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CAPÍTULO 7

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El restaurante donde se realizaría el encuentro estaba ubicado en la Costanera Norte. Era elegante, sobrio y con una inmejorable vista del Río de la Plata. Desde la recepción, oculto entre la decoración, Mirko observaba la mesa donde Antonella cenaba con su esposo y Candado. Un poco alejados divisó a dos hombres que, a juzgar por el modo en que miraban hacia la mesa, bien podrían ser enviados de Garrido.

Una vez en la acera, encendió un cigarrillo y revisó su celular. Tenía mensajes de la fiscal. En el primero le comentaba que en el interior había dos agentes suyos; le respondió que creía haberlos visto. Luego le indicaba que se quedara en zona; si podía obtener imágenes de las personas en cuestión, mejor.

Por más de una hora permaneció en la sombra, espiando de tanto en tanto la mesa de su interés. Cuando los vio ponerse de pie y acercarse a la salida, se agazapó contra una de las paredes y aguardó. Tenía la vista fija en Candado, quien, con soberbia y algo de jactancia, mencionaba que ya tenía todo listo para acondicionar el salón donde se llevaría a cabo la fiesta.

–Excelente –respondió Alejandro–. Solo falta definir la lista de invitados.

–Sí, pero salvo unos pocos, serán los de siempre –comentó Candado.

–Las invitaciones ya están confeccionadas –informó Antonella, esforzándose por ser tomada más en cuenta en las decisiones–. Solo necesito que me indiques dónde debo enviarlas o, mejor dicho, a quién.

Mirko no pudo escuchar nada más, pero se las ingenió para tomar varias imágenes con el celular antes de que dos empleados del restaurante acercaran los vehículos. En pocos segundos, el automóvil del matrimonio De la Cruz se alejaba, seguido a escasos metros por el de Candado. Mirko bajó la vista hacia su teléfono y envió las imágenes capturadas.

–Vaya –deslizó una voz femenina a escasos metros de distancia–. ¿Por qué será que no me sorprende encontrarte aquí?

Sobresaltado, Mirko elevó la vista y el rostro se le contrajo al ver a Serena Roger.

–Acabo de cruzarme con tu jefa –deslizó la mujer. Dio un paso más hacia el fotógrafo, que ahora la miraba con ferocidad–. Alejandro necesitaba que le acercara un documento. ¿A ti también te convocaron?

–Estaba esperando a alguien que no va a venir –dijo a modo de excusa.

Serena alzó la capucha de su abrigo negro y se cubrió la rubia cabellera con un solo movimiento. Se acercó un poco más hasta permanecer a unos pocos centímetros de distancia de Mirko.

–Tenemos mucho de que hablar –dijo mirándolo directo a los ojos–. Algo me dice que no tienes idea de dónde te estás metiendo.

Sin decir más, estiró su cuello con la intención de despedirse de él con un beso. Se detuvo unos segundos con su mejilla pegada a la de él y sus labios rozándole la oreja.

–Si te decides, te espero en una hora en esta dirección –deslizó casi en un susurro al tiempo que introducía un papel en el bolsillo del abrigo de Mirko–. Esto es entre tú y yo. No te vas a arrepentir. Eso te lo aseguro –se separó de él y lo miró directo a los ojos dándole énfasis a sus palabras.

Serena giró y se alejó de él, sin darle tiempo a nada. Sintiéndose completamente expuesto, Mirko siguió la silueta de la mujer con la mirada hasta que esta subió a un taxi. Desde el interior del automóvil le arrojó un beso.


Mientras degustaba una copa de vino blanco, terminó de seleccionar la ropa que luciría esa noche. Se había obligado a dejar de pensar en la editorial, en Antonella Mansi y en todo lo que le demandaría llevar adelante el proyecto que se gestaba en su mente. Cuanto más lo sopesaba, más factible le parecía. De pronto, y ante la resistencia que Mansi ponía, se sintió empecinada en llevarlo a cabo.

Bebió otro poco de vino, intentando relajarse. Esa noche la esperaban en la casa de Mariana y Miguel, donde todos sus amigos se reunirían a cenar.

Salió del apartamento con tiempo para llegar a horario. Como no quería generar comentarios por su vestimenta, había elegido un vestido negro, botas altas de cuero, también negras, y un amplio y elegante abrigo. Afortunadamente, en esta ocasión se las había arreglado sola y no había sentido la necesidad de llamar a Belén para que la asistiera; su amiga estaría orgullosa y, para demostrarle su avance, se tomó una fotografía y se la envió. Recibió un aplauso por respuesta.

Media hora más tarde, Gimena estacionó a pocos metros de la casa de sus amigos. Descendió del automóvil y sonrió al reconocer a su amigo Guillermo Suárez, que también llegaba.

–Guille, qué alegría –soltó Gimena, encantada de verlo. Se fundieron en un abrazo cálido y sentido. Hacía más de siete años que no se veían; prácticamente desde el casamiento de sus amigos Carola y Javier. Gimena sonrió al recordar que, en aquella ocasión, habían pasado la noche juntos. Desechó esos recuerdos y procuró centrarse en el presente; de lo contrario, no podría ni mirarlo a la cara–. ¿Cómo has estado, tanto tiempo? –preguntó, parándose delante de él antes de tocar timbre–. ¿Tus cosas bien?

–Todo bien, Gimena. Igual que siempre.

Tocaron timbre y enfrentaron la puerta. Desde el interior le llegaron los gritos de los chicos y los ladridos de los perros. Guillermo le sugirió que tomara aire y exhalara con ganas, dando a entender que no estaba preparada para lo que estaba por enfrentar. Ella sonrió y le hizo caso.

La puerta se abrió y ambos sonrieron a Mariana, quien los recibía. En sus brazos llevaba al pequeño Benjamín, de siete meses, que acababa de comer y no deseaba apartarse de los brazos de su madre. Recostado contra el pecho de Mariana, succionaba su chupete a un ritmo parejo y constante.

Guillermo fue el primero en separarse y se apresuró hacia la cocina, que era donde solían reunirse.

–Qué preciosa tu casa, Marian –comentó Gimena admirando la cómoda sala, de amplias dimensiones, decorada en cálidos colores terrosos. Era de estilo rústico y, a diferencia del hogar que Mariana había intentado formar con Esteban, allí se respiraba armonía. Por donde mirasen había grupos de chicos, jugando, conversando y corriendo; era un hogar completamente familiar.

–A mí me encanta –dijo, con emoción–. Siempre supimos que tendríamos una familia grande. Fuimos acondicionando la casa según las necesidades.

Benjamín protestó en los brazos de su madre y Mariana le acarició la cabeza.

–Tienes una hermosa familia, Marian –le dijo y miró al bebé, que ahora jugaba con el cuello de la blusa de su mamá–. Es precioso.

En la cocina encontraron a Guillermo conversando con las hermanas de Mariana, Milena y Marina, quienes se habían sumado a la cena y estaban ayudando a preparar las ensaladas. Al ver a Gimena, ambas se acercaron a saludarla.

–El resto está en el quincho –comentó Mariana acercándose a una gran bandeja colmada de snacks, quesos, aceitunas y otras delicias que ya estaban preparadas para llevar a la mesa. Miró a su hermana Marina–. ¿Puedes encargarte de la bandeja, Mari? Yo me ocuparé de las salsas.

–¿Quieres que duerma a Benja? –se ofreció Milena, la menor de las hermanas y madrina del bebé. Se acercó a Mariana y estiró sus brazos para tomar a su sobrino. Le besó el cuello, acariciándole el rostro con su nariz, y el bebé rio. Mariana se volvió hacia la isla y tomó la bandeja con las copas.

–Gracias, Mile. Si lo logras, déjalo en el cochecito y acércalo al quincho.

En ese momento, Miguel ingresó a la cocina cargando una bandeja. Sonrió al ver a Gimena y a Guillermo.

–¡Qué alegría volver a verte, Gimena! –exclamó. Luego se volvió hacia su amigo–. Hola, Guille –dijo y se saludaron con un abrazo–. ¿Ya te han presentado al pequeñín de la casa? –le preguntó Miguel a Gimena y se acercó a Benjamín para darle un beso en el cuello. El bebé sonrió y le acarició el rostro a su padre.

–Claro que sí y algo me dice que es el rey de este castillo –deslizó, risueña.

Conversando, Miguel y Gimena dejaron la cocina para reunirse con el resto de sus amigos que se encontraban de pie en torno a la mesa.

Uno a uno los fue saludando; hubo abrazos y palabras de cariño. Los pequeños iban y venían en ramilletes. Las niñas por un lado, los niños por el otro, y Gimena fue conociendo a todos.

–Vayan sentándose –dijo Miguel luego de echar un vistazo a la parrilla y apresurándose a preparar una bandeja con hamburguesas para los chicos.

–¿Hablaste con mi mamá? –preguntó Mariana a Gimena una vez que se sentaron todos.

–Todavía no, estoy tratando de organizarme. La situación en la editorial es peor de lo que creía –respondió con algo de preocupación–. Tengo mucho por evaluar si quiero hacer una propuesta interesante para conseguir el puesto de directora de la revista de cultura. Pero la realidad es que no sé ni dónde estoy parada.

–Vaya, ahora vamos por el cargo y todo –deslizó Lara, encantada con lo que escuchaba–. ¡Esa es mi amiga!

–¿No consideraste hacer una auditoría? –sugirió Javier atento a lo que escuchaba. Gimena lo miró con atención, no se le había ocurrido algo así–. Según los resultados que arroje, vas a saber dónde estás parada.

Gimena guardó silencio por varios segundos meditando la sugerencia.

–Me gusta la idea –reconoció–. ¿Podemos hablar en la semana para conversar al respecto?

–Obvio –respondió Javier–. Llámame y coordinamos una reunión para ver en qué te puedo ayudar.

Durante el resto de la velada, no volvieron a tocar temas de trabajo. Hablaron de los hijos y del casamiento que tendría lugar en unas dos semanas.


Después de dar muchas vueltas, resolvió ir al bar donde Serena Roger le había indicado que estaría. No sabía muy bien qué esperar de ese encuentro, cuando se sentía en clara desventaja. Que esa mujer supiera quién era lo tenía preocupado y no podía dejar de pensar cuánto más sabría de su vida, mientras que él no la conocía en lo absoluto. Este encuentro no tenía nada de cita romántica, todo lo contrario; si había algo que no podía dudar era que estaba allí para hablar de asuntos mucho más serios: información.

Finalmente llegó a la dirección señalada. Con algo de reparo, rechazo y aprensión, observó el ambiente, enfrentando recuerdos amargos que se filtraban entre las oscuras mesas y la música lúgubre. No le sorprendió descubrir que nada había cambiado. Ya resuelto, transitó por el angosto pasillo que conducía a la parte trasera, donde un número considerable de hombres y mujeres se distribuían entre tres mesas de billar y una larga barra que congregaba almas solitarias.

En un primer vistazo, nada le llamó la atención. No quiso perder tiempo. Buscó su celular y marcó el número de Serena. La detectó inmediatamente; la mujer, sentada en uno de los extremos de la barra, levantó la mano para que se acercara.

A la distancia, Mirko la estudió. Desde donde se encontraba, solo podía ver la espalda menuda cubierta por un chaleco holgado de características militares. El cabello estaba sujeto por una banda a la altura de la nuca, parcialmente oculto tras una gorra. Nadie en ese antro podría imaginar que se trataba de la ejecutiva de una agencia de modelos.

Resuelto, Mirko caminó hacia la mujer y en silencio se dejó caer en el taburete que estaba a su lado. Ella ni se inmutó, mucho menos se volteó a mirarlo.

–Me alegra que hayas decidido venir –dijo Serena Roger, y en el tono que empleó no se distinguía ni un ápice de soberbia ni arrogancia.

–¿Quién eres? –murmuró Mirko, como si la pregunta hubiese escapado de su pensamiento–. ¿Qué pretendes?

Serena sonrió y bajó la vista hacia su vaso vacío, sin molestarse en mirar a Mirko. Con un gesto casi imperceptible le indicó al barman que repetiría el trago. A su alrededor, la música era lo suficientemente fuerte como para que nadie pudiese escucharlos. Un grupo reía y aplaudía en torno a una mesa de billar, una prostituta discutía con un cliente que no estaba de acuerdo con el precio, otra se dejaba tocar anticipando una buena paga; pero ellos estaban ajenos a todo aquello.

–Hace meses que te observo –dijo Serena sin responder la pregunta–, y, solo por mencionar algunas cosas, diré que sé muy bien que entraste en el programa de libertad condicional y cumpliste condena hace poco menos de dos meses gracias al bendito dos por uno. También sé que alguien intercedió para agilizar tu salida de la cárcel de Batán; deduzco que es a quien reportas.

Mirko desvió la mirada sin saber cómo proceder. Esa mujer verdaderamente sabía mucho y lo asustaba sentirse en medio de fuerzas cruzadas.

–Sí, te hice investigar –prosiguió ella con sinceridad–. Como te dije antes, no creo que sepas dónde te estás metiendo.

–¡¿Qué quieres?! –exclamó Mirko cuando ya empezaba a perder la paciencia–. ¿Por qué me dices todo esto?

–Lo único que quiero es que no arruines meses de investigación –lanzó Serena con un tono helado que lo tensó–. Me estoy comprometiendo mucho al hablar de este asunto contigo –continuó–. Pero si no lo hago, corro el riesgo de que te carguen con todas las culpas y esos delincuentes queden libres.

–¿Cargarme con las culpas?

–Sí, mi querido –sentenció ahora con algo de rudeza–. Ese es tu rol en toda esta historia, te lo aseguro. De no prestar atención, tú terminarás condenado.

Por primera vez, Mirko admitió que no era una mujer tan joven y que tenía muchos más conocimientos y autoridad de lo que mostraba. Le indicó al barman que le sirviera un vodka con hielo, y la miró de reojo.

–¿De qué se trata todo esto?

–Se trata de que puedo ayudarte si tú me ayudas.

–¿Ayudarme? ¿A qué?

Serena se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa. A la distancia notó que una mujer lo miraba con interés y decidió marcar el terreno. Bajó del taburete y se acercó a Mirko. Con un gesto teatral le acarició el rostro y, tomándolo entre sus manos, lo besó inesperadamente.

–No tengo idea de quién te involucró en todo esto, pero ten por seguro que te están tendiendo una trampa. Estás metiéndote en un juego muy peligroso; un juego que te excede y ni siquiera sabes cómo jugar –susurró a su oído–. No confiaría tanto en tu benefactor. Aunque tu salida de la cárcel está legalmente sustentada y se han realizado todos los pasos estipulados, no queda del todo claro quién se presentó en el penal para acercarte la propuesta. Los documentos se han extraviado y nadie recuerda nada. Solo hay registro de una orden firmada por un juez.

Mirko no estaba seguro de comprender. Mucho de lo que ella decía le resultaba, por lo menos, creíble.

Serena le dio margen para que procesara lo que le había dicho. Notó el desconcierto en el rostro del hombre, que miraba hacia la nada con expresión preocupada, debatiéndose entre creerle o no. Estaba muy bien que lo pensara, eso quería decir que tenía dudas. En el fondo sentía algo de pena; era un pobre tipo, solo en el mundo a punto tal que, si desaparecía, nadie lo echaría de menos. Por eso lo habían elegido; por eso y por su adicción a la cocaína. Era un desahuciado sin posibilidades de nada; fácil de quebrar y de manipular, pero sus armas eran poderosas: encanto, seducción y esa magia en la entrepierna. Las mujeres que habían pasado por su cama se deshacían en elogios. Pero, aunque representaba una terrible tentación, Serena no cometería la estupidez de bajar la guardia con él.

–Escúchame bien –dijo luego de enroscar sus manos en el cuello de Mirko, que permanecía a la expectativa, sin mostrar el más leve signo de reacción–. Cuídate de quien te ayudó a salir. Sigues vivo porque te necesita. Desconfía de todo si deseas mantenerte con vida. Tienes fecha de vencimiento, Croata, no lo olvides.

Mirko la tomó del cabello y, jalándola hacia atrás, la obligó a mirarlo. Ella le sonrió, desafiante.

–Supongo que también me necesitas –explotó, con tono amenazador–. ¿Por qué tengo que creerte? Fácilmente podría delatarte.

–Es verdad –repuso Serena–. Pero no lo harás, porque estás empezando a darte cuenta de que es cierto lo que digo –le aseguró–. Lo veo en tus ojos –hizo una pausa para que él asimilara sus palabras–. Hace varios años que investigo a De la Cruz –Mirko aflojó el amarre del cabello dedicándole toda su atención–. Por eso sé que eres el cabo suelto en toda esta operación. Te están empujando al ojo de la tormenta y, cuando todo explote, solo tú aparecerás en el centro del embrollo. Todo apunta a que, en el momento indicado, terminarás con una bala entre esos bellos ojos que tienes, para llevarte a la tumba tantos cargos que nadie podrá siquiera insinuar tu inocencia.

Mirko la soltó y frunció el ceño, preocupado. Contuvo el aliento cuando la mujer acercó su rostro al de él.

–Veo que vas entendiendo –dijo. Suspiró teatralizando el momento y consultó su reloj. Lo miró directo a los ojos, e inclinándose hacia él, le susurró al oído–: Piensa en todo lo que te dije y saca tus propias conclusiones, Croata –murmuró–. No confíes en nadie; cúbrete hasta de tu sombra y trata de dar un paso al costado. Un último consejo. No es nada sensato acostarse con Antonella Mansi tan abiertamente; se está hablando mucho de ustedes. De la Cruz puede hacer la vista gorda, pero a nadie le gusta que lo señalen como el cornudo de turno. Cuidado.

Salvar un corazón

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