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LA MANZANA

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El bebé no paraba de llorar. El recinto de piedra, silencioso y frío, se veía agitado esa madrugada por la irrupción de ese nuevo visitante.

En la penumbra se veían pasar sombras como fantasmas por los oscuros corredores. Iban y venían de prisa. Los menesteres cotidianos se vieron alterados. Pese al movimiento continuo y la urgencia que se denotaba en aquellas fantasmagóricas figuras, el claustro solo era perturbado por el llanto.

De repente, la criatura se silenció. Todo se paralizó. En el corredor se veía una figura grande, gruesa. Caminaba lenta y pesadamente. Parecía que la cría hubiese percibido su presencia. Era atemorizante.

Se detuvo al final del corredor, y abrió la puerta desde la cual se advertía una luz mortecina. No pasó mucho tiempo dentro, 15 minutos tal vez; luego salió con la misma tranquilidad y desapareció.

Todo el lugar denotaba la necesidad de adoración. Algunos frescos asomaban irreverentemente desafiando el tiempo de los gruesos muros.

El comedor era un lúgubre salón conventual. Representaciones de tortura y dolor entre santos y beatos colgaban pobremente de las paredes. La abstinencia rigurosa era el estandarte de poder del lugar. La mesa, precedida por un crucifijo de madera, estaba dispuesta para el almuerzo. Un frutero vacío en el centro, 27 puestos con platos blancos, vasos metálicos y cinco jarras con agua, organizados a lo largo de la mesa escoltaban lo que seguro no iba a ser un día normal.

Llegó el mediodía. Veinticinco figuras oscuras entraron sigilosamente con la cabeza baja. Sin hacer ruido alguno, ocuparon sus lugares. Uno de ellos quedó vacío. El mutismo era angustioso, todas tenían la mirada fija en su regazo.

El silencio fue quebrantado por el sonido de unos pasos sin apuro que se acercaban al recinto. Con una tensa calma una mujer de contextura gruesa y alta, de unos 65 años, dueña de una expresión imperturbable y severa, se paró en la cabecera de la mesa, opuesta al crucifijo. Observó detalladamente el panorama que tenía al frente.

Sin ninguna expresión en su rostro, estrelló contra el piso el plato que posaba en el puesto vacío y preguntó por la manzana que siempre habitaba sobre el frutero y que ahora no estaba. Nadie dijo nada.

Desde sus inicios, la orden cuidaba celosamente que siempre hubiese una manzana roja en el frutero. Esta les recordaría tres veces al día el pecado original, la tentación, la desobediencia y el castigo.

Ese día la manzana no estaba. Era una señal, todas lo sabían. Nueve meses atrás la manzana había desaparecido del frutero. Desde entonces este permanecía vacío reprochando por el ingreso del pecado al santo claustro.

Todas sabían quién había comido la manzana. Todas sabían cuándo. Todas sabían la consecuencia.

Ese día almorzaron tranquilas. No hubo más reproches, y un delicioso estofado fue el plato protagonista. Comieron silenciosamente, con tristeza y desconcierto. No eran capaces de mirarse. Dueñas de la misma complicidad, fueron después a sus aposentos.

Nunca volvieron a ver al chico de los mandados; no se escucharon más los llantos de la criatura.

Después del exuberante y abundante almuerzo, todo volvió a la normalidad en ese paraíso espiritual.

El Tigre del Subte

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