Читать книгу Las puertas del infierno - Manuel Echeverría - Страница 11
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Era la misma calle larga y estrecha que Meyer había imaginado una y otra vez desde la noche en que mataron a su padre: un mundo de casas decrépitas y terrenos baldíos cercados con alambres de púas. Ritter encendió una linterna y se aproximó a la banqueta. La cerradura de la bodega estaba impregnada de salitre, pero no tenía cadena ni candado y le bastó empujar la puerta con el hombro para que se abriera sin oponer resistencia.
“Las oficinas estaban ahí, la escalera allá, las grúas en la explanada y las cajas de droga se encontraban apiladas por todas partes.”
No había nada, excepto una hilera de charcos malolientes y tres montones de llantas viejas arrumbadas en una esquina.
“Los hombres de Leclerc volvieron al día siguiente para llevarse las cajas que habían sobrado y no volvieron a poner un pie en el lugar.”
“Supongo —dijo Meyer— que la bodega quedó custodiada a partir de aquella noche. ¿Por quién?”
“Un destacamento de las SS” dijo Ritter.
“¿Y no hicieron nada para impedir que la gente de Leclerc se llevara la droga que sobró?”
“Te recuerdo que el Pacto del Bristol entró en vigor a las doce de la noche y los hombres de las SS tenían instrucciones de auxiliar a los franceses para que se llevaran el polvo y mataran en el acto a cualquier intruso que se atreviera a regresar para completar el asalto. ¿Me estás oyendo?”
“Hasta la última palabra.”
“Tu padre cayó ahí.”
“¿Dónde?”
“En el lugar donde estás parado.”
Meyer tuvo una visión de las facciones de su padre: la nariz de halcón, la frente despejada, la mandíbula de granito.
“La bodega no era de Leclerc, la había alquilado, y al cabo de unas semanas devolvió las llaves y el dueño la puso otra vez en el mercado.”
“¿Y usted —dijo Meyer— por dónde se acercó?”
Ritter dirigió la linterna hacia la zona más nebulosa del lugar.
“Me arrastré junto a las cajas, disparando en todas las direcciones, pero había tanto humo que era imposible saber quién le estaba tirando a quién. Lo más seguro es que las balas que mataron a tu padre hayan salido de los rifles de los franceses o los turcos, pero no sería difícil que algún orpo confundido lo haya matado por accidente.”
“¿Cuánto duró la balacera?”
“Una eternidad.”
“Había unos letreros escritos en francés…”
“Exacto.”
“¿Dónde están?”
“Estaban —dijo Ritter— Todo ha cambiado mucho desde aquella noche.”
“¿Sabe qué hice durante los primeros días que pasé en el archivo?”
“Morirte de asco. No he perdonado a Kruger y le voy a apretar los tornillos a la primera oportunidad. ¿Cómo se atrevió a mandar al hijo de Ludwig Meyer al rincón más inmundo del edificio?”
“Los primeros días me puse a buscar el expediente de la balacera. Revisé los anaqueles de lado a lado, documento por documento y folio por folio y no encontré ninguna referencia.”
Ritter le puso una mano en el hombro.
“Despídete de tu padre y seguimos hablando en el camino.”
La Römerstrasse, que estaba hundida en la penumbra, se había llenado con el recuerdo borrascoso del enfrentamiento y Meyer sintió que su padre se había materializado en la bodega para mirarlo con una intensidad que jamás le vio en vida.
“La noche que se arregló todo —dijo Ritter— se produjo un cambio radical. La policía se dedicó a proteger a las mafias y los jueces no volvieron a recibir ninguna denuncia de las operaciones del crimen organizado. La batalla de la Römerstrasse fue el primer caso del nuevo sistema y por eso no es extraño que no hayas encontrado ninguna referencia en el archivo de la Kripo.”
Meyer recordó los ojos autoritarios de su padre.
“Le dieron un tiro en el estómago y otro en la espalda. Heridas graves, sin duda, pero no me parece que hubieran bastado para matarlo en forma instantánea.”
“Eso pensé.”
“¿Le tomó el pulso?”
Ritter atravesó la Puerta de Brandeburgo y se dirigió al sur de la ciudad.
“Es necesario que trates de imaginar la situación con frialdad. La bodega estaba llena de humo y la balacera había ido disminuyendo en forma gradual pero seguía siendo una balacera. ¿Tú crees que tuve tiempo de tomarle el pulso? Lo importante era llevarlo a un hospital.”
“¿Iban en este coche?”
“Íbamos en el coche de tu padre. Un Audi. Este me lo dieron el año pasado.”
Ludwig Meyer era un hombre macizo y corpulento y Ritter tuvo que hacer un esfuerzo enorme para echárselo a la espalda y llevarlo al coche.
“Lo recosté en el asiento de atrás, le aflojé la corbata y salí disparado a la Röntgen Klinik. Hubiera podido ir al Hospital de la Armada, que se encuentra en la primera esquina de la Kurfürstendamm, pero el único sitio que me vino a la cabeza fue la Röntgen Klinik, quizá porque es el lugar donde nació mi primer hijo.”
Fue un viaje agobiante. Las calles estaban desiertas, pero el estrépito de la Römerstrasse seguía resonando en sus oídos con tal fuerza que por unos segundos sintió que no estaba cruzando las avenidas solitarias de Berlín, sino las trincheras ensangrentadas de Verdún.
“¿Sabes qué hice durante el trayecto? Me puse a hablar con tu padre. Ludwig, mi viejo. ¿Tú crees que valió la pena? Abre los ojos, hermano, respóndeme.”
Ritter hizo una pausa.
“En algún momento encendí el radio para reanimarlo y moví la aguja hasta que empezamos a oír a Édith Piaf, su cantante favorita.”
Atravesó sin detenerse más de diez semáforos en rojo y al llegar a la clínica volvió a cargar a Ludwig Meyer y siguió hablando con él mientras subía la escalinata y atravesaba los pasillos de la planta baja. Ya llegamos, mi viejo, en menos de tres minutos te meten cuchillo y la semana entrante estás como nuevo.
“Estaba tan agitado que me olvidé de que iba cargando a un hombre de noventa kilos y cuando lo dejé sobre un sillón del vestíbulo tuve el presentimiento de que se iba a salvar. ¡Un médico! grité. ¿Dónde están los putos médicos?”
Ritter se había puesto a abrir y cerrar puertas y a gritar a pleno pulmón hasta que vio a un hombre calvo y menudo que surgió de pronto en el fondo del corredor.
“Dígame.”
“Rápido. Traigo un herido grave.”
El hombre, que llevaba un guardapolvo azul, se acercó a Ludwig Meyer y le tomó los signos vitales.
“No está herido —dijo— está muerto.”
Ritter lo empujó contra la pared.
“Llévelo al quirófano y haga lo imposible por salvarlo. ¿Tiene quien lo ayude?”
“Sí, pero no puedo hacer nada. Está muerto.”
“Llévelo al quirófano.”
“Suélteme.”
Unos segundos después llegaron dos enfermeros y tres médicos que examinaron a Ludwig Meyer con el mismo resultado y le pidieron a Ritter que se tranquilizara.
“¡Está vivo! Me tardé veinte minutos en llegar a la clínica y estuvimos hablando todo el tiempo. Llévenlo al quirófano.”
“Es inútil. Cálmese.”
Ritter sacó su credencial.
“Al quirófano, dije. El día que empiece la guerra ustedes van a servir para un culo.”
Los enfermeros alzaron a Ludwig Meyer y lo trasladaron a la mesa de operaciones, donde el jefe de la guardia lo llenó de tubos y sondas y empezó a darle masaje en el corazón hasta que el propio Ritter se convenció de que habían llegado demasiado tarde.
“¿Por qué les dijo que habían estado hablando durante el camino? ¿Era cierto?”
“Mil por ciento.”
“¿Qué le dijo?”
“Rápido, Hugo, no te preocupes. Al llegar a la clínica pensé que se iba a salvar.”
Los médicos envolvieron a Ludwig Meyer en una sábana, lo llevaron al sótano y lo dejaron en un rincón sin más compañía que seis cadáveres que estaban esperando turno para dirigirse al cementerio.
“¡Fuera todos! —gritó Ritter— Necesito hablar con él.”
Ritter pasó frente a los mercados de Charlottenburg y las orillas del Spree y no volvió a detenerse hasta que llegó al edificio de cantera donde vivía Meyer.
“Es muy extraño, pero el momento más duro fue cuando me quedé solo con tu padre en el sótano de la clínica.”
Estaba haciendo un frío de polo norte y tuvo que levantarse el cuello de la gabardina y meter las manos en los bolsillos.
“Me salvó la vida en Verdún y cuando lo vi tendido me pareció increíble que hubiéramos pasado juntos por tantos peligros para terminar de una forma tan estúpida en una reyerta de canallas.”
Ritter había levantado la sábana para ver el rostro de Ludwig Meyer.
“Tenía los ojos cerrados y las mejillas lívidas, pero lo demás estaba en el lugar de siempre. La fuerza, la enjundia, su capacidad de entrega en todos los renglones de la vida. Me quedé inmóvil unos minutos, y luego le agradecí lo que había hecho por mí en la guerra, le pedí que me perdonara y lo perdoné de lo que tenía que perdonarlo.”
“¿A qué se refiere?”
“Es imposible que una relación entrañable que duró tantos años no haya pasado por altibajos y problemas. Le pedí que me perdonara de no haber llegado a tiempo para salvarlo. Y lo perdoné de una serie de pecados menores que me lastimaron un poco y pertenecen de modo exclusivo a la hermandad que nos unió a lo largo de la vida. No quiero elaborar sobre el tema.”
Ritter lo miró a través de la penumbra.
“Le dije que no se preocupara de nada y que sus hijos podrían contar conmigo hasta el final del camino.”
“Usted perdone, capitán, pero no veo cómo nos iba a ayudar si jamás hizo el menor intento de hablar con nosotros.”
Meyer sintió que no podía detenerse en ese punto.
“Por otra parte, el día que murió mi padre no se le ocurrió ir a la casa para informarnos de lo que había sucedido.”
“Te lo dije hace un rato. Estaba tan quebrado que no tuve la presencia de ánimo de hablar con ustedes y decirles que todo era culpa mía. Tu madre siempre me vio con hostilidad y no quise exponerme a que me hiciera algún reproche.”
“No recuerdo los nombres de los agentes que fueron a darnos la noticia.”
“Yo tampoco. Al salir del sótano me dirigí a un teléfono de la recepción, hablé con Scheller y luego hablé a la Kripo y le ordené al oficial de turno que sacara a dos agentes de la cama y los mandara a tu casa. Salí de la clínica como un sonámbulo, me refugié en una taberna y me puse a beber hasta que me caí como un fardo sobre la mesa.”
Meyer abrió la puerta del coche.
“Le agradezco que me haya contado todo. Fue muy duro, pero me sirvió para reconciliarme con mi padre.”
“¿En qué sentido?”
“En el mismo que usted. Las relaciones entre los padres y los hijos son muy complejas y están llenas de altibajos y problemas.”
Al entrar a su departamento se quedó mirando la noche de Berlín con una sensación de calma profunda, pero no fue sino al meterse en la cama y apagar la luz cuando logró ver con nitidez los rostros compungidos de los dos agentes que habían ido a su casa para informarles de la muerte de su padre.
“Balas” dijo Meyer.
“¿Nueve, treinta y ocho o cuarenta y cinco milímetros?”
“Nueve.”
“¿Cuántas cajas?”
“Media docena.”
El encargado del depósito lo miró con un gesto risueño.
“¿Vas a asaltar la cancillería? No sería mala idea. Si tuviera tu edad yo haría lo mismo. Firma aquí, nombre, fecha y número de matrícula. La credencial, por favor, es la primera vez que te veo y no quisiera llevarme una sorpresa desagradable. ¿Quién te dio la bendición?”
“El capitán Hugo Ritter.”
“Que Dios te ampare. Ritter desayuna salchichas de plomo y se habla de tú con los tiranos del sexto piso.”
Meyer se dirigió a los talleres de la Kripo y se quedó observando los Audi, Mercedes, Opel y BMW que formaban una hilera interminable bajo las grúas y las lámparas de magnesio. Fumando, sin prisa, se dedicó a recorrer los pasillos inundados de mecánicos, herramientas y tanques de acetileno.
¿Dónde estaba el coche que había utilizado su padre? Un rato después se decidió por un BMW que, igual que el resto de los automóviles, irradiaba el aura de poder que había visto tantas veces en las calles de Berlín. El auto olía a tabaco y aceite y tenía los asientos desgastados, pero le bastó ponerse al volante y encender el motor para sentir que le había pertenecido toda la vida.
“Ritter —dijo el jefe del taller— me autorizó a entregarte el que te diera la gana. ¿Este? Perfecto.”
Meyer entró a una oficina de paredes manchadas donde había una fila de archivos y un busto de Hitler.
“Rudolf Feniger —dijo el jefe del taller— y tú eres Bruno, el hijo de Ludwig. Lamento que hayas tenido que abandonar la Facultad de Derecho. Tu padre estaba seguro de que ibas a llegar muy lejos.”
“¿Cómo sabe que abandoné la Facultad de Derecho?”
“Me lo dijo Ritter.”
Meyer llenó el formulario y firmó la última hoja.
“Todo en orden —dijo Feniger— ¿Puedo hacerte una pregunta?”
“¿Oficial o personal?”
“Las dos cosas. ¿Por qué entraste a la Kripo?”
“Por lo mismo que usted. Para ganarme la vida.”
Feniger soltó una carcajada.
“No me esperaba menos de un abogado. Pero no es verdad. Entraste a la Kripo para evitar que te reclutara la Wehrmacht. A lo mejor te sales con la tuya, pero te informo que la guerra contra el delito puede ser tan feroz y destructiva como las guerras hechas y derechas. Buena elección, el BMW, un coche fuerte y veloz y con una estabilidad prodigiosa.”
“Señor Feniger…”
“Rudolf.”
“¿Con qué frecuencia cambian los coches?”
“Cada tres años.”
“Me extraña. Un automóvil alemán puede funcionar quince años sin que se le afloje un tornillo.”
Feniger señaló el busto de Hitler.
“El Führer está dispuesto a ahorrar en joyas, corbatas y floreros, pero no escatima un pfennig cuando se trata de la policía y las fuerzas armadas. ¿Cuál es el interés? No me digas. Ya sé. Te gustaría haberte llevado el coche de tu padre. Un Audi, si mal no recuerdo. ¿Acerté?”
Feniger se apoyó en el escritorio.
“Tengo entendido que murió en una balacera. Lo siento mucho. Tu padre fue un detective excepcional.”
“Gracias. ¿Qué hacen con los coches descartados?”
“Subasta. El departamento administrativo tiene las referencias. Olvida lo que pasó y disfruta el BMW. Te va a dar un servicio magnífico.”
“De todas maneras quiero ver el coche. ¿Sería posible averiguar el número de las placas?”
Feniger abrió un archivo.
“Apunta. BK8080. B por Berlín, K por Kripo. Busca los datos en el departamento administrativo. Pero es inútil, porque los compradores están obligados a pintar los vehículos de otro color y a utilizar placas comunes y corrientes. Los vales de gasolina te los da la directora de la intendencia.”
La señora Erika Holzmann lo recibió con una sonrisa tan dulce que fue la primera vez que se sintió bienvenido en el edificio lúgubre de la Kripo.
“Bruno, qué gusto. Ya me habían dicho que estabas trabajando con nosotros. ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en el funeral de tu papá.”
Meyer no recordaba nada, pero le estrechó la mano con calidez.
“Tus vales. Una firma y nos vemos cuando se te acabe la gasolina. Me voy a jubilar el año que viene, haya o no haya guerra, pero quiero decirte que puedes contar conmigo para lo que se te ofrezca. Todo el mundo piensa que soy una vieja estúpida, pero he pasado en este agujero la mayor parte de mi vida y me muevo como pez en el agua en todos los rincones del edificio. Tu mamá, por cierto, me hizo una impresión maravillosa, a pesar de que la conocí en uno de los días más tristes de su vida.”
“¿Usted cree, señora, que podría ayudarme a localizar un dato?”
“¿Un dato policial? Increíble. Un detective de la Kripo solicitando pistas a un vejestorio de la intendencia.”
“Es un dato personal.”
Meyer le enseñó la tarjeta con las referencias que le había dado Feniger.
“Necesito averiguar el nombre de la persona que compró este vehículo.”
“Audi, 1934 —dijo Erika Holzmann— BK8080. El coche que llevaba tu papá la noche que lo mataron.”
“¿Cómo lo sabe?”
“¿Un café?”
Todo fue saliendo a flote mientras bebían una taza de café a un lado del escritorio: las fiestas de fin de año, los colegas que se murieron y los que se retiraron, la forma despótica en que la habían relegado porque no le gustaba a nadie y ninguno de los jefes le pidió que se acostara con él.
“Tu papá, en cambio, me trató siempre con una delicadeza extraordinaria. Con decirte que se acordaba de traerme flores el día de mi cumpleaños y una vez le dio una bofetada a un oficinista que me faltó al respeto. Cuando venía a recoger sus vales me hablaba de ti y de tus hermanos y de las cosas que iba a hacer cuando abandonara la Kripo.”
“¿Qué iba a hacer?”
“¿No te lo dijo? Quería poner una agencia de detectives y me prometió que me iba a llevar de secretaria. Me gustaría decirte que te pareces a él, pero no te pareces. Tu papá era fuerte como un roble y tenía los ojos verdes, grandes y melancólicos.”
La señora Holzmann lo miró con inquietud.
“He sabido que Hugo Ritter te sacó del archivo para que trabajaras con él. Espero que no te arrepientas. Ritter es un hombre atrabiliario y violento y siempre me pareció muy extraño que llevara una relación tan estrecha con tu papá. ¿Sabes, Bruno, por qué sé que el Audi de Ludwig Meyer tenía las placas BK8080? Porque todas las mañanas, cuando salía de la Kripo, me acercaba al estacionamiento para saludarlo desde lejos y darle la bendición.”
La señora Holzmann le dio un beso en la mejilla.
“No vengas a visitarme nada más cuando necesites gasolina.”
“Si usted me permite…” dijo Meyer.
“No te preocupes, en un par de días te consigo los datos, pero te voy a dar un consejo. Olvídalo, Bruno. Lo más recomendable es vivir en el presente.”
El BMW se deslizaba con la fluidez de un trineo y tenía un motor potente y silencioso que parecía desafiar la ley de la gravedad. Meyer se dedicó a recorrer la Kurfürstendamm sin más objetivo que disfrutar la velocidad y el respeto que irradiaba sobre los peatones y los ocupantes de los otros vehículos y al llegar al extremo de la avenida se olvidó por completo de las mañanas en que se había refugiado en el Oberbaumbrücke para reflexionar en sus problemas y luchar con la tentación de arrojarse al río.
Un rato después entró a un mercado de Charlottenburg, compró dos cajas de Münchner, pan negro, salchichas y un frasco de mostaza y se dirigió a las frondas de Grunewald. Pasó el resto de la mañana recorriendo los senderos del bosque, oyendo el gorjeo de los gorriones y los canarios y luego se dirigió a un recodo inundado de tulipanes, sacó las botellas de cerveza y se quedó haciendo tiros de práctica hasta que volvió a comprobar que había nacido con la facultad misteriosa de disparar con puntería.
Esa mañana, a diferencia de los otros días, logró establecer un lazo íntimo con la pistola y no sólo se enorgulleció de la rapidez y la precisión con que había destrozado las botellas de Münchner a cinco, diez y quince metros de distancia, sino que se estremeció de placer con el estruendo de los disparos y el aroma punzante de la pólvora.
Comió bajo las ramas de un sauce, tres salchichas con mostaza, una barra de pan y media botella de cerveza y luego se dirigió al BMW y se puso a hablar con su padre hasta que llegó a las verjas del cementerio de Dorotheenstadt y siguió hablando con él frente a la tumba de mármol y floreros vacíos a donde había ido tantas veces para decirle que no tenían dinero para seguir pagando la hipoteca y los gastos de la familia y que no le quedaba más opción que cerrar los libros y abandonar la Facultad de Derecho.
Meyer se quedó observando la tumba de su padre y le confesó que siempre le había parecido reprobable que perteneciera a la Kripo. Todas las noches me quedaba atónito de la naturalidad con que hablabas de las cosas más triviales y nunca nos dijiste media palabra sobre los métodos que utilizaba la Policía Criminal de Alemania para lidiar con los delincuentes. ¿Y Ritter? ¿Cómo es posible que hayas pasado tantos años en calidad de amigo y confidente de un hombre del que no hiciste ninguna mención y terminó por convertirse en el factor absoluto de tu vida?
Meyer se acercó a la tumba. Ludwig Meyer, 1884-1936. Nunca te Olvidaremos, decía la lápida. Cierto: nunca te olvidaremos, pero hoy en día no sé qué recuerdo con más claridad, si el muro de hielo que alzaste alrededor de tu vida o la furia que te producía mi aversión por los juegos violentos y el hecho de que no tuviera novias ni amigos ni el menor interés por las cosas que hacías en la Kripo.
¿Es verdad que te llenaste de orgullo la mañana en que ingresé a la universidad? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Y por qué tuve que esperar a que te murieras para enterarme de todo a través de la gente que menos hubiera imaginado? Ritter, Kruger, el jefe de los talleres de la Kripo y la señora Holzmann, que te veía como un gigante y acabó por enamorarse de ti como no se enamoró mi madre, a la que jamás le regalaste un ramo de flores el día de su cumpleaños.
¿Quién eras, viejo, cuando salías en la mañana con la Luger bajo el brazo y la credencial escondida en un bolsillo del saco? ¿El enemigo secreto de Hitler o el aliado inconfesable de una turba de forajidos que manejan al país desde las cloacas y han convertido al sistema jurídico de Alemania en una burla descomunal? ¿Es verdad, como acaba de decirme la señora Holzmann, que tenías pensado abandonar la Kripo y abrir una agencia de detectives? ¿Por qué no lo hiciste? ¿Te faltó valor o estabas convencido de que ibas a ganar tanto con el Pacto del Bristol que hubiera sido una estupidez buscar el dinero en otro sitio?
Ritter me dijo ayer que te habías llenado de indignación y que rechazaste el Cartier que te ofreció Galeotti en testimonio de buena voluntad. Odiabas a Hitler, a Galeotti y sus congéneres, odiabas a la aristocracia alemana y a los Krupp, los Messerschmitt y los Siemens, que estaban haciendo toneladas de marcos bajo las alas del gobierno. Odiabas, sobre todo, que un hombre como tú, héroe de la guerra y peón abnegado de la Kripo, se viera obligado a sacrificarse en las alcantarillas de Berlín para defender los intereses de las minorías privilegiadas.
Te asfixiabas en la casa, no sólo porque era pequeña y modesta, sino por el dinero que tenías que pagar todos los meses para mantener a flote la hipoteca. Te asfixiaba la idea de pasar el resto de tu vida sumido en un barrio de clase media mientras los jerarcas del gobierno se estaban robando el dinero con una voracidad desenfrenada. ¿Hubieran cambiado las cosas si en lugar de vivir en Friedenau hubiéramos vivido en Steglitz?
El día que te enseñé mis primeras boletas de calificaciones te encogiste de hombros y no volví a saber nada hasta que Ritter me dijo que estabas muy orgulloso de que me hubiera convertido en el alumno más brillante de la Facultad de Derecho. Walther y Alex, en cambio, te deslumbraban todos los días con sus hazañas deportivas y la fiereza con que solían pelearse en el liceo para poner en alto el apellido de la familia. Todavía hoy no saben distinguir entre un libro y un balón de futbol, pero estoy seguro de que lo último que viste en la vida fueron sus rostros dibujados sobre las llamas de la Römerstrasse.
El tesoro, viejo, el tesoro. No puedo concebir que un hombre como tú le hubiera dado la espalda a las posibilidades fabulosas del Pacto del Bristol. Es posible que hayas pasado por una crisis de conciencia. ¿Pero cómo ibas a desairar a Galeotti y a los jefes de las otras mafias si eran la única alternativa que podía liberarte de las cosas que más detestabas en la vida?
¿Sabías que Ritter te llevó a la Röntgen Klinik para evitar que te murieras? ¿Qué te dijo mientras iba de esquina en esquina sintiendo que se ahogaba en un mar de culpas? ¿Y qué te dijo después, en el sótano de la clínica, donde se vio forzado a aceptar que te habías muerto sin remedio? ¿Te habló de Verdún, de los homicidas que habían capturado y las mujeres que se cogieron en los burdeles de la señora Kristi? ¿Te habló de nosotros y de las cosas que iba a hacer para ayudarnos? Lo dudo, porque no se dignó a ir a la casa para informarnos de la tragedia y al día siguiente se presentó en el cementerio para darnos un abrazo protocolario y nada más.
Estaba atardeciendo y los árboles se habían llenado de ráfagas heladas y por unos segundos sintió que había llegado al único lugar del mundo donde podía firmar una tregua con el pasado. Meyer puso una mano sobre la lápida y se acordó de la atmósfera siniestra de la bodega donde había ocurrido todo. ¿Qué te movió? ¿No viste que era un caso perdido? ¿No hubiera sido más sensato esperar a que se largaran los turcos y empezar por el principio al día siguiente? ¿Cómo es posible que un hombre de tu experiencia haya caído de una manera tan ingenua en una trampa mortal?
Meyer cerró los ojos con la sensación repentina de que jamás había estado tan cerca de su padre, al grado que sintió a flor de piel el hálito de su autoridad inflexible y la nube de hielo que lo había rodeado a lo largo de su vida. Me comprometo, viejo, a olvidar la frialdad y la indiferencia con que me viste desde que era niño si te acuerdas de que sigo siendo tu hijo y me ayudas a descubrir lo que sucedió en realidad la noche en que te mataron en la Römerstrasse.