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LAS CARTAS DEL TREN

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Nunca salió de la estación del tren. Su padre se encargaba de la venta de boletos y de la limpieza de los vagones. A Paolo, con su corta edad, le parecía un privilegio vivir en un pueblo cabecera de estación. Era lo más emocionante que podía pasar en un pequeño lugar perdido en el medio de la nada.

Cuando el tren llegaba o salía, Paolo se comportaba igual que los perros: corría. Sabía todos los horarios, y siempre lo esperaba ansiosamente para correr. En el momento en que asomaba la formación, corría delante de ella como si el tren lo persiguiera, y cuando partía, corría detrás esperando que se perdiera en el horizonte, hasta que sus delgadas piernas no lo pudieran sostener más.

Entonces, se quedaba observando sin aliento, ensimismado, hasta que el tren desaparecía en la lejanía.

Nunca había viajado en el tren. No sabía cómo se sentía esa extraña y fascinante sensación cuando estaba en movimiento. Creció jugando entre los vagones. Todas las noches su imaginación, de la mano de la diversión, se encontraba en las viejas cajas de lata que, unidas una a una, daban origen a esa maravillosa máquina que se abría paso entre las distancias. Conocía cada detalle, cada palabra y cada frase marcada, rasgada sobre sus paredes. Fantaseaba con paisajes y lugares; en su imaginación viajaba permanentemente mientras su padre barría los vagones sucios, invadidos por el óxido curioso que les obsequiaba aire a través de los huecos sembrados sobre las viejas paredes.

Paolo tenía nueve años. No conoció a su mamá, y su padre le había contado que murió al dar a luz, pero un día, accidentalmente, escuchó hablar a una vecina, quien contó la historia de cómo su madre empacó maletas y partió en el tren sin mirar atrás.

Cuando Paolo escuchó esa versión, se quedó impactado, y ahí se le ocurrió lo que consideró que sería su mejor idea.

Durante un largo tiempo fue indagando la frecuencia de los pasajeros y cuántos se bajaban en cada una de las paradas. Sabía que había dieciséis estaciones entre su pueblo y el punto final de destino.

El tren llegaba dos veces por semana, así que Paolo se dedicó a escribir cartas a su madre, Valeria. Cada carta tenía una historia diferente sobre cómo estaba él, qué hacía y anécdotas varias de su día a día. Le contaba en cada una las aventuras de sus interminables viajes en el tren. A la semana enviaba treinta y dos cartas, una para cada estación, las cartas eran llevadas por los vecinos del pueblo y dejadas en el correo central de cada una de las paradas. La carta sellada decía: “Desde Aguascalientes, para Valeria Tinni”.

De esa manera correr delante o detrás del tren adquiría más sentido para él. Así pasó muchos días, y muchos meses, hasta que llegó el día en el cual en el tren llegó una carta sellada que decía: “Desde cualquier lugar, para Paolo”.

Sin abrirla, la guardó en su bolsillo y desde ese día el niño del tren dejó de correr.

El Tigre del Subte

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