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Renombrar, ritualizar
ОглавлениеSegún lo señalado por investigadores sociales y por el Centro de Memoria Histórica, Puerto Berrío, municipio situado en el Magdalena Medio, en el departamento de Antioquia, ha tenido históricamente una relación profunda con la violencia política. Su ubicación geográfica lo hace un territorio estratégico para las Fuerzas Armadas y los grupos armados ilegales, lo cual se ha manifestado en el nivel de confrontación y en las formas de represión y violencia sobre la población civil. Según cifras aportadas por el Registro Único de Víctimas, de aproximadamente 46 000 víctimas de desaparición forzada por el conflicto armado en Colombia, 1 442 se registran en el municipio de Puerto Berrío.
Al ser un municipio ubicado en la rivera del río Magdalena, los remolinos y la corriente permitían que de forma periódica llegaran a la orilla cuerpos anónimos, que eran sepultados en la zona del cementerio destinada para los NN.
Distintos investigadores sociales han relatado cómo los pobladores se apropian de las sepulturas de los NN, iniciando una suerte de intercambio. El “ritual de acogida”, como podríamos llamar a esta práctica, inicia con la acción de marcar la sepultura con la palabra “escogido”; luego, en los días siguientes, realizar visitas periódicas, en las que se saluda tocando la piedra de la sepultura para despertar a las animas, como tocando una puerta que permita el ingreso por medio de rezos y solicitudes a la realización de favores o milagros. Si el ánima del NN los cumple, recibe como retribución un nombre, flores y cuidados para su sepultura y, finalmente, la inclusión de sus restos en el osario familiar, o dentro de uno individual pagado por quien ofrenda como retribución por el favor recibido.
Este es el contexto en el que se inscribe el proyecto artístico Requiem NN de Juan Manuel Echavarría en colaboración con Fernando Grisalez.22 El proyecto está compuesto por tres obras. En primer lugar, una serie fotográfica, realizada entre 2006 y 2015; su recurso lenticular permite hacer visible el tránsito y las variaciones en el tiempo que se van incorporando en la pared del cementerio de Puerto Berrío que está destinada para esos cuerpos anónimos, sin dolientes, cuyas identidades fueron arrebatadas y cuyos cuerpos fueron lanzados al río como intento de ocultar su propia muerte. En este tránsito pueden verse las formas de escoger las sepulturas, los nombres puestos por los solicitantes a los cuerpos, las flores, las decoraciones allí dispuestas y los agradecimientos por los favores recibidos.
En segundo lugar, una serie de doce videos titulada “Novenarios en espera” (2012), cuyo contenido refleja el mismo tránsito, pero ahora como imagen en movimiento y haciendo énfasis en el detalle de sepulturas concretas. Y, por último, un documental realizado en 2013, de un poco más de una hora de duración, en el que se presentan entrevistas y relatos de los pobladores, así como algunos de los imaginarios, creencias y significados relacionados con las prácticas que tienen lugar con los NN.
Según Maria Victoria Uribe, “Puerto Berrío es un pueblo de testigos y sobrevivientes”,23 un pueblo que, si se nos permite la relación, guarda cierta semejanza con ese pueblo costero ficcionado por García Márquez en el que las olas del mar arrastraron el cuerpo sin vida de un hombre: “El ahogado más hermoso del mundo”.
García Márquez relata que, si bien en aquel pueblo no era la primera vez que las olas del mar arrastraban un cuerpo hasta sus orillas, esta vez se trataba de un cuerpo diferente, dado su tamaño, su expresión y su belleza. Narra cómo las mujeres decidieron acogerlo, darle un nombre, hacerle ropa, imaginarlo con vida en situaciones cotidianas: “Andaban extraviados por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: Tiene cara de llamarse Esteban”.24
Si bien la narración de García Márquez sucede en otro contexto geográfico, sin una referencia directa a la violencia política, hay algo común entre las prácticas de las personas de ese pueblo ficcionado y Puerto Berrío. La acción de acoger y renombrar un cuerpo anónimo se configura aquí en un punto de convergencia entre creencias culturales y religiosas, y formas particulares de relación con la muerte, entre las que se manifiesta una especie de obligación moral de enterrar a los muertos y, al mismo tiempo, ver en este acto la posibilidad de acceder a favores con la mediación de las ánimas de los difuntos, los cuales además, por el hecho de haber muerto en condiciones violentas, parecen reclamar de los vivos, de forma apremiante, oraciones e intermediaciones.
Esta práctica se inscribe, entonces, entre la voluntad de devolverle al difunto algo de humanidad, de integrarlo a un grupo, incluso poniéndole el apellido familiar o el nombre de un ser querido desaparecido, de sepultarlo como merecería cualquiera y, al mismo tiempo, de resolver su enigmática presencia y prevenir el riesgo de dejar su ánima deambulando entre los vivos. Volviendo a García Márquez:
Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: ¡es nuestro!25
Si bien no sería posible hablar de que la práctica de los adoptantes en Puerto Berrío corresponda a la configuración de prácticas de duelo colectivo o de cohesión de la comunidad, pues tales procesos son más del orden de lo individual y están mediados por la condición de intercambio entre el NN y las solicitudes de los adoptantes, sí podríamos decir que, tal vez de forma inconsciente, esta práctica termina ejerciendo cierto proceso de resistencia frente a las lógicas de la violencia ejercida por los actores armados, en el sentido de que contradice la intención de borrar, de desaparecer los cuerpos, las evidencias de la violencia ejercida, al volver a traer el cuerpo e insertarlo en el ritual funerario que, aunque mediado por un interés específico, devuelve de forma indirecta algo de sentido a su propia muerte y restablecer de cierta forma su propia dignidad humana. En este sentido, dice Agamben:
La idea de que el cadáver sea merecedor de un respeto especial, de que exista algo como una dignidad de la muerte no es, en rigor, patrimonio original de la ética. Hunde más bien sus raíces en el estrato arcaico del derecho, que se confunde en todo momento con la magia. Los honores y los cuidados que se prodigaban al cuerpo del difunto tenían en su origen la finalidad de impedir que el alma del muerto (o, mejor dicho, su imagen o fantasma) permaneciera en el mundo de los vivos como una presencia amenazadora (la larva de los latinos y el eidolon o el phasma de los griegos). Los ritos fúnebres servían precisamente para transformar a este ser perturbador e incierto en un antepasado amigo y poderoso, con el que podían mantenerse relaciones culturales bien definidas.26
María del Rosario Acosta sugiere en su interpretación sobre la serie “Novenarios en espera” que la obra de Echavarría, en tanto registro que se detiene en el paso del tiempo entre el acto de los adoptantes de elegir las tumbas y su posterior modificación y expresión de agradecimiento, configura una forma de acompañar el duelo:
La obra puede solo acompañar, en su presencia vacía, casi fantasmal, estos duelos de los que nada sabemos, de los que quizás entendemos muy poco: la imagen es también aquí como la tumba que retrata, el lugar que resguarda a los muertos, reteniendo para sí la verdad de un secreto que no nos es revelado. La obra guarda así el duelo, retiene el jura-mento de dar duelo a quien ya no está, pero lo hace en su imposibilidad de reemplazar el cuerpo ausente de quien ha quedado para siempre sin la posibilidad de ser llorado, acompañado, velado en su propia muerte.27
La investigadora sugiere, de este modo, que la imagen que transita y da cuenta de la transformación de las tumbas registra una forma de duelo colectivo. Sin embargo, esta connotación resulta problemática si tenemos en cuenta que más que una práctica colectiva, la práctica de los adoptantes es un acto de voluntad individual que responde a la posibilidad de encontrar en la acogida de un alma martirizada la recompensa de sus favores a cambio de cuidados, rezos y visitas periódicas. Tal práctica tiene lugar, además, en el marco de unas condiciones estructurales de exclusión. Al respecto, advierte Rubiano:
Hay, evidentemente, cierta ligereza en las interpretaciones que ven en la adopción de los NN la posibilidad de elaborar un duelo y en Réquiem NN una muestra testimonial de su práctica. En efecto, hay un propósito documental en Réquiem NN: construir un discurso mediante el registro temporal de la transformación de las tumbas, de la inter-vención que los adoptantes hacen en ellas. El registro es elocuente con respecto a lo que ocurre con las tumbas (la serie fotográfica y los videos) y lo que hacen los adoptantes con ellas (el documental). Pero tal elocuencia, quizá, dice menos sobre la integración comunitaria en un ritual, y más sobre la exclusión estructural de una comunidad.28
Si bien, como señala Rubiano, no sería posible hablar de que la práctica de los adoptantes en Puerto Berrío corresponda a la configuración de prácticas de duelo colectivo o de cohesión de la comunidad, pues tales procesos son más del orden de lo individual y están mediados por la condición de intercambio entre el NN y las solicitudes de los adoptantes, sí podríamos decir que, tal vez sin buscarlo de forma directa, esta práctica es una forma de resistencia frente a las lógicas de la violencia de los actores armados, en el sentido de oponerse a la intención de borrar, de desaparecer los cuerpos, las evidencias de la violencia cometida. Los adoptantes recuperan esos cuerpos y les ofrecen un ritual funerario que, aunque mediado por un interés específico, le devuelve de manera indirecta algo de dignidad humana y de sentido a la muerte de aquellas personas.
En cuanto al proceso creativo llevado a cabo por Echavarría y Grisalez, este configura una forma de mediación, en la cual la práctica artística registra, vincula y contextualiza esas formas de ser colectivas, abriendo un espacio de reflexión sobre sus implicaciones en el contexto de la violencia política. En tal sentido, Echavarría aclara lo siguiente:
Yo no escojo el color de la tumba, yo no escojo las flores. Esa es una construcción estética que ya está dentro de la fotografía que yo tomé, y yo no la hice, yo no la construí: yo no hice el florero, yo no pinté la tumba, es el adoptante el que lo hace. Entonces ya está dentro de la obra.29
Si bien los elementos esenciales de las imágenes de Requiem NN están en el contexto, estos hacen parte de las prácticas de los habitantes de esta región geográfica. El hecho de traducirlos y conformarlos en una construcción artística devela de otra manera sus sentidos e implicaciones. Pues, tal como ya hemos mencionado antes, el testimonio de la violencia no solo se refleja en las narraciones objetivas de los hechos, sino que, como en este caso, tendría que ver también con las formas en que las prácticas violentas se instalan y se incorporan en las dinámicas colectivas de los mismos contextos sociales y geográficos.
De este modo, el testimonio de la violencia se expresa también en trazas y prácticas culturales que se van naturalizando en los grupos sociales y que nos permiten reconocer otras de sus dimensiones expresadas en los rituales colectivos que se incorporan en las formas de ser de los grupos que viven las dinámicas de la violencia de forma cercana.