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El 14 de marzo de 1938, a las siete de la mañana, Bruno Meyer recordó que en menos de dos horas se vería forzado a tomar una decisión que le iba a dar un vuelco irremediable a su vida. Era un lunes frío y brumoso y por unos segundos permaneció inmóvil bajo las sábanas mientras la habitación empezaba a surgir de la penumbra envuelta en un olor de humedad y el murmullo turbulento de Berlín, que lo fue siguiendo como un ave de mal agüero hasta que llegó al baño y se metió a la regadera.

Desayunó lo de siempre: jugo de naranja, dos rebanadas de pan con mermelada y una taza de café sin azúcar. La casa, que estaba en completo silencio, se fue llenando de memorias ingratas a medida que atravesaba el corredor y la sala de muebles apolillados donde había crecido con sus hermanos, dos nazis de quince años, y su madre, una mujer irascible que estaba peleada con el mundo y no dejaba pasar una ocasión sin quemarle incienso a Hitler y hablar pestes de su difunto esposo.

Meyer recogió su portafolios y al cruzar el patio sintió un latigazo de viento helado que parecía venir de las estepas de Siberia. De un lado a otro, hundido en el resplandor moribundo del invierno, se distinguía el mismo paisaje de casas destartaladas y edificios decrépitos donde había pasado los últimos meses luchando con los demonios de la soledad y las obsesiones y los enigmas que le heredó su padre.

Al llegar a la Schumannstrasse compró la edición matutina del Morgenpost, abordó el tranvía y se refugió en el asiento más aislado, donde encendió un cigarro y leyó con indignación los editoriales dedicados a celebrar la noticia que había difundido la radio: los austriacos, uno de los pueblos más cultos y civilizados de Europa, se habían lanzado a la calle para recibir con flores y gritos de júbilo a las tropas de la Wehrmacht, que el sábado a mediodía entraron a Viena con tres divisiones blindadas para invadir el país y devolverlo al seno de Alemania.

El periódico estaba lleno de fotografías y reseñas exaltadas: filas interminables de patriotas saludando con los brazos en alto a los vengadores del honor nacional. “El retorno de la dignidad”, “El principio de una era de progreso y felicidad”, decían los artículos más fervorosos, pero ninguno de ellos hacía referencia al precio de la anexión ni se mencionaba en ningún sitio que a partir de ese momento los austriacos se verían obligados a vivir bajo el puño férreo del régimen más despótico de la historia.

Meyer abandonó el tranvía en las inmediaciones del Tiergarten y se dirigió al pórtico de cantera donde se encontraba la Facultad de Derecho de la Universidad de Berlín, que tenía la apariencia majestuosa de una catedral y estaba llena de columnas griegas y estatuas de mármol. El vestíbulo, que era enorme, lo envolvió como un remolino de electricidad: la planta baja, los pasillos, la biblioteca, todo estaba inundado de energía intelectual y sueños ajenos. Meyer observó con melancolía las aulas del segundo piso y se imaginó al doctor Schlegel pasando lista de los alumnos de Derecho romano. ¿Dónde estaba Bruno Meyer? ¿Por qué no había llegado con su puntualidad habitual?

Al entrar a la primera rotonda, que estaba decorada con vitrales y cuadros antiguos, saludó al jefe de la intendencia y se dirigió a las oficinas que se encontraban en la sección menos visitada del edificio, donde tomó una bocanada de aire y se quedó mirando las puertas herméticas y los faroles de bronce donde trabajaban los juristas más prestigiosos de Alemania.

Robert Schünzel, su tutor de ese año, lo miró con desconcierto. Era un hombre alto, delgado, de cuarenta años florecientes y llevaba un traje impecable y una corbata italiana que no podía costar menos de cincuenta marcos. Era el profesor más joven de la facultad, y el más rico, no sólo por el dinero que había ganado en el ejercicio de la profesión sino por las inversiones que había hecho en la bolsa de valores, manejando con una destreza extraordinaria la fortuna de su mujer, la condesa Von Waldeck, prima del barón Thyssen Bornemisza, el fabricante de acero más importante del país y explotador insaciable de veinte mil esclavos que trabajaban sin descanso en las minas del Sarre.

“Nuestra cita —dijo Schünzel— era para mañana a las diez. Tu clase de Derecho romano empezó hace quince minutos. ¿Qué estás haciendo aquí?”

Meyer le respondió con las mismas palabras que había memorizado la noche anterior, mientras luchaba con el insomnio y el impulso de arrojarse por la ventana.

“Vine para darle las gracias. Mi familia está pasando por una época difícil y no tengo más remedio que abandonar la escuela.”

Schünzel se quedó perplejo.

“¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? Estamos hablando de los próximos cincuenta años de tu vida. No puedes tirar a la basura la oportunidad de convertirte en abogado.”

La oficina, que estaba tapizada de textos jurídicos, tenía un ventanal orientado hacia el jardín de la facultad, un oasis de árboles frondosos donde solía discutir con sus compañeros sobre los altibajos de la política internacional y las atrocidades que el gobierno empezó a cometer desde la mañana en que los alemanes perdieron la brújula de la historia y el Partido Nacionalsocialista ganó la mayoría de escaños en el Reichstag.

Estaba seguro de que algunos de sus condiscípulos simpatizaban con Hitler y que no tardarían en sumarse a las legiones de arribistas que habían tomado por asalto las oficinas públicas. Beck, que tenía una memoria prodigiosa y una vez amenazó con romperle el alma si no aceptaba que el Derecho natural era la fuente del Derecho positivo. Schmith, que odiaba a su padre y a su madre y tenía la costumbre de emborracharse en los mejores burdeles de la ciudad. Dresdner, un muchacho desgarbado que hablaba con la soberbia de un filósofo platónico y era el único que se atrevía a polemizar con los profesores del doctorado. No había intimado con ninguno de ellos pero estaba convencido de que le bastaría atravesar por última vez el umbral de la facultad para extrañarlos a todos.

“Absurdo —dijo el profesor Schünzel— Eres el alumno más brillante de tu generación y es una lástima que le des la espalda a los libros. Anoche terminé de leer tu monografía sobre Heller y debo reconocer que, con excepción de algunos detalles, no hubiera vacilado en firmarla.”

“Muy amable, pero necesito hacerme cargo de las deudas que nos dejó mi padre.”

Schünzel arrugó la frente.

“¿Murió?”

“Hace dos años.”

“Lo siento. ¿Qué vas a hacer?”

“Trabajar.”

“¿Dónde?”

“Ningún bufete ha querido contratarme. Piensan que fracasé en la universidad y que no soy gente de fiar.”

“¿Les enseñaste tus calificaciones?”

“Por supuesto.”

Schünzel observó las gárgolas y los arcos de piedra que decoraban uno de los jardines más hermosos de Berlín.

“Estaba seguro de que te convertirías en profesor de esta escuela, juez o magistrado y que el día de mañana acabarías por ingresar al Tribunal Supremo. Hoy, más que nunca, el país necesita hombres como tú.”

Schünzel tomó un sorbo de café.

“Lo que sucedió en Austria no es más que el principio, lo sabes tan bien como yo. Le llamaron Anschluss, unificación, pero nadie ha dicho que fue un acto de fuerza bruta, una anexión perpetrada a espaldas de las normas sagradas del Derecho internacional. Es el peor momento para que abandones las aulas. Hitler no quiere dominar el mundo, quiere destrozarlo y reconstruirlo a su imagen y semejanza. Los abogados, los jueces, los teóricos del Estado. No hay gente con más títulos morales para enfrentar lo que se avecina. Piénsalo.”

“He pasado los últimos meses analizando el problema y no tengo ninguna posibilidad de arreglarlo de otra manera. Me duele mucho más de lo que se imagina.”

Schünzel se acercó para darle un abrazo, un gesto insólito en un hombre que tenía fama de arrogante y miraba a sus colegas y a sus alumnos por encima del hombro.

“Ven a saludarme de vez en cuando y si algún día te arrepientes seré el primero en recibirte con los brazos abiertos.”

“Gracias. Jamás olvidaré sus gentilezas ni la paciencia con que me atendió desde que tuve el honor de conocerlo.”

Meyer atravesó el vestíbulo y se acordó de los rostros intensos de sus compañeros y la voz solemne de sus profesores. Nemo auditur propriam turpitudinem allegans, había dicho Ulpiano; la validez de una norma jurídica deriva de otra norma jurídica, había dicho Kelsen. Al llegar al portón observó los vitrales y los bustos de mármol y se dio cuenta de que el profesor Schünzel lo había dejado salir de su oficina sin ofrecerle ayuda de ninguna clase, un préstamo, una beca, lo que fuera, y que a partir de esa mañana se vería obligado a enfrentarse a todo sin auxilio de nadie.

¿Lo de siempre? dijo Helmut. Lo de siempre, respondió Meyer, y se dirigió al fondo del Tannhäuser, un restorán pequeño y abarrotado donde solía hacer una comida ligera antes de volver a la facultad para asistir a las cátedras vespertinas. El mesero le llevó un plato de jamón y queso y una taza de café y Meyer se quedó leyendo la sección deportiva del Morgenpost hasta las diez y media, cuando pasó a la caja registradora para pagar la cuenta, despedirse de Helmut y ofrecerle sus condolencias por la derrota bochornosa que el Stuttgart había sufrido en la cancha del Bayern Múnich.

Estaba haciendo más frío que el día anterior, pero la Unter den Linden se veía llena de urgencia y actividad y la mayor parte de los berlineses parecían tener una idea precisa del lugar al que se dirigían. Meyer se puso a caminar al filo de los aparadores, dejó atrás las arboledas del Tiergarten y bajó por la escalera de piedra que llevaba al Oberbaumbrücke, donde se quedó mirando las aguas tersas del Spree. Era el mismo paraje lleno de tulipanes y bancas de piedra donde solía esconderse para huir de la realidad y admirar la valentía de los infelices que se habían arrojado al río para olvidar en el más allá los conflictos que no habían podido resolver en este mundo.

El Oberbaumbrücke había terminado por convertirse en un refugio secreto donde podía ver con una claridad absoluta las cosas que estaban ocurriendo a su alrededor y que a menudo su ocultaban en la nebulosa de sus conflictos emocionales. Había sido ahí, dos meses antes, donde descubrió que el país estaba caminando por el filo de un precipicio y que las declaraciones de los ministros y los discursos enardecidos del Führer no podían tener más desenlace que una guerra devastadora que acabaría por destruir las fronteras de Europa y las vidas de los alemanes.

Fue ahí también donde terminó por aceptar que sus fracasos de los últimos meses tenían un origen secreto y una razón de ser. Lo habían rechazado en forma sistemática en todos los lugares a donde se acercó para pedir trabajo: bufetes, bancos, aseguradoras, editoriales, unas veces porque no tenía experiencia, otras veces porque no tenían vacantes.

El país estaba empezando a vivir bajo el yugo de “la obsesión militar de los alemanes”, como había dicho uno de sus profesores, y la actividad económica se había ido estrechando a medida que se endurecían las políticas de austeridad del régimen hitleriano, que todos los días le arrancaba un trozo de carne a la sociedad civil para arrojarla a las fauces insaciables de la maquinaria de la guerra.

Había analizado el problema con el padre Kroll, el confesor de su madre, que se limitó a darle una palmada en el hombro y a decirle que ya vendrían tiempos mejores. Había buscado inspiración en las biografías tormentosas de sus filósofos de cabecera y lo había debatido con su padre, al que visitó en varias ocasiones en el rincón que ocupaba en el cementerio de Dorotheenstadt, donde le dijo que lo más sabio era volver al punto de origen y dejar el resto en manos de la Divina Providencia.

El punto de origen, por desgracia, no se encontraba en las esferas luminosas del alma y el espíritu, sino en un edificio sombrío que se hallaba emplazado en el número 555 de la Werderscher Markt y había terminado por convertirse en uno de los lugares más ignominiosos de Berlín. Meyer lo visitó a menudo cuando era niño y no había olvidado la atmósfera lúgubre de la conserjería ni los pasillos olorosos a desinfectante y madera vieja que en las mañanas se llenaban de policías endurecidos y en las noches se veían inundados por una legión de ciudadanos inermes.

Meyer había leído referencias aisladas en los panfletos de la izquierda clandestina antes de escuchar de labios de sus compañeros las salvajadas que se cometían a diario en el edificio de la Policía Criminal de Alemania, la Kripo, un organismo fundado en los albores de la República de Weimar y que fue acumulando influencia y poder hasta convertirse en el terror de la delincuencia nacional y la pluma de vomitar de la gente honorable.

No había un lugar en toda la ciudad donde los métodos encarnizados de la Kripo fueran vistos con más indignación que en la Facultad de Derecho y durante los tres años que pasó en sus aulas venerables vivió dominado por el pavor de que alguien fuera a descubrir que el padre de Bruno Meyer había sido un detective distinguido en una de las dependencias policiales más aborrecidas del país.

Los primeros días no se atrevió a entrar. Abandonaba el tranvía en el mercado de la Browningstrasse, tomaba una cerveza en una taberna solitaria y luego se dedicaba a recorrer los puestos de legumbres y las mesas cubiertas de hielo y pescado fresco donde los vendedores y los compradores alternaban con una normalidad total, como si ninguno de ellos supiera que estaban viviendo en la víspera del fin del mundo.

Los vértigos del mercado le permitían olvidar sus agobios durante unos minutos y luego volvía a la calle y se dirigía con lentitud al edificio ominoso de la Kripo con la sensación de que todos sus compañeros lo estaban observando. Se tardó un par de días en descubrir que el edificio tenía dos entradas, una por la Werderscher Markt y la otra por la Bülowstrasse, que era larga y estrecha y estaba llena de casas de dos pisos y azoteas inundadas de ropa tendida.

La primera entrada tenía una escalinata de diez peldaños y dos columnas de piedra. La segunda entrada era amplia y oscura y se perdía en un laberinto de techos de ladrillo y un patio en forma de media luna atestado de automóviles negros. Años antes, en un golpe de astucia que asombró al país, el Reichsführer Heinrich Himmler había logrado que la Kripo y la Gestapo (la policía política del régimen) se fusionaran con las SS, las escuadras de defensa del Partido Nacionalsocialista, un cuerpo que había surgido para proteger al jefe del Estado y acabó por convertirse en un mastodonte de tres cabezas que tenía derecho a efectuar detenciones sin orden judicial, a intervenir los teléfonos y someter a las peores vejaciones a los disidentes, los comunistas y los judíos, que empezaron a batirse en retirada bajo los decretos de segregación que fueron proliferando como hongos venenosos desde la mañana en que Hitler hizo pública su decisión irrevocable de purgar a la sociedad alemana de elementos indeseables.

Fue la primera vez en la historia de la familia Meyer en que su padre se atrevió a criticar en la intimidad las políticas draconianas del régimen. Es una tragedia, les había dicho, la Kripo es la única institución que los ciudadanos siguen viendo con respeto y a partir de la semana entrante nos habremos convertido en otro tentáculo del hijo de puta que nos está gobernando.

Meyer abandonó el tranvía en la última esquina de la Browningstrasse, pasó frente al mercado y entró al edificio de la Policía Criminal de Alemania. Iba de abrigo y bufanda y llevaba en la mano derecha su portafolios con un ejemplar de la Teoría general del Estado de Hans Kelsen y una libreta plagada con las anotaciones que había tomado durante la última lección de Derecho romano que recibió en su vida.

El vestíbulo estaba lleno de detectives vestidos de civil: hombres altos, corpulentos, taciturnos: la viva imagen de su padre. Había dos hileras de bancas negras y un abanico de pasillos en los que parecía haberse concentrado la actividad del edificio: un mundo de agentes y secretarias que iban de un lado a otro con los brazos llenos de papeles y un ejército de mozos que tenían el aire ausente de los hombres que han perdido la noción de la realidad.

El tercer piso se encontraba desierto: corredores interminables, puertas cerradas, lámparas de cobre.

“¿Asunto?”

“Vengo a solicitar trabajo.”

“Su nombre, por favor.”

“Bruno Meyer.”

La mujer, que no podía tener menos de sesenta años, le pidió que llenara un formulario y aguardara su turno. Meyer anotó sus datos, firmó la hoja y se dirigió a un salón lleno de aspirantes donde se quedó esperando sin hablar con nadie ni atreverse a encender un cigarro.

“Es muy extraño —dijo Ernst Kruger, el jefe de personal— que un muchacho como tú venga a solicitar empleo en la Kripo. Veinte años, alumno de la Facultad de Derecho. Para empezar, digo yo, deberías estar en el ejército. ¿Sabes lo que les dije a los idiotas que entraron a verme antes que tú?”

Meyer los había observado mientras aguardaba su turno. Ocho náufragos de la clase media arrinconada y una multitud de trabajos improductivos que terminaron por darles el aire de resentimiento que había visto en los rostros de los obreros y los vagabundos que se arrastraban por las calles populosas de Charlottenburg. Le bastó una hora de convivencia forzada para descifrarlos: el más joven no había terminado la instrucción primaria, el más viejo vivía de la caridad de su familia y había ido a pedir el trabajo con la secreta esperanza de que lo mandaran al diablo.

El jefe de personal lo miró con frialdad.

“Les dije que la Kripo no era el basurero municipal y que buscaran trabajo en las fábricas de los señores Krupp o los señores Siemens, que están cada vez más urgidos de mano de obra barata para seguir fabricando submarinos y cañones. ¿Qué opinas de la unificación de Austria y Alemania?”

Meyer pensó que a partir de ese momento tendría que manejarse con una cautela infinita.

“Lo mismo que usted” respondió.

Teniente Ernst Kruger —Jefe de Personal, decía la placa de latón que se encontraba en el escritorio: un hombre calvo y obeso rodeado de archivos de metal y fotografías de juventud.

“Tercer año de derecho. Dos años más y te hubieran dado la toga y el birrete. ¿Te corrieron de la puta escuela?”

“No.”

“¿Entonces?”

“Dejé las aulas para buscar trabajo. Necesito un ingreso para mantener a mi familia.”

“En este país la gente ha empezado a cometer el error de casarse antes de tiempo. Supongo que es el miedo a la guerra y a la muerte. ¿Tienes que mantener a tu esposa y a tus hijos?”

“A mi madre y a mis hermanos.”

“¿Y tu padre? No me digas. Los abandonó. Se cansó de representar la comedia de marido sumiso y padre abnegado y les dio con la puerta en la nariz. He visto muchos casos. Obedecen a lo que acabo de decirte. El miedo a la guerra y a la muerte. No tengo nada que ofrecerte. La Kripo está sobrada de personal y cada día estamos más bajos de fondos.”

“Mi padre murió hace dos años —dijo Meyer— y el dinero de su pensión no alcanza para cubrir los gastos de la familia.”

“Un hombre joven, sin duda. ¿De qué murió?”

“Le dieron dos tiros mientras cumplía con su deber en una bodega de Wedding.”

Los ojos de Kruger se llenaron de curiosidad.

“¿Velador?”

“Policía.”

“¿Orpo?”

“Kripo.”

Kruger se inclinó sobre el escritorio y volvió a leer la solicitud de trabajo.

“No es posible. Pensé que era una coincidencia. ¿Eres hijo de Ludwig?”

Meyer asintió con los ojos.

“Ludwig Meyer, nada menos. ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio? Tu padre y yo entramos a la institución en la misma época. Un hombre excepcional. Detective de detectives. Fue un honor haber sido su amigo. Lamento que hayas tenido que abandonar la Facultad de Derecho, estoy seguro de que hubieras sido un abogado formidable, pero la Kripo no es un mal lugar para un intelectual como tú.”

Kruger se levantó para darle un abrazo.

“No tengo vacantes. Pero si vienes mañana alrededor de las nueve te voy a acomodar en el mejor sitio que encuentre. El hijo de Ludwig Meyer, lo que es la vida. Te garantizo que te vas a sentir como en tu propia casa. Que diga el mundo lo que le dé la gana. Pero la Kripo, Bruno, es como una segunda familia para nosotros. Lo vas a descubrir antes de lo que imaginas.”

Su madre, que se enteró esa noche, se puso furiosa. Estaban cenando y la casa se hallaba sumida en un silencio extraño, porque sus hermanos se habían ido a Düsseldorf a participar en un festival de las Juventudes Hitlerianas. Todos los meses había una ceremonia o una asamblea para fervorizar a los cachorros del régimen y ponerlos en condiciones de servir al país bajo la tutela del Hombre que Había Llegado para Salvar a Alemania.

Los síntomas de la erosión moral podían verse en todas partes: la sala, donde había un retrato del Führer a un lado de la chimenea, el comedor y el pasillo de la planta baja, que se habían llenado de suásticas y efigies de los héroes del partido, Himmler, Goebbels, Goering, una galería de hombres insondables que velaban de modo permanente por el bienestar de la familia Meyer.

La nazificación de la casa empezó veinticuatro horas después de que enterraron a su padre. Los últimos tiempos habían transcurrido en medio de controversias incesantes y gritos de cólera. Su madre y sus hermanos iniciaron la ofensiva el día que llevaron un retrato de Hitler y lo colgaron en la sala sin pedir la autorización del jefe de la familia. Ludwig Meyer se tardó más en descubrir el retrato que en romperlo y arrojarlo a la basura. Mientras yo viva, dijo, esta familia se mantiene al margen de todas las infamias.

Walther, que era veinte minutos mayor que Alex, alegó que la mayoría de sus compañeros del liceo pertenecían a las Juventudes Hitlerianas y que era una vergüenza que un detective de la Kripo se negara a aceptar el liderazgo político y espiritual del jefe del país. La frase era del doctor Goebbels, ministro de Propaganda y portavoz cotidiano de los mensajes del Führer, que repetía con una pasión desbordada en la radio, los periódicos y las concentraciones que el partido organizaba con una frecuencia creciente en el escenario fastuoso del Sportpalast.

Su madre lo apoyó de inmediato, lo mismo que Alex, el gemelo menor, y durante los siguientes meses se vivió en una atmósfera de discordia que terminó la noche en que dos agentes de la Kripo se presentaron para informarles que su padre había muerto en una redada en las afueras de la ciudad. Meyer recordaba con nitidez el aroma opresivo de la capilla ardiente, que se había poblado de rostros compungidos y policías indignados, la oración fúnebre del padre Kroll, las paletadas de tierra y hielo en un rincón del cementerio, las semanas de luto riguroso y la rapidez con que su madre y los gemelos se libraron del tirano que les había impedido sumarse a los ejércitos del progreso.

Los gemelos se enrolaron en las Juventudes Hitlerianas, su madre se alistó en una de las secciones más fogosas de las Madres Alemanas, y la sala y el comedor se llenaron de objetos de culto y símbolos de guerra. En las tardes, mientras estudiaba en su cuarto, la casa disfrutaba unas horas de tregua provisional y volvía a ponerse en movimiento a la hora de la cena, cuando bajaba a la cocina y se enteraba de que el Führer era el único alemán que tenía el valor necesario para detener el avance arrollador del comunismo, desarticular la conspiración judía y poner de rodillas a las potencias europeas que habían arruinado a Alemania con el Tratado de Versalles.

Las primeras épocas se animó a polemizar y gritar, pero la vehemencia de los gemelos y el fanatismo de su madre, que había olvidado los versículos del Evangelio para concentrarse en los párrafos encendidos de Mein Kampf, lo persuadieron de que lo más sensato era mantenerse fiel a su propósito de terminar la carrera e ingresar a un bufete de litigantes acreditados.

“¿Estás loco? —dijo Vera Meyer— Es un despropósito y no lo voy a tolerar. Hay un millón de lugares donde un abogado como tú puede encontrar trabajo sin necesidad de repetir los errores de su padre.”

“No soy abogado, soy estudiante de derecho. Y Berlín tiene menos vacantes de las que supones.”

“¿Sabes por qué se fue a la mierda mi relación con tu padre? Por culpa de la Kripo. Hay muchas cosas que podría decirte y prefiero mantener ocultas. Los vivos con los vivos y los muertos con los muertos. Mañana mismo hablo con la señora Fürst y le pido que te ayude a conseguir un empleo donde puedas auxiliar a la familia sin mancharte las manos.”

“Todos los hombres del gobierno —dijo Meyer— tienen las manos manchadas. ¿Por qué te parece peor la Kripo que la Gestapo y las SS?”

“Se acabó. Estoy segura de que la señora Fürst nos va a ayudar a resolver el problema.”

“De ninguna manera —dijo Meyer— es una decisión tomada y no la voy a cambiar.”

La señora Fürst era la jefa regional de las Madres Alemanas, una solterona entrada en carnes que había llegado a extremos inconcebibles para que la confundieran con Magda Goebbels: el peinado, el maquillaje, la sonrisa: una versión patética de la mujer de rostro enigmático y aura de princesa que solía aparecer con frecuencia en los documentales patrióticos de Leni Riefenstahl.

Meyer observó a su madre con dureza.

“Hace tres meses que no pagamos el abono de la hipoteca y apenas nos alcanza para cubrir los gastos de la casa, la colegiatura de tus hijos los nazis y los recibos del teléfono, el gas, la electricidad y los impuestos municipales. Dudo mucho que Hitler vaya a salvar a Alemania, pero el único que puede salvar a esta familia soy yo.”

El jefe de personal lo recibió al día siguiente con una palmada afectuosa y lo llevó a la sección administrativa para darlo de alta. Eran las nueve de la mañana y la Kripo estaba hirviendo de actividad. Olía a pintura fresca y tabaco fuerte y todas las oficinas estaban llenas de secretarias y teletipos y máquinas de escribir que producían un ruido semejante al de una granizada.

Kruger lo hizo entrar a un elevador de rejas negras que empezó a descender con un temblor inquietante y se abrió de golpe en una caverna atiborrada de archivos. No había nadie ni se oía nada, salvo el murmullo apagado del silencio, pero las facciones sanguíneas de Kruger se llenaron de energía cuando llegaron al extremo del corredor y le enseñó sus herramientas de trabajo: un escritorio desvencijado, una máquina de escribir y un garrafón de agua.

“Como te dije, Bruno, no tengo gran cosa que ofrecerte, pero esta covacha está llena de perlas escondidas. ¿Sabes dónde estamos? En los intestinos de la Kripo. Todo lo que ves aquí, expedientes, legajos, prontuarios, se refiere a los casos que fuimos incapaces de resolver durante los últimos cinco años. Atracos, violaciones, homicidios, fraudes. No se lo digas a nadie, pero acabas de entrar al museo de la impunidad nacional.”

Meyer sintió un nudo en el estómago.

“El trabajo es muy sencillo —dijo Kruger— Se trata de revisar los legajos más recientes para saber si hay algún indicio perdido o una pista olvidada, cualquier cosa que hayan pasado por alto los detectives responsables y que tuviera algún elemento que nos permita reabrir las indagaciones.”

“Si usted me permite le diré que soy el hombre menos calificado para hacer un trabajo de esta clase. Estaba estudiando derecho y mi padre jamás discutió conmigo los principios de la investigación policial.”

“Bruno, por favor. No hay nadie más adecuado para internarse en esta selva de papel que un hombre versado en la ciencia del derecho. Si no encuentras nada significativo separas el expediente y sigues revisando expedientes. Todos los viernes, a las cinco de la tarde, vendrá un mozo para llevarse las indagaciones descartadas y arrojarlas al incinerador de basura.”

“¿Dónde está el incinerador?”

“En el sótano.”

“Yo pensé que estábamos en el sótano.”

“La Kripo tiene muchos sótanos y está llena de secretos, mitos y leyendas. Ya lo irás descubriendo.”

“¿Quién es el jefe de la oficina?”

“Tú.”

“¿Y quién hacía el trabajo hasta el día de hoy.”

“Nadie. La sección se abrió hace un año y el director de administración se olvidó de activar el puesto. Cien marcos al mes, Bruno, no es mucho, pero lo importante es que ya estás incluido en la nómina y podrás avanzar a paso veloz.”

Meyer abrió los cajones del escritorio y se dio cuenta de que estaban vacíos.

“No te preocupes. Dentro de un rato mando un mozo con plumas, tinta, papel, lo que sea necesario.”

Meyer pensó que tendría que trabajar con el abrigo puesto si no quería pescar una pulmonía.

“¿Qué debo hacer si encuentro algún indicio interesante?”

“Escribes un resumen de tus observaciones y se lo llevas al detective responsable.”

“¿A dónde?”

“Segundo piso. La guardia de agentes.”

Kruger le dio una palmada en el hombro.

“Ánimo, Bruno, en poco tiempo podré encontrarte un trabajo menos engorroso y más productivo. Mi oficina estará abierta toda la semana a cualquier hora del día por si necesitas consultar algo. La entrada es a las ocho y la salida a las cinco, pero tú eres el jefe de la sección y tú marcas los horarios.”

“¿Dónde está el baño?”

Kruger señaló el extremo del corredor.

“Le agradezco mucho…”

“Faltaba más. El hijo de Ludwig Meyer, el mejor detective que haya tenido la Kripo. ¿Quién lo diría? Buena suerte, muchacho.”

Kruger se dirigió al elevador, que empezó a ascender con un ruido de poleas y cadenas oxidadas y Meyer observó los muros y las puertas de fierro con la sensación de que el alma se le iba del cuerpo. Durante unos segundos no acertó a moverse. Luego, poco a poco, empezó a tomar conciencia de que su odisea había terminado en una catacumba helada y un laberinto de anaqueles inundados de indagaciones fallidas.

Al principio, mientras luchaba con la tentación de subir a la oficina de Kruger para darle las gracias y regresar a la calle, se quedó recargado a un lado del escritorio y luego encendió un cigarro y se puso a caminar a lo largo de los pasillos. Un rato después descubrió que los expedientes habían sido archivados sin obedecer ningún criterio y que algunos de ellos se encontraban en un estado tan deplorable que era imposible leer la mayor parte de las páginas.

Meyer sacó un expediente, lo examinó por encima y lo devolvió a su lugar. Abrió al azar otro expediente y lo devolvió a su lugar y antes de la una de la tarde diseñó un plan de trabajo sin tener idea de que se encontraba en el umbral de una aventura que lo llevaría a hacer un viaje al fondo de sí mismo y a los callejones más tenebrosos del corazón de Alemania.

Las puertas del infierno

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