Читать книгу Las puertas del infierno - Manuel Echeverría - Страница 5

Оглавление

2

Los primeros días no encontró nada. El archivo era un pozo sin fondo donde los homicidios, las violaciones y los atracos habían perdido sus relieves originales de crueldad para convertirse en una sucesión infinita de actas borrosas y fotografías repugnantes. Meyer se quedó atónito cuando empezó a examinar los primeros expedientes que se llevó a su escritorio: una colección aterradora de mujeres apuñaladas, rostros desfigurados y charcos de sangre.

Algunos de los muertos parecían estar vivos y miraban el ojo de la cámara con un gesto de asombro. Otros, en especial los más viejos, se habían ido del mundo sin darse cuenta y daba la impresión de que las fotografías los habían perpetuado en un limbo de armonía donde la vida seguía su curso a espaldas de los desalmados que les habían dado un tiro en la espalda o un martillazo en el cráneo.

La mayor parte de las habitaciones estaban envueltas en una atmósfera de rapiña: cajones abiertos, roperos saqueados, cómodas y tocadores descoyuntados. Las otras habitaciones se hallaban sumidas en un ambiente de placidez donde el cuerpo exánime de la víctima era el único testimonio de que alguien había atentado contra el orden natural de las cosas.

Alguna vez había tenido que abandonar el escritorio y correr al baño para vomitar el desayuno. Se rehacía en tres minutos, tomaba un sorbo de agua y volvía a la tarea de seguir escarbando en los expedientes hasta que llegaba la hora de regresar a la calle y se dirigía al elevador para tomar un respiro. Comía en una cervecería de la Browningstrasse, rodeado de oficinistas y empleados municipales, y luego regresaba a la Kripo y se hundía de nuevo en las cloacas del archivo.

En muchas ocasiones, temiendo por su equilibrio emocional, había estado a punto de abandonar el trabajo sin avisarle a Kruger, pero el jueves de la segunda semana logró redactar un reporte sobre un doble homicidio que había sido perpetrado cinco años antes en una de las calles más populosas de Schöneberg.

Meyer firmó el reporte, rotuló un sobre y lo llevó a la guardia de agentes, que estaba llena de humo y escritorios de fierro y hombres atareados. Algunos de ellos estaban hablando por teléfono, otros, que se habían quitado el saco y llevaban la camisa arremangada, se habían hundido en la lectura de un expediente o estaban hojeando las páginas del Morgenpost, el Angriff o el Tageblatt, los diarios más leídos de Alemania.

“Buenos días. Necesito entregarle un reporte al capitán Hugo Ritter.”

La secretaria, que estaba escribiendo a máquina, lo miró de reojo.

“El capitán Ritter salió hace un rato. Anote su nombre y la hora y deje el sobre en la bandeja.”

¿Dónde estaba el escritorio que había ocupado su padre? ¿Quiénes habían sido sus amigos, quiénes iban con él la noche que lo mataron? La Kripo, Bruno, le había dicho el teniente Kruger, es una segunda familia para nosotros, pero la gelidez del ambiente y el tono impersonal del trabajo le hicieron pensar que no había visto jamás un lugar que se encontrara tan alejado de la idea de la fraternidad humana.

Pasó el resto del día sumergido en los expedientes que había empezado a leer la tarde anterior. Un fraude cuyo responsable se esfumó sin dejar rastro. Un secuestro en las inmediaciones del Tiergarten, un atraco en una sucursal del Standardbank que había dejado un saldo de tres muertos y dos heridos y un boquete de ochenta mil marcos que se desvanecieron como una nube de humo antes de que una brigada de orpos hubiera llegado para tomar nota del incidente.

A la hora de la comida se dirigió al departamento administrativo, cobró su primera quincena y pensó que su padre se hubiera sentido orgulloso de los sacrificios que estaba haciendo para enfrentar las necesidades de la familia. Había terminado por acostumbrarse a las imágenes de violencia que poblaban los expedientes, pero no logró vencer la repulsión que le causaban las fotografías de las autopsias, donde los médicos forenses habían destazado los cadáveres con una saña que dejaba muy atrás la ferocidad de los homicidas más encarnizados.

Esa tarde, mientras iba de pasillo en pasillo buscando casos promisorios, se acordó de las aulas bulliciosas de la Facultad de Derecho y sintió un flechazo de nostalgia como no había experimentado desde la mañana en que se despidió del profesor Schünzel con la certeza de que acababa de cerrar una puerta que no volvería a abrir por el resto de sus días.

Ya estaba por salir del archivo cuando oyó el ruido del elevador. No llevaba menos de tres semanas encerrado en el sótano y no había recibido ninguna visita, salvo la del mozo que solía llegar al atardecer para llevarse los expedientes descartados y someterlo a una perorata desagradable sobre el costo de la vida y las migajas que le pagaba la Kripo.

Por un instante pensó que el teniente Kruger había bajado a saludarlo, pero unos segundos después oyó unos pasos resonantes que iban avanzando como una aplanadora por el pasillo central.

“¡Bruno! ¿Dónde coños estás?”

Meyer cerró los cajones del escritorio y se levantó para recibir al visitante: un hombre alto, canoso y fornido que tenía la apariencia invulnerable de una roca.

“Bruno, por el amor de Dios. ¿No te acuerdas de mí? Soy Hugo Ritter.”

Durante unos segundos no acertó a decir una palabra. Ritter, que lo estaba mirando con una expresión risueña, se acercó para darle un abrazo y una palmada en la mejilla.

“Disculpe —dijo Meyer— pero no recuerdo haberlo visto nunca. Hoy en la mañana le llevé un reporte. ¿Lo leyó?”

Ritter observó con desdén las lámparas de cobre y las paredes cubiertas de salitre y volvió a abrazarlo de una forma tan vigorosa que Meyer sintió que le iba a romper las costillas.

“No puedo creerlo. ¿Cómo llegaste aquí?”

“Es una historia muy larga…”

Ritter lo llevó al elevador.

“Estoy de acuerdo. Es una historia tan larga que no vamos a dejar de hablar durante los siguientes veinte años.”

Era demasiado tarde para comer y demasiado temprano para cenar y el Castillo Bávaro estaba casi desierto, pero Ritter animó el restorán con las órdenes y las carcajadas que fue soltando para azuzar a los meseros y remontarse a la época lejana en la que Ludwig Meyer y Hugo Ritter se convirtieron en los mejores amigos del mundo.

“Salud, Bruno, y olvídate del archivo. A partir de hoy te vas a convertir en mi asistente. ¿Cómo fuiste a parar a ese agujero de mierda en lugar de buscarme desde el primer día?”

Meyer tomó un sorbo de schnapps.

“No lo busqué, señor, porque mi padre no me hablaba de su trabajo ni las personas que frecuentaba.”

“El día del funeral te dije que había sido el mejor amigo de tu padre y que podías contar conmigo en todo momento.”

“No me acuerdo, disculpe. Había mucha gente y estaba desolado.”

“Yo también. Ludwig era un detective formidable y el único amigo que tuve en la vida. Nos conocimos en los cuarteles de Rostock y luego combatimos juntos en Verdún y regresamos hechos pedazos para enfrentarnos a un país devastado por la derrota y los costos de la guerra.”

Ritter lo miró a los ojos.

“¿Sabes por qué estamos aquí? Estamos aquí, Bruno, porque una madrugada de 1916 la artillería francesa empezó a golpearnos con tanta violencia que la sexta compañía bajo el mando del coronel August von Halter salió despavorida y buscó refugio en los sitios más absurdos: sótanos, establos, casas deshabitadas. Tu padre y yo nos escondimos en la trastienda de una farmacia derruida hasta que llegó una patrulla de franchutes y empezaron a registrar el lugar con linternas y bayonetas caladas.”

Ritter hizo una pausa.

“Nos descubrió un sargento rubio, delgado, jamás lo olvidaré. Nos apuntó sin mayor averiguación y soltó una ráfaga de ametralladora. Tu padre apareció de pronto en el fondo de la farmacia, le dio un tiro en la cabeza y me llevó en vilo a una calle desierta, abrió a patadas una puerta de fierro y me arrojó sobre una cama revuelta. Volvió a la farmacia, buscó una botella de alcohol, vendas y algodón y regresó para atender el balazo que me habían dado en el hombro. Mira.”

Ritter se abrió la camisa y le enseñó un costurón de diez centímetros.

“Por eso estamos aquí, Bruno, por los huevos inmensos de tu padre y su espíritu de guerrero teutón. Esa noche nos hicimos hermanos y no volvimos a separarnos hasta que una banda de mafiosos nos acorraló en una bodega de Wedding y nos dieron otra dosis de la medicina que los franceses nos habían dado en Verdún. Hice lo imposible, te lo juro, pero cuando me acerqué al lugar donde había caído tu padre ya era demasiado tarde y no pude corresponder a lo que hizo por mí veinte años antes.”

Ritter ordenó la cena y una botella de vino.

“Hace un rato, cuando te vi, me acordé de todo y descubrí que la vida me había dado una segunda oportunidad para encontrarme con Ludwig Meyer. ¿Sabes quién te llevó a la Kripo?”

“La mala suerte.”

“No —dijo Ritter— El destino.”

Ritter pidió un postre de frambuesas bañadas en crema de vainilla y observó con indiferencia a la clientela del Castillo Bávaro.

“El reporte que me llevaste a la guardia de agentes está lleno de observaciones acertadas. Lo malo, mi viejo, es que ya pasaron muchos años y es imposible seguir trabajando en las indagaciones muertas sin correr el riesgo de descuidar las indagaciones vivas. Sería un derroche de tiempo y recursos que de ninguna manera nos podemos permitir. ¿Cómo entraste a la Kripo?”

Meyer le contó lo que había sucedido desde la mañana en que se vio forzado a abandonar la Facultad de Derecho.

“Fui al edificio y le presenté una solicitud de trabajo al jefe de personal.”

“¿Se enteró de que eras hijo de Ludwig Meyer?”

“De inmediato.”

“¿Se enteró de que estabas estudiando derecho?”

“Por supuesto.”

“Salud, Bruno, hay que aprovechar los buenos momentos, porque todos los días se vuelven más escasos. Ernst Kruger es un imbécil por los cuatro costados. Es inaudito que te haya recibido en la institución para darte un trabajo tan ridículo y humillante. No se te ocurra volver al sótano. Mañana le hacemos una visita y ponemos las cosas en su sitio.”

“El teniente Kruger me trató con mucha cortesía y me apena que vaya a pensar que fui a quejarme con usted.”

Ritter lo llevó a la puerta del Castillo Bávaro, donde se quedaron mirando el tráfico denso de la Unter den Linden hasta que un mesero les entregó las llaves del automóvil.

“¿Quieres que te lleve a tu casa?”

“Gracias. Prefiero caminar.”

“El hecho de que Kruger te haya tratado con cortesía no significa nada. Te ofreció el peor trabajo de la Kripo para salir del paso y no tuvo la delicadeza de darte el lugar que te mereces. Un muchacho como tú, inteligente, responsable, sin contar que eres hijo de Ludwig Meyer. ¿Cuánto vas a ganar?”

“Cien marcos.”

Ritter soltó una carcajada.

“Cien marcos los gana una secretaria, un oficinista de segunda, el jefe de los mozos. Cien marcos te los puedo dar yo sin necesidad de que vayas al maldito sótano. Punto final. Te espero mañana a las nueve en la guardia de agentes. Vete haciendo a la idea de que de aquí en adelante vas a trabajar con el hermano de tu padre.”

Meyer se despidió de Ritter y se puso a caminar junto a lo árboles de la Unter den Linden. Le había impresionado la autoridad que irradiaban las facciones angulosas de Ritter, pero nada le intrigó tanto como la idea de que había sido amigo íntimo de su padre y que tenían una historia de heroísmo y fraternidad de la que no se había enterado nunca. Meyer tomó un tranvía en la esquina de la Hindenburgstrasse, se bajó a tres cuadras de su casa y se fue a dormir sin darle las buenas noches a su madre y a sus hermanos, que lo vieron pasar como una sombra y perderse en el fondo del corredor.

Al día siguiente, al abrir los ojos, recordó lo que Hugo Ritter le había dicho en las puertas del Castillo Bávaro y pensó que su estancia en la Kripo iba a terminar de la peor manera. No tenía el menor deseo de volver al archivo, pero le inquietaba mucho acatar las instrucciones de Ritter y verse envuelto en un acto de indisciplina que lo pondría en una situación insostenible con el jefe de personal.

Era verdad: cien marcos era una suma ridícula para remunerar el trabajo de un archivista (para no hablar de un archivista que podía recitar los capítulos más sobresalientes del Código de Justiniano), pero cien marcos, por otro lado, eran mejor que nada y habían empezado a restablecer el equilibrio económico de su familia.

No había olvidado la vehemencia con que Ritter le habló de la amistad entrañable que llevó con su padre y la emoción con que le narró el episodio de Verdún, al grado que en algún momento logró imaginar la atmósfera borrascosa de la farmacia donde Ludwig Meyer había matado a sangre fría a un sargento francés para rescatar a Ritter de una muerte segura.

Lo demás se quedó hundido en una nube de impresiones fragmentarias: los ojos de Ritter, que se llenaron de lágrimas cuando le habló de la noche en que Ludwig Meyer fue abatido por un grupo de forajidos en una bodega de Wedding. La nostalgia (atizada por el vino que se acabó sin ayuda de Meyer) con que le habló de la forma en que él y su padre ingresaron a la Kripo y las aventuras que protagonizaron brazo con brazo hasta que el hampa de Berlín terminó con la amistad entrañable que llevaron durante más de veinte años.

Meyer se acordó de la rudeza de Ritter, que había tratado a los meseros como si fueran esclavos, la avidez con que se abalanzó sobre la sopa de alubias y las escalopas de ternera antes de pedir que le llevaran una segunda ración, la arrogancia con que pidió una botella de champaña para brindar con el retoño de su “hermano de esta vida y de la otra”, los gritos, las carcajadas, la forma incivil en que miraba a la concurrencia del restorán y los comentarios insolentes que hizo sobre las tetas de la muchacha que estaba cenando a tres metros de la mesa, la hipocresía de los vejestorios que iban a los restoranes más lujosos de la ciudad acompañados de sus amantes y no salían con sus esposas ni para darle la vuelta al perro, la libertad con que utilizaba las palabras más altisonantes sin temor de ofender a nadie y como si estuviera en una taberna de obreros.

No había olvidado tampoco la rapidez con que lo nombró “hijo adoptivo” y el orgullo con que le habló de las mujeres que lo esperaban con las piernas abiertas en los burdeles de Berlín, donde su padre había dejado un recuerdo imborrable, un garañón, muchacho, espero que hayas nacido con la misma fibra sexual de tu viejo y los mismos huevos de gladiador romano, hay un mundo de historias que te van a dejar pasmado.

“Es posible que hayas aprendido cosas muy interesantes en la Facultad de Derecho, pero la vida, mi viejo, la verdadera vida, empezarás a verla cara a cara mañana a las nueve de la mañana.”

Meyer se acordó de que Ritter se había manchado la corbata mientras devoraba la cena y que salió del restorán sin despedirse de los meseros ni pagar la cuenta.

Una hora después, al llegar a la Kripo, miró los barandales del segundo piso y descubrió que Hugo Ritter lo había colocado ante un dilema irresoluble, pero no había llegado al elevador para dirigirse al archivo cuando sintió que alguien lo tomaba del brazo.

“¿Escrúpulos de última hora? —dijo Ritter— De ningún modo, faltaba más.”

Luego, sin añadir otra cosa, lo llevó a la guardia de agentes para presentarlo con los “hombres más bragados de Alemania”, que se acercaron para saludar de mano y envolver en una nube de sonrisas y palmadas al primogénito de nuestro inolvidable Ludwig Meyer.

“Despierta, Bruno, te estoy presentando a tus compañeros y amigos de aquí en adelante y por el resto de la vida.”

Ritter lo llevó de escritorio en escritorio para que saludara a los demás detectives y luego llamó a un auxiliar del servicio forense y le ordenó que sacara una fotografía para conmemorar el día en que Ludwig Meyer regresó del más allá para reintegrarse a las filas de la Kripo.

“No lo van a creer, pero Bruno sabe más de derecho que el presidente del Tribunal Supremo.”

“Bienvenido, Bruno —le dijo uno de los agentes— te garantizo que te vas a sentir como en tu propia casa.”

La siguiente escala fue menos agradable. El teniente Kruger se levantó con un movimiento repentino cuando los vio entrar y por un instante fue incapaz de decir una palabra.

“Hugo, Bruno, qué sorpresa.”

“Es inconcebible —dijo Ritter— lo que has hecho con este pobre muchacho. ¿El archivo muerto? ¿Dónde tenías la cabeza? ¿No sabías que es hijo de Ludwig Meyer? ¿No te informó que está cursando el tercer año en la Facultad de Derecho?”

Ritter señaló la fotografía de Hitler que se encontraba colgada en una de las paredes.

“Estamos al borde de la guerra y no podemos tratar con la punta del pie a nuestros mejores hombres. ¿Cien marcos al mes por escarbar en las inmundicias del archivo?”

Kruger tardó unos segundos en responder.

“Hugo, te lo juro, es una cosa temporal. Yo mismo le dije al muchacho que le iba a dar algo más interesante a la primera oportunidad.”

“Así es —dijo Meyer— le suplico que me perdone, pero el capitán no me dio a elegir.”

“Cállate” dijo Ritter, y señaló a Kruger con un dedo calibre 45.

“En este momento, sin excusa ni pretexto, das de alta a Bruno como asistente de tu seguro servidor y le asignas el salario y los beneficios correspondientes. No se te ocurra mencionar el asunto con el subdirector general, porque yo mismo le voy a informar del movimiento y de la torpeza con que estás manejando esta oficina. ¿Qué esperas, Bruno? Ya nos fuimos.”

Meyer se aproximó al escritorio.

“Le ruego, teniente, que me absuelva de lo que acaba de suceder.”

“No te preocupes. Ritter tiene conexiones importantes con la plana mayor y no hay nadie que pueda pisarle la sombra.”

“¡Bruno! —gritó Ritter— te dije que ya nos fuimos.”

“Si usted me permite…” dijo Meyer.

“Adelante, muchacho, buena suerte. Ritter es un gran detective, pero está lleno de secretos peligrosos y lados oscuros. Espero que sepas lo que estás haciendo.”

Ritter, que lo estaba esperando en el fondo del corredor, lo tomó del brazo.

“Te dijo que soy un hijo de puta. ¿No es cierto?”

“Al contrario.”

“Te dijo que te había sacado de un trabajo sencillo y tranquilo para llevarte a las puertas del infierno. ¿No es cierto?”

“Le di las gracias, me deseó buena suerte y nos despedimos como si no hubiera sucedido nada.”

“Kruger tiene las horas contadas. Fracasó como policía, es un desastre como burócrata y va a pasar sus últimos días trabajando en el departamento de seguridad de alguna empresa de segunda o de tercera. Te acordarás de mí.”

Ritter señaló los árboles frondosos de la Werderscher Markt como si fueran suyos.

“Todo está igual que hace veinte años. Las magnolias, las casas, los edificios. Respira hondo, Bruno, disfruta. Hoy empieza la etapa más trascendental de tu vida.”

Acababan de dar las once de la mañana y las calles estaban atestadas, pero Ritter atravesó como una flecha la Unter den Linden sin respetar carriles ni semáforos y en menos de media hora llegaron a las inmediaciones del bosque de Grunewald.

“Quizá no lo sabes, pero hace doscientos años Federico el Grande tenía un castillo maravilloso en este lugar. El resto de la corte vivía como una familia feliz y todos los domingos se organizaban paseos campestres y cacerías de liebres con la asistencia de los hombres más poderosos de Alemania.”

Ritter sacó una Luger y le pidió que hiciera una ronda de disparos sobre el tronco de un roble que se encontraba a diez metros de distancia. Temblando, con la boca seca, Meyer apretó el gatillo, dos, tres, cinco veces. Otra vez, dijo Ritter, con el cuerpo sesgado y la pistola a la altura del cinturón, hasta que la Luger se quedó vacía y el aire se llenó con el olor amargo de la pólvora.

“Acabas de disparar una pistola sagrada, la misma que utilizó tu padre durante sus años de servicio y que yo guardé en mi escritorio como un símbolo de los peligros que enfrentamos juntos. Es el mismo fierro con el que mató a Fritz Egger, el tigre de Charlottenburg, y a Wilhelm Bauer, el violador del distrito de Lichtenberg y a los hermanos Breitner, que se hicieron famosos por la facilidad con que desvalijaban los bancos más impenetrables de Berlín.”

Ritter lo miró con un gesto solemne.

“Besa la pistola y prométele a tu padre que te vas a hacer digno de ella.”

Meyer besó la pistola y se acordó de los ojos intensos de su padre y los domingos que lo había llevado al Gesundbrunnen para ver los partidos del Hertha Berlín y la alegría que le produjo enterarse de que su primogénito había ingresado a la Facultad de Derecho.

“¿Quién se quedó con la credencial?” preguntó Ritter.

“Yo.”

“¿Está en un lugar seguro?”

“En una caja de metal que puse en el escritorio de mi cuarto.”

“Será necesario que te la eches en el bolsillo. Los trámites de tu ingreso a la Kripo pueden tardar varias semanas y no quiero que andes desamparado de aquí en adelante. Empezamos mañana. Toma el resto del día para recoger lo que hayas dejado en el archivo y no olvides que acabas de ingresar a la Kripo por la puerta de honor.”

Las puertas del infierno

Подняться наверх