Читать книгу Salvar un corazón - María Laura Gambero - Страница 10

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CAPÍTULO 1

MADRID, LUNES 25 DE MAYO DE 2015.

–No fue así, Étienne –protestó al ingresar a la terminal 4 del aeropuerto de Barajas–. No fue así y lo sabes.

Con fastidio bufó y se detuvo a un costado para evitar que la atropellara la gente que iba y venía arrastrando sus maletas sin perder de vista los letreros indicadores. En su oído, Étienne seguía protestando, como si al hacerlo tuviera la más leve posibilidad de convencerla de no viajar. Retomó su camino hacia el sector de Iberia, donde los pasajeros comenzaban a congregarse.

–No entiendo porqué no quieres comprenderlo, te lo expliqué no una sino mil veces –remarcó subiendo el tono de voz sin importarle las personas que se acumulaban a su alrededor–. Basta. No tiene ningún sentido seguir hablando. Se terminó.

Sin prestar la debida atención a lo que su pareja de los últimos cinco años le decía, Gimena se acomodó en la larga fila que antecedía los mostradores donde despacharía su equipaje.

–No me importa si se modificó la fecha de una exposición o si el mismísimo rey de España estará presente en tu galería –protestó, interrumpiéndolo–. Hace más de un año que estamos programando este viaje. Me aseguraste que me acompañarías al casamiento de mis amigos. Dijiste que nada ni nadie lo impediría. Fueron tus palabras. Eso es lo que me disgusta.

Llegó al mostrador sin apartar el celular de su oreja y, con cara de pocos amigos, entregó su pasaporte y la tarjeta para que le cargaran las millas acumuladas.

–¡No me vengas con eso! –explotó Gimena golpeando el mostrador–. Habíamos acordado visitar juntos mi país. No lo puedo creer… esta fue la gota que colmó mi vaso, Étienne. Hasta acá llegué.

La empleada de la aerolínea la observó con mala cara. Gimena se forzó a sonreírle e intentó prestar atención a sus palabras por sobre la voz ronca de Étienne que retumbaba en su oído. Tomó nota mental del horario de embarque y guardó la documentación luego de alejarse del mostrador.

–Lo que sea, Étienne –sentenció, categórica; estaba cansada de escucharlo–. Mira, como ya te he dicho, no pienso modificar mis planes. Por lo pronto, estaré unos seis meses en Buenos Aires. ¿No te parece?, pues qué pena. Te llamo a mi regreso; si es que regreso. Adiós.

Sin segundas consideraciones, Gimena cortó la comunicación y arrojó el celular al fondo de su bolso. Respiró hondo tratando de despojarse de la contrariedad que la conversación había dejado en ella. Se sentía tan desilusionada.

Hacía más de cinco años que estaban juntos; aunque usar la palabra “juntos” era una forma de decir, porque Étienne Ducrot, dueño de una prestigiosa galería de arte ubicada sobre la rue Saint-Honoré a pocos metros de rue de Castiglione, vivía en la bella Ciudad de la Luz, al igual que su exesposa y sus cuatro hijos, algo que no perturbaba el espíritu de Gimena. Ella no era una mujer celosa del pasado, y como los hijos de Étienne siempre ocuparían un lugar importante en su vida, había aprendido a aceptarlos. Con él había disfrutado de veladas maravillosas, tanto en París como en Madrid y también bellísimas vacaciones cargadas de romance. Oh, sí, ella había disfrutado muchísimo de su relación con él porque, más allá de todo, ambos tenían sus espacios y vivían a una distancia adecuada; quizás por eso había funcionado por tanto tiempo.

Pero el idilio se había acabado. Gimena adoraba la relación libre y sin ataduras que compartían. Por años, el amor fluyó con naturalidad hasta que él empezó a no conformarse con solo verse una o dos veces al mes. De buenas a primeras, las demandas de Étienne se intensificaron y la presión se incrementó. La quería en París. El problema era que Gimena no deseaba mudarse, ni atarse a él tiempo completo; su insistencia la agobiaba.

A los treinta y siete años, Gimena Rauch tenía claro qué deseaba de su vida y qué no. Perder su libertad por un puñado de palabras dulces era algo a lo que no estaba dispuesta. Su vida no estaba en Francia, y no tenía dudas de que su camino se dirigía hacia nuevas fronteras. Había puesto toda su energía en su profesión y eso sí era un aspecto de su vida que la gratificaba. Gimena era feliz ocupándose de lo que le gustaba; sintiéndose libre de cuerpo y alma.

La vida en Madrid le había enseñado mucho. Sus días en la capital española, con su ritmo y con el abanico de oportunidades que ofrecía, la ayudaron a descubrir sus verdaderos deseos, a crecer y a atreverse a conquistar aquello que anhelaba, sin ayuda de nadie. Estaba demasiado cerca de alcanzar sus sueños y ni París ni Étienne parecían entrar en el futuro que empezaba a vislumbrar.

Cuando anunciaron su vuelo, juntó sus pertenencias y encaró la larga fila que empezaba a formarse en la puerta de embarque. A medida que se acercaba, pensaba en todo lo que esperaba encontrar en Buenos Aires después de siete años de no visitar su país. Con emoción pensó en sus amigas y en los hijos de ellas. De todo el grupo de niños, solo conocía a Joaquín y Pilar, los hijos de Mariana, y a Fermín, el primogénito de Carola. Pero el número de sobrinos postizos se había incrementado considerablemente durante su ausencia. Sonrió al recordar los tres hermosos hijos de Lara y Andrés, una niña bellísima y dos varones muy guapos; Carola y Javier habían concebido dos varones más, mientras que Miguel y Mariana, además de los que ya tenían de sus matrimonios anteriores, habían tenido tres hijos. En total era un batallón de doce.

Gimena embarcó en silencio y se ubicó en su asiento sin problemas. En pocos minutos, el avión comenzó a moverse. Con algo de nostalgia, observó el exterior y aprovechó para despedirse. Extrañaría Madrid, eso era seguro. En tierra española quedaría un poco de ella. Se había sentido como en casa entre su gente, sus costumbres. Pensó en el apartamento donde había vivido los últimos años y que con tanto cariño había decorado. Pensó en la editorial, con su vorágine, sus compañeros de trabajo, los proyectos, las risas, la camaradería. Dios, cómo voy a extrañar todo aquello, se dijo, consciente de que era mucho lo que dejaba atrás.

Por otra parte, Buenos Aires la abrumaba; la ciudad en sí misma removía demasiadas fibras en su interior, y aunque se resistía a que los recuerdos la abordasen, no podía contra ellos. Lo que más la condicionaba era asumir que, adrede, no se había comunicado ni con su madre ni con su hermano; ninguno sabía de su regreso. Tampoco había resuelto cuándo o cómo se pondría en contacto con ellos. Le resultaba muy difícil dar ese paso cuando todavía no lograba perdonarlos.

Las tripulantes de cabina, distribuyendo snacks previos a la cena, interrumpieron sus pensamientos. Pidió vino tinto y no pudo evitar pensar en Étienne, que detestaba las bebidas que servían en los vuelos. No había sido del todo sincera con él respecto de su regreso a la Argentina. Lo cierto era que la cancelación de su viaje la había llenado de tal indignación que, en un arrebato, aceptó la propuesta que le habían hecho: José María Solís, su jefe, le había encargado que, una vez en Buenos Aires, visitase la editorial que los españoles subsidiaban y que, de ser posible, le echase un vistazo al lugar. No estaban conformes con el desempeño de la directora de Editorial Blooming, Antonella Mansi; de hecho, estaban convencidos de que los estaba engañando.

Después de la cena, se enfrascó en una película francesa que la terminó durmiendo. No volvió a abrir los ojos hasta que el avión comenzó a descender.

El vuelo aterrizó en horario y no le costó trabajo conseguir un auto que la llevase a la ciudad. Cerca de las diez de la mañana, llegó al hermoso edificio de la calle Suipacha, a pocos metros de la Basílica Nuestra Señora del Socorro. Ingresó al vestíbulo cargando su bolso y arrastrando su maleta. Allí encontró al encargado, quien la guio hasta el fondo de la planta baja, donde le entregó la llave que su amigo, Raúl Olazábal, había dejado para ella.

Era un apartamento sofisticado. Un amplio ambiente en forma de L apareció frente a ella en cuanto puso un pie dentro. Lo contempló, encantada. En uno de los extremos divisó la cocina con techo de vidrio y salida a un pequeño lavadero abierto; y en el opuesto, un ventanal de cuatro hojas conducía a un atractivo patio interno, colmado de plantas y una fuente de pared decorativa. La sorprendió que las ventanas estuvieran abiertas permitiendo que los tibios rayos del sol de mayo se filtraran e inundaran el ambiente de luz. La decoración era exquisita: pudo admirar tres cómodos sillones blancos salpicados de coloridos cojines, junto a la mesa baja de madera clara, colmada de revistas de viaje. Además, dos butacones enfrentaban un magnífico televisor de pantalla plana, empotrado en una biblioteca repleta de libros.

Gimena caminó admirando el apartamento. Dejó su bolso de mano sobre una mesa rústica y sonrió al ver que, al lado del fanal de hierro que decoraba el centro, había una nota doblada con su nombre escrito en una de las caras. Reconoció la letra, era de Raúl, el dueño del apartamento, quien hacía ya dos años que se había instalado en Santiago de Chile.

Este fin de semana estuve en Buenos Aires. Te esperé todo lo que pude para darte una bienvenida como te mereces, pero lamentablemente no pude cambiar el pasaje de regreso. La verdad, querida Gimena, es que no sé cuándo podré escaparme a verte. Así que, si lo deseas, bien puedes tú cruzar la cordillera para darme un abrazo como sé que me merezco. Te quiero. R.

P. D.: No le dije nada a Manuel de tu visita. Hablen, Gimena, te hará bien hacerlo.

Meditó brevemente sobre esta última línea y se obligó a eliminarla de su mente. No deseaba pensar en Manuel; tampoco sabía cuándo lo haría. Lidiando con esos pensamientos, se dirigió a la habitación principal anhelando despojarse de la ropa que llevaba puesta desde hacía una eternidad y darse una ducha caliente.

Media hora más tarde, con el cabello envuelto en una toalla y cómodamente cubierta por una bata que había encontrado en el cuarto de baño, Gimena volvió al salón principal. La ducha la había renovado en parte. Sin embargo, no había logrado descansar durante el vuelo y sentía el cansancio acumulado sobre sus hombros; solo la adrenalina la mantenía en pie. Se acercó a la cafetera y eligió la cápsula que deseaba. Necesitaba la dosis diaria de cafeína para comenzar a moverse.

Con su jarra de café en la mano, deambuló por el ambiente aceptando que el casamiento de Mariana San Martín había sido la excusa perfecta para regresar. Más allá de todo, reconocía que se sentía muy bien estar en Buenos Aires. No obstante, luego de más de siete años de ausencia, pensar en volver a saber de su familia la angustiaba. Por si fuera poco, Étienne ya no estaba para acompañarla, ahora se vería obligada a enfrentarlo sola. El rostro masculino de Étienne llegó a ella y, por primera vez, sintió su lejanía. Tal vez fue la costumbre, pero un impulso la llevó a grabar un audio.

–Hola, Ét. Hace casi tres horas que llegué. Todo perfecto. Hablamos uno de estos días. Besos.

Bebió un poco de café contemplando los ventanales, y salió al patio. Era una mañana fresca pero despejada. Sonrió al recordar lo mucho que disfrutaba los otoños en Buenos Aires. Se sentó en una banca ubicada junto a la puerta de salida y encendió un cigarrillo. Se tomaría ese día para instalarse y organizarse. Tenía mucho trabajo del cual ocuparse. Más allá de visitar la editorial, se había comprometido a entregar varios artículos en fechas determinadas para la revista en la que trabajaba desde hacía seis años.

Volvió a servirse café en la taza y regresó a la habitación dispuesta a desarmar la maleta. Fue entonces cuando vio los obsequios que había comprado para los hijos de sus amigas. Con renovado entusiasmo, se sentó al borde de la cama y tomó su celular para dar señales de vida. “Lleguéééé”, escribió en el grupo de WhatsApp que compartían.

No tardaron en aparecer las respuestas de Carola, Mariana y Lara, que ya habían hecho planes para festejar el reencuentro. Se reunirían a cenar esa noche; solo faltaba que Gimena confirmara si estaba de acuerdo. Por supuesto que lo estaba.

Salvar un corazón

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