Читать книгу Las puertas del infierno - Manuel Echeverría - Страница 9

Оглавление

6

A mediados de junio se produjo un homicidio idéntico a los dos anteriores y unos días después mataron con la misma saña a una mujer de treinta años y a una muchacha de veinticinco que tenían características similares a las víctimas iniciales: solteras, solitarias, sin familia conocida ni relaciones estables.

“¿Cómo se llamaban las primeras dos?” preguntó Ritter.

“Emma Brandt y Gertrud Frei. La tercera se llamaba Anke Gottlieb, la cuarta Birgit Klein y esta…”

“Kornelia Dobler —dijo Ritter— nos lo acaba de decir el orpo. Tengo mala memoria pero todavía no me vuelvo senil.”

La mujer, como las otras cuatro, se había quedado sumergida en una nube de sábanas ensangrentadas y Meyer pensó que eran cinco versiones del mismo cuadro pintadas por el mismo pintor. Todas, además, tenían un cierto parecido: el color del pelo, las facciones, la complexión.

“Me temo —dijo el forense— que el resultado va a ser igual a los otros reportes. Sexo derecho, sexo torcido, vestigios de semen en la boca, la vagina y el ano. Una puñalada en la carótida interna y dos en la externa. Mil a uno que lo hizo el mismo chacal de las otras veces.”

El juez instructor los miró con un aire de fatiga.

“¿Cuándo fue el primer homicidio?”

“En marzo” dijo Meyer.

“Tres meses y no sabemos nada. ¿Están haciendo su trabajo o están haciendo como que trabajan?”

Ritter, que se había inclinado para observar la cara de la muerta, le respondió sin volverse.

“Lo mismo que usted. Estamos esperando que empiece la guerra para que todo se resuelva con la ayuda del Espíritu Santo. ¿Cuántos años tiene?”

“Sesenta.”

“Me lo imaginaba, si tuviera cuarenta le hubiera arrancado la cabeza de un gargajo.”

“No hay necesidad de alterarse —dijo el forense— nos pagan para indagar homicidios no para salvar al mundo. Les doy el reporte mañana. Con permiso.”

“¿Y las fotografías?” preguntó Ritter.

“En media hora —respondió el forense— Ulrich también tiene derecho a llegar tarde.”

De las cinco mujeres asesinadas Kornelia Dobler era la más joven y atractiva y Meyer se imaginó el momento en que había entrado a su habitación con un hombre joven y apuesto que llevaba la muerte escondida debajo de la manga.

“¡Bruno!” gritó Ritter.

“Señor.”

“¿Le estás contando la historia de tu vida?”

Al llegar a la calle interrogaron en forma sumaria a los vecinos que se habían congregado junto a la patrulla.

“Ya sé —dijo Ritter— todos pertenecen al partido y la señorita Dobler era cortés y reservada y les extraña mucho que haya terminado de una forma tan dramática. Si recuerdan algo que pueda ser importante hablen a la Kripo y le dan los datos al detective Meyer. Bruno, por favor, apunta los nombres de todo el mundo.”

“Capitán —dijo uno de los orpos— hay una persona que quiere hablar con usted.”

“¿Un vecino?”

“Un periodista.”

“Increíble —dijo Ritter— en esta puta ciudad la prensa se entera de todo antes que nosotros. ¿Dónde está?”

“Allá” respondió el orpo.

Ritter se dirigió a la puerta del edificio.

“¿Angriff, Stürmer, Tageblatt?”

“Morgenpost —sonrió el muchacho— Sección policial. ¿Podría darme unos minutos?”

“¿Cómo te llamas?”

“Hardy Baumgarten.”

El muchacho miró a Ritter con temor.

“Me gustaría saber si Berlín ya tiene su propio Jack el Destripador.”

“¿Por qué lo dices?”

“Cinco mujeres asesinadas de la misma manera. Una puñalada en el estómago mientras estaban haciendo el amor con el asesino. Algunos colegas ya le pusieron apodo.”

“¿Qué apodo?”

“El Lobo de Berlín.”

Ritter lo miró con tanto desagrado que Meyer temió que le fuera a dar un puñetazo.

“¿Cómo lo sabes?”

“Me lo dijeron en el periódico.”

“¿Quién?”

“El jefe de redacción.”

“¿Quién se lo dijo a él?”

“No tengo idea.”

“¿Te llamas Hardy?”

“Hardy Baumgarten.”

“Te voy a dar la oportunidad de tu vida, Hardy. ¿Quién se lo dijo? No me hagas perder el tiempo.”

“Me ordenó que viniera al lugar de los hechos y hablara con usted. Es todo.”

“¿Que hablaras conmigo o con el responsable de la indagación?”

“Con el responsable de la indagación.”

“¿Cómo sabes que le dieron una puñalada en el estómago mientras estaba cogiendo con el asesino?”

“Me lo dijo el jefe de redacción.”

“Te dijo mal, no fue una puñalada en el estómago, fueron tres puñaladas en el cuello, igual que a las otras desdichadas, y te lo dijo el jefe de redacción porque a él se lo dijo alguno de los orpos. Un puñado de marcos a cambio de información confidencial. Los periodistas no sienten ningún respeto por la sangre derramada ni les importa un culo si dificultan la tarea de la policía con sus reportes escandalosos y su furor uterino por vender basura. ¿Cómo se llama el jefe de redacción?”

“Norman Fischer.”

“Habla con él y dile que no se le ocurra publicar una línea sobre estos casos o le voy a mandar a una jauría de la Gestapo para que les cierre el periódico. El Lobo de Berlín, Bruno. ¿Qué te parece? Mundo jodido.”

Media hora después, en una taberna de Pankow, Meyer se acordó del rostro absorto de Kornelia Dobler y sintió que la había conocido desde siempre, como si la muerte la hubiera despojado de sus secretos para convertirla en un libro abierto en el que podían leerse los episodios más significativos de su vida.

“Si usted me permite, capitán, tengo la impresión de que las cinco víctimas llevaban una existencia poco honorable.”

“¿Putas?”

“Ocasionales.”

“No hay putas ocasionales.”

“Digamos que no se dedicaban a la prostitución de tiempo completo. Tenían un trabajo, vivían como el resto de la gente y algunas noches se dirigían a algún café o una cervecería para enganchar un cliente y ganarse unos marcos libres de impuestos.”

Ritter tomó un sorbo de Münchner.

“En ese caso va a ser fácil localizar al homicida. Los lugares en los que se producen esa clase de encuentros están identificados por la Kripo. Son los mismos donde se vende droga, se trafica con armas y se ofrecen operaciones para eliminar embarazos indeseados.”

“¿Cuántos son?”

“¿Los abortos o los lugares?”

“Las dos cosas.”

“Los abortos son alrededor de seis mil al año, nada más en Berlín. Galeotti maneja el ochenta por ciento de las clínicas y los Antonescu están invadiendo terreno prohibido y han empezado a acaparar el resto. Son conjeturas, pero el hecho es que el negocio produce cuatro millones al año y la Kripo y la Gestapo se llevan un millón y medio.”

“¿Todo bien, capitán?” preguntó el mesero.

“Otra ronda —dijo Ritter— Tienes razón. Emma Brandt, Gertrud Frei, Anke Gottlieb, Birgit Klein y la pobre diabla que acaban de matar… A lo mejor sí me estoy volviendo senil. ¿Cómo se llamaba?”

“Kornelia Dobler.”

“Cualquiera de ellas hubiera podido llegar a los tugurios de Galeotti para hacer un negocio rápido y seguir viviendo como si no hubiera pasado nada.”

Meyer recordó que las cinco mujeres tenían otros rasgos en común: vivían solas, eran discretas y ordenadas y habían dejado un recuerdo agradable entre sus vecinos de edificio, que no tenían ningún reproche que hacerles, salvo el hecho de que solían llevar a sus departamentos a hombres desconocidos.

“Pudiera ser —dijo Ritter— ¿Por qué no? Si aceptamos que las cinco fueron asesinadas por el mismo hombre es probable que se hayan encontrado con él en esos lugares, que están llenos de cazadores nocturnos. Unos van para buscar novia o amante. Otros, como el degenerado que las mató, van de un sitio a otro para elegir a su siguiente víctima.”

Ritter observó con desconfianza las mesas de la taberna.

“¿Qué te movió, Bruno? ¿El instinto o el miedo? Si no hubieras disparado con la celeridad con que lo hiciste no estaríamos hablando en este momento. Mircea Antonescu era el segundo de Dragos en la estructura de la familia y se encargaba de las casas de juego y las casas de usura, lo que no le impedía tomar en sus manos las operaciones de castigo para poner en orden a los deudores incumplidos. La familia tiene un ejército de sicarios, pero Mircea solía intervenir en la ejecución de las sanciones sin más objetivo que darse el gusto de llenar las banquetas de sangre. ¿Qué hubiera dicho el profesor italiano?”

“¿Lombroso?” —dijo Meyer— Es posible que Mircea llevara en el rostro los signos de su naturaleza profunda, pero no conozco los criterios de identificación.”

“¿Qué fue? —dijo Ritter— ¿El instinto o el miedo?”

“No sé.”

“Me habría dado un tiro en la cara y acto seguido te hubiera partido el alma. Tu padre era igual, rápido, certero. Yo hubiera hecho lo mismo por ti.”

Era la primera vez en varias semanas que salía a relucir el episodio de la Torkelstrasse y Meyer se acordó de las noches que había pasado luchando con el espectro de Mircea Antonescu, que solía visitarlo a las horas más inesperadas para llenarlo de horror. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Qué lo impulsó a jalar el gatillo: el instinto o el miedo?

La Kurfürstendamm se había llenado de flores y aromas nuevos y Meyer respiró con alivio el aire cálido del mediodía a medida que se iban alejando del cadáver de Kornelia Dobler.

“No olvides que disparaste en legítima defensa.”

“No estoy de acuerdo. El código penal es muy claro. Procede en legítima defensa el que se ve amenazado por un peligro inevitable y mortal. No estamos seguros de que Mircea me fuera a matar.”

Al llegar a la Puerta de Brandeburgo el tráfico se hizo más fluido y veloz y Meyer le pidió a Ritter que se detuviera unos minutos en algún rincón del Tiergarten, porque tenía que decirle algo importante.

“Hablamos en la oficina.”

“Prefiero que hablemos en el parque.”

Hacía un poco de bochorno y los prados estaban llenos de niños y oficinistas que habían aprovechado su hora de descanso para organizar una comida campestre bajo las ramas de las magnolias y los abetos.

“¿Qué está pasando con los judíos?”

“¿Perdón?”

“Los judíos, capitán. ¿Qué está pasando con ellos?”

“Dime Hugo.”

“Hace unas semanas vi una cosa espeluznante. En la Gutenbergstrasse, la calle donde vivo. No acabábamos de despedirnos cuando llegaron tres pelotones de las SS y sacaron a patadas y culatazos a más de cincuenta personas que vivían a unos pasos de mi edificio. Se los llevaron a Anhalter y los subieron a un ferrocarril. La estación estaba a reventar de judíos. Hombres, mujeres, niños, ancianos. No había menos de mil que habían llevado desde distintos puntos de la ciudad. Los andenes estaban llenos de letreros. Dachau, Sachsenhausen, Ravensbrück, Flossenbürg. ¿Qué está sucediendo?”

“Los rumores de la calle dicen que los están asentando en otras partes. ¿Cómo sabes que los llevaron a Anhalter?”

“Porque me subí al automóvil del camarógrafo y le dije que estaba buscando a un testigo.”

“¿El camarógrafo?”

“Al parecer, capitán, las SS tienen órdenes de filmar los traslados y mandar las películas al Ministerio de Propaganda y a las oficinas del jefe del Estado. No entiendo. ¿Se los llevan de Berlín y de otras ciudades para asentarlos en Dachau, Sachsenhausen y Ravensbrück? Le estoy hablando de un mundo de gentes que tienen trabajos, casas, negocios, oficinas. De miles de niños que van a la escuela todos los días. ¿Qué sentido tendría sacarlos de Berlín o de Leipzig para llevarlos a otro lugar?”

Meyer encendió un cigarro.

“Me temo que se los están llevando para matarlos. La otra noche vimos a una escuadra de orpos y oficiales de las SS masacrando a una manifestación de obreros en la Glorieta Westfalia y al día siguiente los periódicos no publicaron una sola línea sobre el incidente. Hitler ha promulgado una infinidad de decretos para segregar a los judíos y convertirlos en ciudadanos de segunda, pero la verdadera intención del régimen es borrarlos de la faz de la tierra y lo están haciendo en la noche, en silencio, sin permitir que se entere nadie.”

Ritter se aflojó la corbata.

“¿Qué esperas? ¿Que me indigne? ¿Que te diga que estamos gobernados por un demente? Lo fundamental, para nosotros, no es hacer política ni análisis filosóficos, sino perseguir facinerosos. Olvídate de lo que está sucediendo y dedícate a lo tuyo. ¿Quién mató a Kornelia Dobler y a las otras mujeres? No podemos permitir, como dijo el imbécil del Morgenpost, que Berlín esté a merced de un Jack el Destripador corregido y aumentado.”

“El verdadero Jack el Destripador es el canciller de Alemania.”

“Quizá, pero nuestro negocio no consiste en oponernos a las decisiones del gobierno, sino en trabajar para que las calles de la ciudad y del resto del país se mantengan en orden y la gente pueda vivir en paz.”

“Menos los judíos y los comunistas. ¿No es cierto? ¿Qué le dijo mi padre?”

Ritter lo miró con impaciencia.

“Tu padre era un policía de la cabeza a los pies y jamás puso la política por encima de sus obligaciones oficiales.”

“¿Estaba de acuerdo?”

“¿Con qué?”

“Lo que hemos hablado. Quisiera saber también si estaba de acuerdo con el Pacto del Bristol.”

“Ludwig fue una víctima de las épocas anteriores al pacto. De hecho, el pacto se firmó a raíz de su muerte. Las familias habían convertido a Berlín en una zona de guerra y tu padre odiaba a los jefes de las mafias.”

“El señor Galeotti me habló de él con mucha familiaridad y estoy autorizado a suponer que llevaron una relación cordial. Dudo mucho que haya odiado a los jefes de las mafias.”

Ritter se dejó caer en una banca de hierro.

“El asunto, Bruno, es más complicado de lo que imaginas. ¿A dónde quieres llegar?”

“Al fondo de la verdad.”

“La verdad tiene muchos fondos. Igual que las mentiras.”

“Si usted quiere —dijo Meyer— podemos abandonar la plática en este punto.”

“¿Y dejar que sigas viviendo en la ignorancia? De ninguna manera.”

Ritter encendió un Zodiac.

“Durante muchos años nos dedicamos a cerrar clínicas ilegales, burdeles, casas de usura y a confiscar lotes de armas y camiones atiborrados de opio, morfina y heroína y jamás logramos relacionar el cuerpo del delito con los autores del delito.”

“¿El cuerpo del delito?” dijo Meyer.

“Las armas, la droga, las casas de usura.”

“El cuerpo del delito es otra cosa. Dirá usted los instrumentos del delito.”

“Como sea. El hecho es que no logramos implicarlos en nada y Berlín, lo mismo que el resto de las ciudades del país, seguía hundida en un mar de sangre y violencia. Ponían explosivos, organizaban balaceras y todas las semanas había una cantidad enorme de muertos y heridos. Hitler acababa de adueñarse de la cancillería y estaba furioso porque la Kripo no podía contener a una horda de rufianes que estaban aterrorizando a todo el mundo y obraban con absoluta impunidad. No logramos resolver nada hasta la noche memorable en que recibí una llamada muy extraña en la guardia de agentes.”

“¿De quién?”

“Te lo digo en un instante.”

La Góndola Azul se encontraba en el corazón de Neukölln, a dos cuadras de la casa fastuosa del almirante Canaris y las cúpulas doradas de San Matías, una iglesia del siglo diecinueve que parecía observar con indulgencia la vida disipada de los concurrentes a uno de los barrios más populares de Berlín.

El lugar estaba repleto, pero Vittorio Galeotti, que tenía más de ochenta restoranes en la ciudad, había ordenado que dispusieran la cena en un comedor privado, donde los recibió vestido como un príncipe y con dos botellas de champaña rodeadas de bocadillos italianos.

Galeotti, que irradiaba carisma y aplomo, les sirvió una copa de jerez y esbozó una sonrisa.

“Ludwig, Hugo, ustedes dos saben lo que hago y seguiré haciendo para ganarme la vida. Estoy vendiendo y alquilando lo que me piden los alemanes de las edades y estratos sociales más variados. ¿Quieren un poco de droga, quieren librarse de un embarazo, quieren acostarse con una muchacha de quince años? Yo proveo, ellos pagan y todos contentos.”

Galeotti señaló las calles bulliciosas de Berlín.

“El problema es que hay otros empresarios que están haciendo negocios muy jugosos con los secuestros, el contrabando y la usura y no les basta con los beneficios que están obteniendo. Quieren el pastel completo, y no se les ha ocurrido otro método para conseguirlo que invadir las zonas ocupadas por nosotros y nosotros, para responder con la misma moneda, nos hemos visto forzados a incursionar en las zonas ocupadas por ellos, de modo que se ha perdido el respeto y el decoro y nos encontramos al borde de una guerra que se va a desatar antes de que empiece la verdadera guerra entre Alemania y el resto del mundo.”

Galeotti encendió un Montecristo.

“Los invité, señores, porque han sido dos adversarios leales y tengo la convicción de que serían incapaces de llevarme ante un juez para acusarme de lo que les he confesado a lo largo de esta cena que podría calificar de histórica.”

No había más solución, les dijo, que firmar un pacto de respeto y juego limpio para dejar que todos hicieran lo que tenían que hacer sin causar daños innecesarios y los alemanes pudieran dedicarse a vivir sus vidas sin temor de verse envueltos en una tormenta de balas.

Los argumentos de Galeotti se deslizaron como un viento glacial a través de la mesa.

“El remedio está en las manos de los órganos policiales del Estado. Me refiero a la Kripo, a las SS y a la Gestapo, que no sólo tienen la fuerza y los elementos logísticos para neutralizar a los enemigos del nacionalsocialismo sino para evitar que las operaciones…. ¿Cómo les llamaré sin ofender a nadie? Exacto, Hugo, para evitar que las operaciones marginales se salgan de cauce y pongan en peligro la coexistencia pacífica de los alemanes.”

Galeotti abrió las cortinas y señaló el paisaje soberbio de Berlín.

“Es una de las ciudades más hermosas del mundo. Ha sido la cuna de hombres ilustres, músicos, pintores, escritores, políticos y no me asombraría que en unos cuantos años se convierta en un montón de escombros. Pero mientras llega o no llega la hecatombe nosotros podríamos hacerle un servicio inestimable sin más trámite que ponernos de acuerdo. ¿Cómo? Discutiendo con serenidad y buena fe hasta que llegue el momento de firmar un pacto sagrado para que las operaciones marginales se desarrollen en un clima de paz.”

Galeotti se encogió de hombros.

“El asunto no lo vamos a resolver esta noche. Pero les sugiero que hablen con los altos mandos de la Kripo y los convenzan de que la única manera de mitigar los daños colaterales es sentar las bases de un entendimiento entre los oficiales del régimen y las familias que están operando en el país. Estoy seguro de que las autoridades estarían dispuestas a hablar con nosotros para establecer un comité de vigilancia que nos permita funcionar de común acuerdo.”

Ritter no recordaba si había sido él o Ludwig Meyer el que sacó a relucir el tema, pero Galeotti respondió con la misma firmeza con que había expuesto su caso.

“¿A cambio de qué? Magnífica pregunta. Es más: me atrevería a decir que no sólo es una pregunta magnífica sino que es la pregunta crucial.”

Galeotti se inclinó sobre la mesa.

“Dinero —dijo— Toneladas de marcos, libras y dólares que serían entregados con puntualidad a los mandos de las tres corporaciones. Yo me comprometo a garantizar con mi vida que el pacto será respetado en forma escrupulosa. También me comprometo a mandarles señales de humo a los jefes de las otras familias para que vean los beneficios de la iniciativa y acepten reunirse con nosotros en el sitio y fecha que ustedes dispongan. ¿Tenemos un principio de acuerdo?”

Ludwig Meyer, que había oído a Galeotti con el ceño fruncido, se aclaró la garganta.

“Le agradezco mucho, señor Galeotti…”

“Vittorio, Ludwig, te lo ruego.”

“Le agradezco mucho, señor Galeotti, que nos haya invitado a cenar, pero no puedo ofrecerle que vamos a hablar con el subdirector de la Kripo para transmitirle su recado. Sería tanto como exponernos a que nos degraden en el acto y nos sometan a una indagación que podría llevarnos a la cárcel por una cadena de infracciones que empezamos a cometer en el instante en que nos reunimos con usted.”

“Ludwig —dijo Ritter— no es el momento de responder con un cubetazo de agua helada la oferta generosa que nos ha hecho Vittorio. Tenemos que ver todos los ángulos y analizar con detenimiento los pros y los contras de la situación.”

“No hay pros y contras —dijo Ludwig Meyer— se trata, en suma, de poner a los órganos de seguridad de Alemania al servicio de la delincuencia. Una cena exquisita, señor Galeotti, pero no me parece adecuado que volvamos a reunirnos.”

“Vittorio —dijo Ritter— no te ofendas. Es un asunto espinoso y como acaba de decir Ludwig nos has colocado en una posición difícil. Tenemos que pensarlo.”

Galeotti los miró con una expresión risueña.

“No podemos dejar que la cena se convierta en una fuente de discordias. Se trata de encontrar un término medio que nos permita desarrollar nuestros oficios respectivos en una atmósfera de racionalidad. No vamos a ganar nada si seguimos haciendo la guerra cada uno por su lado.”

“Usted lo ha dicho —respondió Ludwig Meyer— nuestros oficios respectivos.”

“Ludwig —dijo Ritter— lo hablamos después. Lo más importante es examinar la oferta. No sabemos lo que nos va a responder el subdirector de la Kripo. Tenemos que discutirlo con él.”

“No hay necesidad de precipitarse —dijo Galeotti— Analicen el problema y volvemos a reunirnos cuando tengan un punto de vista definitivo.”

“Un millón de gracias —dijo Ritter— Vamos a reflexionar en lo que se ha hablado y te daremos nuestra respuesta en un tiempo breve.”

Ya estaban por abandonar el reservado cuando Galeotti abrió un armario de caoba y les entregó dos estuches de Cartier. Los relojes, que eran de oro, llevaban una fecha inscrita en el reverso de la carátula.

“Febrero 15 de 1936 —dijo Galeotti— No es un regalo. Es un testimonio de buena voluntad. Si aceptan mi oferta se convertirá en un símbolo del encuentro más fructífero que hayan tenido nunca los oficiales de la Kripo y la familia Galeotti, lo que, a su tiempo, podría hacerse extensivo al resto de las familias.”

“Muy amable —dijo Ludwig Meyer— pero no puedo aceptarlo.”

Ritter se guardó los estuches y le dio un abrazo a Galeotti, un gesto que Ludwig Meyer observó con frialdad y Galeotti correspondió de la manera más efusiva.

“Ha sido un honor —les dijo— sea cual sea la respuesta de las autoridades pueden contar conmigo. Adversarios o aliados, lo fundamental es que la reunión de hoy quede como un ejemplo del espíritu de concordia de tres hombres honorables.”

No habían salido de La Góndola Azul cuando Ritter y Ludwig Meyer se enredaron en una discusión tormentosa.

“No podemos ponernos en manos de una banda de forajidos y seguir fingiendo que somos policías.”

“Al revés —dijo Ritter— no podemos seguir persiguiendo a las sabandijas y dejar que los delincuentes de capa de armiño se adueñen de las calles de Alemania. Tenemos que hablar con Scheller y transmitirle el mensaje de Galeotti.”

“¿Sabes lo que valen los relojes?”

“Una fortuna”

“¿Por qué los aceptaste?”

“Porque hubiera sido una falta de educación rechazarlos y no voy a permitir que un hombre como Galeotti nos haga ver como dos palafreneros. Agarra el reloj y deja de jugar al monje franciscano. No te queda.”

“Primero muerto.”

Durante la siguiente semana apenas se dirigieron la palabra, hasta el viernes en que Ritter invitó a comer a Ludwig Meyer para firmar una tregua.

“Hubiera preferido hacerlo contigo, pero no me dejaste más opción que hablar con Scheller para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

Estaban en el Sturm und Drang, una taberna que solían frecuentar los oficinistas del Ministerio de Justicia y donde servían el mejor gebratene de Berlín.

“No te voy a perdonar. Estabas obligado a acompañarme y enfrentar la situación con el mismo espíritu de fraternidad con que hemos enfrentado lo demás.”

Ludwig Meyer se quedó perplejo.

“Te dije mil veces que era una estupidez que hablaras con Scheller. ¿Cómo reaccionó?”

“Se puso lívido, arrojó un cenicero contra la pared y me dijo que llevaba en el pecho una lista de los traidores que lo rodeaban en la Kripo y que a partir de esa mañana yo ocupaba el lugar más distinguido.”

“¿Le informaste que yo había ido a la cena?”

“No fue necesario. Me imagino, dijo Scheller, que tu compañero y amigo no es ajeno a esta maquinación. ¿Por qué no vino a dar la cara? Porque no está de acuerdo, le respondí. Y me temo que se va a poner furioso cuando se entere de que le pedí una audiencia para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

Jürgen Scheller había empezado como policía de banqueta en una sección olvidada de la comandancia de Magdeburgo y fue avanzando en la jerarquía escarpada de los rangos intermedios hasta el principio de la guerra, donde combatió como un león bajo el mando del general Von Mackensen en las trincheras de Serbia. Era un hombre macizo, de cincuenta años y se había hecho famoso por su afición a los caballos y su éxito con las mujeres.

“¿Qué te dijo Ludwig?”

“Lo mismo que usted —respondió Ritter— pero yo tenía la obligación de informarle y no he tenido más remedio que hacerlo.”

“¿Te das cuenta —gritó Scheller— de lo que va a suceder? Galeotti va a esperar mi respuesta unos días y si no sabe nada va a extremar sus guerras con las otras mafias para presionar a la Kripo y obligarnos a aceptar el arreglo. ¿Qué les dio? ¿Antipasto, vino y espagueti? Hijo de puta, hace años que debería estar encerrado en Plötzensee.”

“Fue una imprudencia —dijo Ritter— y quiero eximir a Ludwig de la culpa que pudiera corresponderle.”

Ludwig Meyer lo miró a los ojos.

“¿Qué te respondió?”

“Que el daño ya estaba hecho y yo no era quien para eximir a nadie.”

“Te lo advertí. Acabas de arruinar nuestras carreras.”

Ritter se acabó el gebratene y pidió unas copas de brandy.

“La entrevista siguió en el mismo tono hasta que Scheller me preguntó si le estaba ocultando algo. ¿Señor? le contesté.”

“Que si me estás ocultando algo.”

“Así es. Pero en vista de la reacción de usted me da miedo decírselo.”

“Dímelo.”

“Galeotti, señor, nos ofreció un porcentaje sustancial de sus ganancias y las ganancias de las otras familias si la Kripo, la Gestapo y las SS aceptaban ayudarlos a operar en forma ordenada y pacífica. Cientos de miles al mes, millones al año.”

El Tiergarten se había quedado vacío y Meyer echó de menos las voces y las risas de los niños y los oficinistas que habían ido desapareciendo mientras Ritter le hablaba de los conflictos que se desataron a partir de la noche en que cenaron con Galeotti.

“Hay una cosa que no entiendo…”

“Calma, Bruno. Te prometo que hoy mismo lo vas a entender todo. ¿Te gustaría comer en el Sturm und Drang?”

Las puertas del infierno

Подняться наверх