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El arte frente a la violencia: poéticas, políticas y formas de interacción Rostro y testimonio

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Entre los años 2003 y 2004, Juan Manuel Echavarría presenta el trabajo artístico titulado Bocas de Ceniza.8 La pieza audiovisual, cuya duración es de un poco más de dieciocho minutos, contiene ocho testimonios expresados en cantos, los cuales son interpretados por testigos-sobrevivientes de acontecimientos enmarcados en las dinámicas de la violencia política en distintas zonas geográficas del país. Los cantos recrean episodios como los desplazamientos masivos ocurridos en el Bajo Atrato entre el 2000 y el 2002 y las masacres de El Salado y Bojayá, ocurridas entre el 16 y el 19 de febrero del 2000 y el 2 de mayo de 2002, respectivamente.

Los testimonios se inscriben en ritmos, cosmovisiones y creencias propios de los contextos geográficos en los cuales se originan, constatando no solo que están constituidos de datos y hechos objetivos, sino que remiten a formas particulares del recuerdo que contienen su propia gramática. Es decir, que el testimonio se construye siempre desde un posicionamiento subjetivo que no solo hace referencia a hechos, sino a todo un entorno, a maneras particulares de ser y habitar el mundo.

El artista, en este caso, registra las gestualidades, propicia un espacio, elige un plano secuencia y reúne en el formato del video las distintas maneras de narrar, sin intervenir en el sentido y en la forma como cada canto relata la experiencia de la violencia. Propone una perspectiva que implica la decisión de registrar los rostros en primer plano y separar por transiciones sencillas cada testimonio, manteniendo sus matices y particularidades.

¿Qué les imprime a estos testimonios el hecho de hacerse canto? En este caso, cantar permite transitar de la palabra del testimonio a la acción performativa, es decir, a un campo de enunciación que no solo involucra el contenido semántico de las palabras, sino una relación tejida con la gestualidad, con la piel, con el cuerpo, con el entorno, con el ritmo, con las formas de autoafirmación en un espacio y un tiempo concreto. Al respecto, relata Echavarría:

En Bocas de Ceniza ya está la guerra, pero al transformar su dolor en un canto, también eso es una transformación dentro del arte. Ahí llega Juan Manuel como un medio, no Juan Manuel haciendo su propia obra sino Juan Manuel reconociendo que ellos tenían una obra que había que visibilizar… y que la podemos ver sin caer en la barbarie. Porque yo creo que esos cantos son una mirada oblicua a la barbarie. No es la mirada directa, es una mirada indirecta, para no petrificarse. Y entendí algo importante con Bocas de Ceniza y es que las emociones son importantes para el espectador, que también me interesa abrir esos espacios no solo de narración y tocarle solo la cabeza a la gente sino también el corazón.9

De este modo, hacer visible esta condición de lo performativo provoca una suerte de repolitización de la voz y del papel histórico de los sobrevivientes, no en el sentido de procurar nichos ideológicos para sus demandas, sino como posibilidad de una localización cultural y territorializada de la violencia como experiencia vivida, inscribiendo el relato sin que pase por la profilaxis de la edición del informe de investigación académica o del expediente judicial, sino justamente en el acento y el tono, en la gestualidad y el ritmo del cuerpo que presencia y ofrece testimonio. Como una forma de constatar que hay diversas maneras de nombrar, decir y relacionarse con la violencia y que, como advierte Veena Das, tales diferencias no están dadas solo en el plano semántico, sino que “—reflejan el punto en que el cuerpo del lenguaje resulta indiferenciable del cuerpo del mundo— el acto de nombrar constituye una expresión performativa”.10

Este componente gestual y performativo aparece también, aunque con otras implicaciones, en la serie de retratos denominada Sudarios de Erika Diettes.11 La serie fotográfica fue realizada con veinte mujeres provenientes del departamento de Antioquia que comparten la terrible condición de haber sido obligadas por actores armados a presenciar la tortura y, en algunos casos, el asesinato de sus familiares.

Los retratos, impresos en seda translúcida, contienen el rostro y parte del torso de cada una de las mujeres, inscribiendo en la imagen una expresión que transita entre la alegoría religiosa y una gestualidad de intenso dolor. Esta referencia a la imagen religiosa ha sido señalada por investigadores como Rubiano12 como una referencia común a los proyectos artísticos que se aproximan a la experiencia de la violencia y de modo particular a los duelos no resueltos.

Si bien es cierto que mediante esta estrategia visual y discursiva se construye más fácilmente sentido en torno al ritual fúnebre, también lo es que podría construir una identidad problemática. Identificar, por ejemplo, un asesinato con un sacrificio (Cristo), una pena por una masacre con una pena por una muerte ofrendada (el dolor de María), o una tortura con un martirio (el suplicio de los santos), podría entenderse, en el orden de lo discursivo, como algo inevitable (en el sentido de lo trágico).13

Previo a la realización de las fotografías, Diettes propicia un espacio en el que se disponen las condiciones para la emergencia del testimonio, intentando captar con su cámara el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Al respecto narra Diettes: “Sudarios son imágenes que no se logran en una entrevista. Ese trabajo se hizo acompañado de un proceso psicosocial, de unas jornadas antes del encuentro fotográfico. La gente era consciente de las fotos que queríamos lograr”.14

De este modo, los retratos intentan captar el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Sin embargo, esta recreación del testimonio frente a la cámara comporta una serie de aspectos tanto técnicos como éticos y emocionales que resultan problemáticos y generan nuevas tensiones en el proyecto creativo. Sobre el particular, Diettes señala:

Aquí la búsqueda era por el testigo, el que vio, el que estuvo allí presente y quedó para contarlo, entonces eso implicaba unas condiciones físicas diferentes, yo sabía que iba a ser un formato grande, sabía que las quería sobre fondo negro, entonces esto implica un dispositivo que condiciona también ciertas cosas, las personas no están en una charla cualquiera, el hecho de ser fotografiado, el otro sujeto está vulnerable, además lo estás despojando de un entorno, porque también es distinto ser fotografiado aquí sentado en el sofá a ser fotografiado en un fondo negro. Todo eso implica una preparación emocional del sujeto ante una circunstancia extraordinaria.15

Justamente, algunos de los aspectos más problemáticos de este trabajo creativo, y que los críticos han señalado con más detalle, tiene que ver con el hecho de que se genere una especie de estetización del dolor, una puesta en escena artificiosa, pues es claro que la gestualidad expresada en cada imagen no corresponde al momento y al acto de presenciar la violencia, sino a una rememoración, la cual además acontece en una especie de representación controlada, mediada por decisiones formales y técnicas, tales como el fondo negro, la textura de la imagen, la tonalidad del blanco y negro, el ángulo y el plano de la imagen, el uso de la iluminación, entre otros aspectos. En este sentido, Gamboa advierte:

No podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de “realidad” de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver a narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa “dispara” en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas la tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.16

Por otro lado, a diferencia de Bocas de ceniza, las fotografías que componen Sudarios borran cualquier referencia contextual, “la eliminación de las referencias contextuales se hace evidente en la ausencia de nombres propios, localizaciones geográficas, vestimentas o locaciones reconocibles que permitan asociar estas imágenes (el rostro de estas víctimas) a algún hecho concreto de la guerra”.17

Se hace necesario ir más allá de las imágenes de las mujeres y de la impresión generada por la gestualidad de los retratos para comprender su condición de mujeres-testigo. No hay palabras que acompañen la imagen y que describan el contexto al que remiten, no aparecen las historias, los espacios geográficos, las identidades de las mujeres y sus familiares-víctimas; no hay en la imagen fotográfica una referencia directa a los hechos que provocan la visible intensidad de su dolor.

Sudarios intenta ubicarse en la compleja relación entre experiencia y lenguaje, sobre la imposibilidad de traducir ese dolor, de forma satisfactoria, a la palabra y a la imagen, pues por más que se relaten de nuevo los hechos, los acontecimientos de violencia que lo provocaron, hay algo que permanece como intraducible en las palabras. Sin embargo, aludir en este caso a la gestualidad, a la imagen, se convierte en un nuevo intento por contener ese dolor para hacerlo visible a los otros. La imagen fotográfica intenta, como lo ha hecho desde el inicio de su historia, capturar un instante, contener el tiempo y el espacio, retratarlo, congelarlo, con la pretensión siempre truncada de conservar todas sus trazas e inscripciones.

Aquello a lo que hacen referencia los retratos de las mujeres en Sudarios es a la exteriorización del dolor, a su dignificación ante los otros. Estas mujeres habitan el límite de lo vivible, el límite del relato porque solo allí, en la suspensión del dolor, aparece velada en su opacidad la referencia al desaparecido. En este sentido, advierte la socióloga del Cinep, Nadis Londoño, quien acompañó el proceso psicosocial con estas mujeres:

La idea del proyecto no era solo congelar ese dolor, era validarlo y darle un lugar, dignificar el dolor. Es que en esta cultura hay un imaginario que el dolor hay que taparlo. Que el dolor hay que negarlo, porque entonces eso nos hace sentir débiles, indignos. Entonces era como un escenario para decirles a estas mujeres, sí, eso pasó.18

Dignificar el dolor implica, además, no solo la búsqueda de su reconocimiento colectivo, sino aquello a lo que Veena Das hace referencia cuando piensa en que quien se ve obligado a presenciar la violencia debe volver a “aprender a habitar el mundo, o habitarlo de nuevo en un gesto de duelo”.19

Así, frente a las valoraciones que ven en Sudarios una escenificación artificial del dolor, resulta pertinente el planteamiento de Rancière, haciendo referencia a la imagen fotográfica en Alfredo Jaar:

La acusación de “estetizar el horror” es demasiado confortable, ignora demasiado la compleja intrincación entre la intensidad estética de la situación de excepción capturada por la mirada y la preocupación estética o política por dar testimonio de una realidad que nadie se preocupa de ver.20

En este mismo sentido, podríamos afirmar que tanto en Bocas de ceniza como en Sudarios la potencialidad expresiva del arte no solo tiene que ver con el contenido de los testimonios, en tanto reconstrucción de hechos sobre la violencia, incluso, su lugar de enunciación no se configura solo en la construcción metafórica de las letras de las canciones o en la composición de los retratos, sino en la reunión de todos estos aspectos en una expresión performativa, en la que también el cuerpo, la gestualidad del rostro, contiene y proyecta significado en sí mismo, pues, tal como advierte Emmanuel Levinas, la interacción, el contacto visual con el rostro del otro, es el inicio, el punto de despliegue de una relación ética, pues instala no solo la posibilidad de percibir al otro, sino que permite la proyección de su exterioridad, su carácter expuesto, su condición de vulnerabilidad. Tal vez, por esta razón Levinas afirme que: “El rostro está siempre expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Pero, al mismo tiempo, el rostro es lo que nos impide matar”.21

El rostro, entonces, es apertura y cierre, está expuesto ante el otro y su expresividad se dirige a él, pero su significación establece también un límite, una frontera. Los testigos-sobrevivientes que configuran estos dos trabajos creativos no solo dan cuenta de su experiencia de la violencia, sino que proponen a través de la gestualidad de sus rostros y de su expresión performativa una duración, un diálogo que exige interlocutores, que reclama la presencia de los otros, los convoca y al mismo tiempo los confronta.

Arte, imagen y experiencia: perspectivas estéticas

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