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DECONSTRUIR

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Recuerdo el día en el que todos se fueron. Madre lloraba. Padre con un gesto severo, el de siempre, apenas resoplaba mientras se movía de un lado a otro sacando cajas. Hermana estaba triste. Sus ojos no brillaban, y su mirada insistentemente se dirigía al piso.

Los tres salieron sin esperanzas. Nadie miró hacia atrás. Yo me quedé mirándolos por la ventana mientras el auto se alejaba. Después leí de nuevo el recorte del diario que madre tenía pegado con un alfiler en su placar.

Cuando ella lo puso ahí, todo empezó a cambiar.

La última vez que salí de casa fue hace cinco años. Madre me había dicho que no saliera, padre estaba molesto conmigo, hermana apenas levantó los hombros. Ella no se quería meter. Involucrarse en peleas de familia no era lo suyo.

Madre no aceptaba a mis amigos, decía que eran cáusticos. Yo, burlándome de ella, la corregía diciéndole que eran “caucásicos”, y salía.

Era relativo, todo era relativo. Ellos para mí eran impasibles, para madre eran cínicos. Para mí eran osados, para madre eran descarados. Para mí eran intrépidos, para madre eran imprudentes. Para mí eran entusiastas intelectuales, para madre eran peligrosamente alienantes. En fin, jamás nos pusimos de acuerdo. Y de todas maneras yo los frecuentaba.

Hace cinco años salí de casa para verme con ellos. Era una salida importante para nosotros. Iríamos al bosque a entrenar. Yo ya había comprado las botas Dr. Martens y los tirantes. En la salida me iban a rapar la cabeza. Yo estaba ansioso. Teníamos como punto de encuentro un claro que surgía al final del sendero, detrás de la montaña negra. Ese día caminamos hasta la cima, eso lo recuerdo nítidamente. Hablábamos, reíamos, y entonábamos canciones consecuentes con nuestra filosofía. De repente, al llegar a la cima, ellos se quedaron en silencio. Se apartaron de mí. Una silueta salió del bosque con una vehemencia sorprendente. Recuerdo un grito agudo, luego el paisaje daba vueltas. Los árboles estaban arriba, y el cielo abajo. Después nada.

Cuando desperté estaba solo. Quería volver a casa, pero estaba perdido. No había caminos, ni bosque. No había cielo, ni suelo. “Madre se va a enojar”, pensé.

Caminé en cualquier dirección, para donde fuera todo era igual. Entonces me senté, cerré los ojos para despertar después. Cuando no quieres ver la realidad, cierras los ojos, como si esta acción obrara una magia especial sobre el tiempo y el espacio. Nunca conocí a nadie a quien le haya dado resultado, pero siempre, instintivamente, lo hacemos. Cerré los ojos, luego los abrí y nada pasó.

Después de un rato, largo, intuyo, podía percibir algunas sombras. Específicamente, tres sombras pasaban por mi lado. Eran borrosas, sin embargo, no tenía miedo. Me sentía a gusto, confiado entre las sombras. No sé cuánto tiempo pasaría, un año creo, cuando ellas se fueron aclarando. Yo no sentía el tiempo, tampoco hambre, ni frío, ni calor. No tenía sueño, no sé si estaba despierto. Todo era extraño, pero confiable.

Las sombras se volvieron imágenes nítidas. Eran madre, padre y hermana. Encontrarlos me dio una alegría indescriptible. Grité de júbilo, pero no tenía sonido. Los abracé, pero mis brazos se evaporaban. Estaba de vuelta en casa. Ellos no eran los mismos, sus ojos se habían tornado lúgubres, tristes. Entonces encontré el recorte del placar; yo había sido asesinado un año atrás. Eso explicaba todo. Ahora comprendía lo que me pasaba y les pasaba a ellos.

Intenté comunicarme, dejarles saber que no me había ido, que estaba ahí. Quería que no se preocuparan, ni estuvieran tristes, pero en mi condición era muy difícil generar una conexión. Finalmente lo logré. Podía hacerles sentir una brisa tenue cuando estaba cerca de alguno de ellos. Al principio nadie habló sobre mi presencia. Luego de un tiempo, el tema se puso sobre la mesa. Madre llamó a un sacerdote para que “limpiara” la casa. Mal entendieron mis intenciones. Empezaron toda suerte de tretas y artilugios para deshacerse de mí. No sé muy bien si sabían que se trataba de mí, o pensaban que era otra cosa, o presencia que convivía con ellos. Hace cuatro años, los vi por última vez. Los vi salir abatidos, grises y afligidos. No me pude despedir.

Ahora convivo con la delicada redecilla brillante y transparente que teje cuidadosamente una araña en la puerta entrecerrada del placar. El bosque ha venido a hacerme compañía. Las paredes, que se habían puesto oscuras, ahora están finamente tapizadas por un manto verde de musgo. Como no puedo salir, el bosque vino a casa. Sin embargo, yo no me muevo de la ventana, porque todos los días los veo partir.

El Tigre del Subte

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