardia de agentes de la Kripo.”
Meyer se abrió paso entre los orpos y las SS enseñando su credencial a izquierda y derecha. Olía a sudor y ropa vieja y durante unos minutos se dedicó a caminar a lo largo de los andenes, hasta que los ferrocarriles empezaron a moverse con un estrépito de fierro y chorros de vapor y vio que todas las plataformas estaban llenas de letreros: Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald, Ravensbrück.
La Gutenbergstrasse, a donde llegó media hora después, estaba sumida en la penumbra y no había ningún rastro de la ropa y las valijas que los judíos habían llevado a lo largo de la banqueta para subirlas a los camiones. Antes de entrar al edificio se dirigió al bote de basura, buscó la botella de sake y se la metió en el bolsillo de la gabardina.
Meyer dejó la credencial y la Luger en la mesa de la entrada, se dejó caer en el sofá y se puso a beber un sorbo tras otro hasta que empezó a flotar en una nube de vapor que no hizo más que agravar el sentimiento de culpa que había experimentado en los andenes de Anhalter. ¿Quién soy, dónde estoy, qué mierdas está ocurriendo en Alemania? Un poco después de la una se metió a la cama temblando de zozobra y antes de apagar la luz se dio cuenta de que estaba condenado por el resto de su vida a llevar sobre la espalda el cadáver de Mircea Antonescu.