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—¡Continúa, dale! ¡Dale, Papusza!

Me decía el abuelo para darme ánimo, pero yo me cansaba fácilmente.

Caminar con los zapatos hundidos en el barro, mientras empujábamos los coches en los cuales iban nuestras vidas, era una tarea ya cotidiana, pero yo prefería cantar, antes que empujar.

Los caminos eran duros. Los charcos de agua en el barro ponían en peligro el equilibrio de los carruajes. Siempre temíamos que las ruedas con sus 12 astas, que parecían tan frágiles, se desprendieran y que perdiéramos muchas horas arreglándolas antes de encontrar el escondite perfecto en el campo. Ese sitio que nos resguardaría unas cuantas semanas de que nos descubrieran los payos e intentaran quemar nuestro asentamiento o, en el mejor de los casos, que nos enviaran a la policía la cual destrozaba todo, y que, de todas maneras, nos dejaba uno que otro muerto.

Casi siempre buscábamos un lugar oculto en el bosque, pero siempre, de ser posible, cerca del agua.

Lo más lindo era encontrarlo. Descubrir el lugar ideal después de todo ese largo camino andado con nuestras caravanas justificaba todo; era la recompensa.

Compartíamos el agua, y el fuego. Luego todas las familias alegres armábamos las tiendas. Luego la comida, el vino y las canciones. Los hombres sacaban violines, guitarras, arpa, acordeón y contrabajo. Los instrumentos eran celosamente cuidados para iniciar el festejo en el momento del asentamiento, y al fin llegaban las canciones. Ellos tocaban, todos bailaban alrededor del fuego, pero a mí me gustaba cantar.

Se sorprendían, y felicitaban al abuelo por mis composiciones. Yo me sentía orgullosa; las canciones que escribía me transformaban, me hacían ligera y me sentía etérea. Con ellas mi voz y mi cuerpo surcaban los matorrales y entonces el cielo, solo el cielo, me ponía límites.

Mis canciones eran un secreto compartido con el abuelo. Todos pensaban que yo tenía la habilidad de improvisar los poemas que cantaba, pero a escondidas de la comunidad, mi abuelo me enseñó a leer y a escribir. Entonces era prohibido para las mujeres y solo pocos hombres lo podían hacer. Yo fui privilegiada. A mi abuelo le gustaba leer y tenía algunos libros de poemas, los cuales yo devoraba noche tras noche, una y otra vez.

Así, a la luz de la vela y en un lugar donde solo mi abuelo me podía ver, escribí rodeada de luciérnagas. Ellos, los poemas clandestinos, eran liberados a través de las canciones que yo entonaba y que luego muchos repetían. Para mi pequeña vanidad era el acto más heroico jamás logrado por una mujer.

Un día después de celebrar nuestra llegada a cualquier asentamiento, mi abuelo me separó de la fiesta y me dijo que era hora de casarme. Yo tenía doce años. Me puse a llorar.

Corrí, me alejé cuanto pude del campamento, siempre mirando hacia atrás esperando que el abuelo me siguiera, pero no fue así.

Cuando me cansé de correr me tiré en el piso y lloré hasta que mi cuerpo se secó. Esperé un par de horas acostada boca arriba mirando las estrellas y ellas me dijeron… eres romaní.

Regresé pasada la medianoche, algunos seguían bebiendo, cantando y tomando vino. El abuelo estaba en la tienda, me vio llegar y no dijo nada. Yo saqué de debajo de mi almohada un cuaderno sucio y gastado que tenía para escribir. Escogí un poema para él:

*Oh, Señor, ¿adónde debo ir?

¿Qué puedo hacer?

¿Dónde puedo hallar

leyendas y canciones?

No voy hacia el bosque,

ya no encuentro ríos.

¡Oh, bosque, padre mío,

mi negro padre!

El tiempo de los gitanos errantes

pasó ya hace mucho. Pero yo les veo,

son alegres,

fuertes y claros como el agua.

La oyes

correr cuando quiere hablar.

Pero la pobre no tiene palabras...

... el agua no mira atrás.

Huye, corre, lejos, allá

donde ya nadie la verá

agua que se va.

Mi abuelo me observó en silencio. Sirvió un vaso de vino, aspiró una bocanada de humo del cigarrillo que acababa de hacer y, sin mirarme me dijo:

—Es Dionizy, el hermano de tu madre. El sábado será la ceremonia. —Y salió.

* “Oí”, de Papusza (Bronislawa Wajs), poeta gitana polaca, 1908-1987.

El Tigre del Subte

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