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Redefinición de la relación entre arte y política

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En El Malestar de la estética, Jaques Rancière señala cómo la relación entre arte y política en la contemporaneidad se encuentra enmarcada en lo que denomina “el fin de la utopía estética”, es decir, la puesta en crisis de “la idea de una radicalidad del arte y de su capacidad de contribuir a una transformación absoluta de las condiciones de existencia colectiva”.1

De este panorama posutópico de las prácticas artísticas se derivan, según Rancière, dos configuraciones expresivas que caracterizan los vínculos y las nuevas tensiones entre el arte y la política. En primer lugar, la emergencia de unas prácticas del arte que, sin negarse la posibilidad de configurar una mirada crítica frente a las relaciones y formas de ser colectivas, se distancian de los lenguajes comprometidos con las ideologías políticas que tuvieron auge en los años sesenta y setenta. En este caso, la radicalidad de estas prácticas se mantiene en sus formas de expresión y en la intención de proponer lecturas heterogéneas o, incluso, yuxtapuestas sobre la experiencia del mundo, a través de una actualización de su potencia expresiva. Así, advierte Rancière: “Esta potencia es con frecuencia pensada bajo el concepto kantiano de lo ‘sublime’ como presencia heterogénea e irreductible en el corazón de lo sensible de una fuerza que lo desborda”.2

En segundo lugar, unas prácticas relacionales que se distancian de las pretensiones de transformación de las condiciones de vida por medio del arte, pero que insisten en comprender las prácticas artísticas como formas de intersticio social. En este caso, si bien las prácticas del arte no pueden transformar por completo los aspectos conflictivos de una sociedad, sí están en capacidad de abrir un espacio y un tiempo propios, desde los cuales es posbible abstraer y tematizar aspectos de interés colectivo. Este ámbito relacional permite al artista constituir recortes de realidad en los que se hace posible abrir un espacio de discursión, de diálogo o como mínimo de reflexión, en el que es posible reconfigurar o repensar rasgos de las interacciones colectivas.

En la primera conformación, que denominaremos aquí como “actualización de lo sublime”, Rancière propone, a su vez, dos consideraciones expresivas. Por una parte, las prácticas artísticas que intentan instalar “un ser en común anterior a toda forma política particular”,3 es decir, prácticas artísticas que suscitan formas de cohesión concretas a través de la detonación de sentido de una imagen o referente común y su intensificación expresiva. Por otro lado, las prácticas artísticas que asumen la función de “testimoniar la existencia de lo no presentable”, es decir, que asumen como eje central de expresividad la “separación irreductible entre la idea y lo sensible”.4 Por ende, el tipo de posibilidad de cohesión que suscitan las prácticas artísticas no está construida sobre la sedimentación de una promesa de transformación política, ni siquiera en un sentido estricto a través de la denuncia, sino por el contrario, en la conformación de una instancia en la que el colectivo se reconoce desde un reflejo negativo, en el que es posible desplegar una visión crítica de la realidad compartida.

En la segunda vía, Rancière advierte la referencia a prácticas del arte que proyectan sobre una condición relacional la posibilidad de problematizar situaciones y contextos microsociales, no con el fin de transformar su conformación, sino de crear o recrear lazos y puntos de conexión entre sujetos a través de las interacciones colectivas. Advierte Rancière:

La estética relacional rechaza las pretensiones de autosuficiencia del arte al igual que los sueños de transformación de la vida a través del arte, pero reafirma sin embargo una idea esencial: el arte consiste en construir espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio de lo común.5

De este modo, el lugar de lo político en el arte, desde esta perspectiva, no tendría que ver necesariamente con la denuncia, con una función documental o incluso, con una forma de sanar o remediar el daño ocasionado por la experiencia de la violencia política, la segregación o la discriminación, sino más bien con la continua posibilidad de constituirse como una presencia inquietante, como una forma de aludir a otros sentidos de la experiencia de la violencia. La práctica artística opera en este caso como mediación frente a aspectos problemáticos de la realidad, abre un espacio, un intersticio, en el que es posible repensar o ver desde otras perspectivas los efectos de las tensiones y las interacciones colectivas.

Si bien hay apuestas creativas que no se instalan del todo en un ámbito relacional, muchas de ellas recurren a proponer la inscripción de imágenes, secuencias audiovisuales y acercamientos performativos que apuntan a “testimoniar la existencia de lo no presentable”; se instalan en ese ámbito de hacer visible lo que las imágenes de circulación mediática pasan por alto o a reconfigurar los tiempos, las velocidades y los espacios de circulación. En este sentido, Rancière advierte de nuevo:

El arte no es político, en primer lugar, por los mensajes y los sentimientos que transmite acerca del orden del mundo. No es político, tampoco, por la manera en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la misma distancia que toma con respecto a sus funciones, por la clase de tiempos y de espacio que instituye, por la manera en que recorta este tiempo y puebla este espacio.6

En este marco de referencia tiene lugar un replanteamiento del valor político en las prácticas artísticas, expresado también en perspectivas como la de Mieke Bal, teórica de los estudios visuales. Según Bal, el arte que se supone y se reclama a sí mismo como político y que “se manifiesta en lugar de realizar, que declara en lugar de actuar, que decreta en lugar de hacer un esfuerzo” y que termina reduciéndose a un juicio moralizante o de simple señalamiento a lo que considera como dominante: “ideología, clase, institución, pueblo”, y a partir de la puesta en juego de su carácter reaccionario termina proclamando “su propia inocencia”.7

De este modo se hace visible, desde el agenciamiento de estas prácticas artísticas, una tematización de situaciones y contextos que emergen de la conformación de realidades compartidas en las cuales tales prácticas operan como mediaciones, como un espacio para su problematización. En el caso de las prácticas artísticas que tematizan aspectos relacionados con la violencia política en Colombia, tomamos como casos de análisis a los artistas Juan Manuel Echavarría y Erika Diettes. Intentaremos entonces, de aquí en adelante, hacer visibles algunas de las mediaciones que tienen lugar en sus procesos creativos y la forma como desde sus interacciones y posibilidades expresivas resignifican aspectos de la experiencia de la violencia política.

Arte, imagen y experiencia: perspectivas estéticas

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