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QUÉDATE EN CASA

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Su mentora era vieja, muy vieja. Tal vez tenía la edad del mundo. Ella, la aprendiz, nunca se atrevió a preguntarle su edad porque la mentora tenía un carácter iracundo. No le gustaba hablar y vivía aislada, sin importar que compartían el mismo hogar.

Jamás se atrevió a preguntarle por qué estaban juntas. ¿Cómo la había escogido? Es más, no sabía si tenía nombre. Nunca había escuchado a su mentora mencionarlo. Las pocas veces que le habló, le ordenaba cosas…—Lleva esto, trae lo otro… —pero nunca la llamó por nombre alguno.

Ese día, como siempre, había salido sin decir nada, pero ella se dio cuenta por primera vez de que su mentora estaba muy encorvada, más de lo usual. Se preocupó un poco, pero sabía que no podía abrir su boca sin autorización, así que dejó en sus pensamientos lo que vio. Hizo lo que siempre tenía que hacer. Meditar era la orden, preparar su mente para que estuviera en blanco, y sobre todo olvidar.

Su principal tarea diaria era evitar recuerdos.

La mentora le había dicho:

—Un día me voy a ir y, cuando me reemplaces, ten presente que no puedes recordar nada de lo que hagas. El trabajo no puede venir a casa. Y cuando estés ya muy cansada de trabajar, después de muchos años, tendrás que ir por un aprendiz que te reemplace, para cuando tengas que irte.

Todo eso estaba claro en su cabeza. Ella obedecía, nada más. Sin embargo, ese día después de que su mentora salió, ella decidió hacer algo que tenía prohibido. Asomarse a la ventana era la prohibición más estricta que tenía.

—Si te asomas a la venta, lo vas a lamentar… —le dijo la mentora en una ocasión.

“¿Qué podría ser eso tan terrible que le podía pasar?”, pensó.

Finalmente, si ella no tenía clara la existencia del bien y del mal, ¿qué podría lamentar?

Después de una de sus meditaciones, se puso de pie muy decidida e inició el recorrido de su travesura hacia la ventana.

Su pálida mano tembló un poco antes de correr el cerrojo, y así lentamente la abrió. Aterrada, cerró los ojos. Era la primera vez que veía la luz. Se quedó un rato impávida. Luego, lentamente, los volvió a abrir, y poco a poco se fue acostumbrando a la luz.

Vio las nubes. El cielo era de un color que ella nunca había visto. No conocía el azul, porque no conocía los colores, vivía en blanco y negro.

Estaba fascinada. Sintió rabia con su mentora. ¡Otro nuevo descubrimiento: la rabia!, nunca había sentido algo así. Ese sentimiento se instaló en su cabeza y la incomodó. La mentora le quería quitar la emoción de la luz y del color.

“¿Por qué le habría prohibido tal belleza?”, se preguntó.

De repente por el frente de la ventana pasó un joven, hermoso como la luna. Ella no podía respirar. Su corazón partió en galope, era como si quisiera huir de ella. Tampoco podía parpadear. Era lo más bello que había visto en su existencia. El joven la vio y quedó hipnotizado; no podía dejar de verla. Ella se asustó. ¡Otro nuevo descubrimiento: el miedo!

Quiso cerrar la ventana para esconder su falta de obediencia, como si el tiempo se pudiera volver atrás. El joven, con una voz muy dulce, le dijo antes de perderla:

—Mañana vengo a verte...

Ella cerró rápidamente la ventana y se fue a meditar.

Cuando llegó su mentora, la observó en silencio por largo tiempo. Luego dijo:

—Tu corazón palpita… ¡Mañana... quédate en casa, no vayas a salir!

Ella sabía que la mentora había descubierto su falta de disciplina. Quería decirle que no había pasado nada. ¡Otro nuevo descubrimiento: la necesidad de mentir!

La mentora se retiró y ella se quedó sola con sus pensamientos. Ese hermoso joven bailaba por su memoria.

Al día siguiente, antes de irse, la mentora le dijo de nuevo:

—Quédate en casa, no vayas a salir.

Ella aguardó en silencio un largo rato y meditó. Su corazón de nuevo empezó a galopar y la curiosidad la llevó a la puerta. Cuando la abrió ahí estaba él, esperándola.

Ella sintió felicidad, ¡nueva adquisición! Sin decir nada se arrojó a los brazos del hermoso joven, y tan rápido como ella lo abrazó, él cayó a sus pies sin vida.

De la nada apareció su mentora, se acercó lentamente y sin inmutarse, le dijo:

— Es mi hora de partir, ahora me puedes reemplazar. Ya conoces el dolor.

Y la muerte, su mentora, más encorvada aún, se alejó tranquilamente. Su aprendiz estaba lista, y ella iba más ligera porque ya no cargaba el peso del dolor que le generaba su trabajo.

El Tigre del Subte

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