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CAPÍTULO 3

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¿Qué me pongo?, ¿qué me pongo?, ¿qué me pongo? La pregunta rebotaba en su mente provocándole ansiedad y una sensación de vértigo que la alteraba. El asunto de elegir su vestuario le generaba tanta tensión que hasta se le cortaba la respiración. Vestirse debería ser algo natural. Lo era para todo el mundo, menos para ella.

–¿Qué mierda me pongo? –estalló, ofuscada, cuando ya no soportó la presión que ese hecho insignificante le generaba.

A Gimena la contrariaba tener que destinar tantos minutos a algo que para ella era una pérdida de tiempo. La fastidiaba verse en la obligación de concentrarse para decidir si lucía de negro, de blanco, de azul o de amarillo. Pero, esa mañana, quería verse bien a los ojos de toda la editorial, ese era el único motivo por el cual estaba dedicando tanto tiempo a seleccionar el vestuario.

En Madrid, su gran amiga Belén le había enseñado un par de tips para salir del aprieto y así sentirse segura; pero no estaba funcionando esa mañana. Pantalón negro, camisa blanca, el abrigo que gustes, recordó las palabras de su amiga. Botas, las que desees; siempre en la tonalidad del pantalón o el abrigo; por supuesto, botas con tacón, para que tus piernas se vean mucho más largas y delgadas.

Odiaba sentirse tan insegura en ese campo. Desde que tenía recuerdos, todos criticaban su forma de vestir. No lo entendía, no podía comprender que la gente prestara tanta atención a algo que para ella era completamente secundario. Tomó una camisa blanca y el pantalón ajustado de terciopelo negro. Por último, se calzó las botas de caña media con elegante tacón y puntera de croco. Se miró al espejo y se vio tan insulsa, tan falta de colores, que tuvo ganas de llorar. Accesorios, Gimena. Accesorios. Eso le hubiese dicho Belén. Pensar en su amiga madrileña y recordar sus consejos la tranquilizaba.

Llevada por un impulso, miró su reloj y calculó la diferencia horaria con Madrid; debía ser media tarde en España. En un arranque desesperado, tomó una fotografía de su imagen en el espejo y se la envió a su amiga preguntándole si tenía alguna sugerencia.

“Eres de no creer, Gimena. Ponte las cadenas doradas que coloqué con los accesorios. También el abrigo bordó de cuero que te sienta de maravillas, junto con la chalina de seda de Hermes que te obsequió Étienne para tu último cumpleaños. Luego te maquillas. Rocíate con Miss Dior, que te hará sentir Natalie Portman y, quién te dice, tengas la suerte de cruzarte con Thor en Buenos Aires. Envíame una foto cuando estés lista”, le respondió.

Gimena acató cada uno de los puntos que Belén le había indicado y, una hora más tarde, dejaba el apartamento sintiéndose segura y a gusto con su apariencia. Todo gracias a su amiga, que terminó asesorándola a la distancia. Sonrió al pensar en Thor. Definitivamente, ella no tenía nada de Portman, ni siquiera la planta de Perfecto asesino.

Gracias a una segunda nota que Raúl le había dejado en la mesa de noche, descubrió que las sorpresas no habían terminado. Un monumento tendría que hacerle a Raúl Olazábal, pensó Gimena. Su querido amigo no solo le había ofrecido su apartamento para que ella se instalara, sino que, conociéndola, había llenado el refrigerador de delicias que no necesitaban mucha elaboración y, como última genialidad, le había conseguido un hermoso y coqueto Fiat 500 de color rojo. Gimena no lo podía creer y, antes de subirse, tomó una fotografía para enviársela a Raúl. “Te adoro, amigo”, escribió. “Me encanta. Gracias, gracias, gracias”. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando la respuesta ingresó a su celular. “Procura no matarte en el tráfico de Buenos Aires. Disfrútalo mucho, preciosa”.

La Editorial Blooming funcionaba en la segunda planta de un edificio ubicado en la calle Chacabuco casi esquina México, en pleno vecindario de San Telmo. Tal como le había sucedido cuando se presentó en las oficinas de la editorial en Madrid, estaba nerviosa, la tensaba no saber con qué podría encontrarse. No obstante, salvando las distancias, en esta ocasión Gimena se presentaba en calidad de enviada de España, lo cual le agregaba un plus interesante.

Dejó el elevador y cruzó el corredor que conducía a la doble puerta de vidrio que daba acceso a la editorial. El nombre de fantasía la predispuso negativamente, hubiese preferido un nombre español; después de todo, ¿quién ponía el dinero?

La recepción era moderna, minimalista. Dos sillones de cuero blanco enfrentaban una mesa baja con tapa de vidrio, a través del cual podían verse los ejemplares de las revistas y suplementos que allí se publicaban. Le agradó lo que vio, aunque si hubiese estado en sus manos, hubiese agregado algún detalle para darle un poco de vida.

–Buenos días –saludó Gimena al acercarse al mostrador de la recepción donde una hermosa morena de ojos oscuros y labios color carmín alzó la vista al escucharla–. Tengo una entrevista con la señora Antonella Mansi. Mi nombre es Gimena Rauch.

–Un segundo, por favor –dijo la muchacha con una sonrisa–. Tome asiento que ya mismo la anuncio.

Gimena le agradeció y se dirigió a los sillones donde se sentó y tomó un ejemplar de la revista de moda. Una hermosa morena de centellantes ojos verdes se lucía en la portada. Gimena no tenía idea de quién podía ser. A un costado, vio la delgada publicación cultural. Frunció el ceño y la tomó. Era una publicación semestral, pobre en contenido y en edición. La indignó pensar que un buen cuerpo podía interesar más que un artículo bien desarrollado sobre la gran movida cultural que Buenos Aires poseía. Sin disimular lo que estaba haciendo, guardó uno de los ejemplares en el maletín que llevaba.

Consultó su reloj. Ya habían pasado quince minutos de las once de la mañana. La directora de la editorial ya debería haberla recibido. Se había desacostumbrado a la impuntualidad argentina. Para Gimena, la puntualidad era importante; señal de buena educación y de respeto por el tiempo del otro.

Se entretuvo unos minutos más contemplando el suelo. Como en la mayoría de las editoriales, se trataba de un gran salón desprovisto de paredes pero con gran cantidad de cubículos individuales separados unos de otros por paneles divisores. De un pantallazo, calculó que habría unos cincuenta puestos de trabajo, de los cuales muchos menos de la mitad estaban ocupados. Solo había tres despachos cerrados. Supuso que uno de ellos sería el de Antonella Mansi. Pero ¿dónde está todo el mundo?, se preguntó apreciando el escaso movimiento de la editorial.

Sus pensamientos comenzaron a viajar y su corazón se encontró añorando el puesto que había dejado en Madrid; el ritmo que había alcanzado en la editorial Sáenz y el reconocimiento de sus pares. Extrañó las risas y las conversaciones con sus compañeros de oficina; las salidas después de hora y el vértigo al cierre de una edición. Extrañó la camaradería y las buenas amigas que allí había hecho. Extrañó Madrid y su gente.

Procurando controlar el incipiente fastidio que le generaba la espera, se arrellanó en el sillón, concentrándose en la revista cultural. La analizó con detenimiento; era un espanto, una precariedad de diseño y contenido que mostraba un completo desconocimiento de la temática. Contaba con dos artículos que difícilmente le interesarían a alguien y un detalle básico de las funciones del semestre del Teatro Colón, de las distinguidas colecciones privadas que se presentaban en el Malba y de las exposiciones que ofrecían el Museo de Arte Decorativo y el de Bellas Artes. También, en menor medida, hacía referencia a las muestras populares. No había leído ni dos páginas y ya tenía una larga lista de aspectos a modificar. Contrólate, Gimena, se autocensuró. Ajústate a lo planificado.

–Señorita Rauch –dijo una joven acercándose a ella. Hacía más de cuarenta minutos que esperaba–. Mi nombre es Romina, soy la asistente de la señora Mansi. Le pido mil disculpas, pero ella está algo demorada.

–¿Tardará mucho? –preguntó, conteniendo su fastidio.

–No sabría decirle –se disculpó la joven claramente incómoda–. Lo único que me ha informado es que tuvo un contratiempo. Me pidió encarecidamente que la disculpase con usted.

Gimena extrajo de su bolso un elegante tarjetero de cuero rojo, del cual tomó una tarjeta y se la extendió.

–Lamentablemente, no voy a poder seguir esperando –informó–. Aquí le dejo mi número de celular. Por supuesto, desestime los números de Madrid –aclaró, sin disimular su contrariedad–. Le pido que me llame para coordinar una nueva entrevista cuando a la señora Mansi le quede cómodo. Buenos días.

Sin esperar la respuesta, Gimena se dirigió a los elevadores masticando indignación. Una vez en la acera, buscó su celular y se comunicó con la sede central de Madrid. Si de inversiones se hablaba, a simple vista, la revista argentina demostraba ser muy poco rentable en estas condiciones.

José María Solís no tardó en atenderla. Luego de los saludos y de ponerlo al tanto de cómo había encontrado Buenos Aires, pasaron a hablar de trabajo.

–¡Puedes creer que me ha dado un plantón! –exclamó, indignada–. ¡Qué falta de educación, por Dios! Aunque no he visto mucho desde la recepción, te aseguro que el movimiento del lugar es ínfimo. La situación no es nada halagüeña. Te lo digo para que vayas haciéndote a la idea.

–Pues no me sorprende lo que dices –respondió el español, contrariado.

–Te juro que ya mismo podría hacerte una gran lista de todo lo que debería modificarse en ese lugar –chilló Gimena destilando fastidio.

–Pues a mí me encantaría leer una propuesta de tu parte –repuso José María, ahora risueño.

–No me tientes, José, que ya mismo me pongo a escribir –agregó.

El hombre carcajeó.

–Pues, primero lo primero, Gimena –dijo, conteniendo la risa–. Necesito tus artículos para poder cerrar la próxima edición. De lo demás, te irás ocupando a medida que los hechos se vayan presentando. ¿Estás de acuerdo?

–Está bien, tienes razón –accedió. Se sentó en el bar más cercano y alzó la mano para pedir un café–. Ahora cuéntame cómo están todos. No sabes cómo los extraño.


Era ya cerca del mediodía cuando Antonella abrió los ojos. Parpadeó varias veces hasta lograr enfocar. Se sentía algo embotada y le demandó cierto esfuerzo despejar la mente. Lo primero que vio fue el brazo de Mirko cruzando su cuerpo y el bello rostro del fotógrafo enfrentándola. Antonella se acomodó mejor bajo el brazo masculino protector y suspiró. El hombre dormía luego de una fuerte sesión de sexo que los había dejado a ambos más que exhaustos.

Incorporarlo al equipo de la editorial había sido un gran acierto. Era muy bueno en todo lo que hacía; en todo. Desde la mañana que había cedido a sus insinuaciones, algo cambió en ella. Mirko Milosevic le generaba una dependencia casi adictiva que por momentos la asustaba, pero que siempre despertaba su interés. Era potente, certero y sabía cómo provocarle más placer del que jamás había experimentado. Se le hacía agua la boca de solo rememorar las horas pasadas.

Con desgano, procurando no romper el contacto con su cuerpo, estiró la mano hacia la mesa de noche y tanteó buscando su celular. Sorpresivamente, este vibró y Antonella se apresuró a atender. De un salto se irguió al advertir que era pasado el mediodía; si mal no recordaba, tenía agendada una reunión para las once de la mañana de ese día. Se había quedado dormida. Apremiada, atendió la llamada. Era su secretaria que le consultaba si estaba todo bien. Antonella no era de llegar tarde a las reuniones.

–Hace casi una hora que te estoy llamando –comunicó la chica algo alterada–. ¿Dónde estás, Antonella? Hace unos quince minutos se marchó la mujer que venía enviada de la casa matriz en España. Ahora el que está sentado en la sala de reuniones es Octavio Otamendi.

–Estoy saliendo para la editorial, Romina. Tuve un contratiempo. Llegaré en una hora –aclaró apresurada–. Dile a Abel que se ocupe de atenderlo y trata de dar con la española a como dé lugar. Debo reunirme con ella en el día de hoy. Sí o sí.

Mirko la escuchaba simulando dormir. La oyó salir de la cama y correr al baño maldiciendo al despertador. Abrió los ojos y, apenas escuchó el sonido del agua, se apresuró a enviar un mensaje con su celular.

Recibió la respuesta de Garrido cuando Antonella acababa de cerrar la ducha . Bajó la vista, apremiado. “Camilo ya está terminando. Avisa cuando se marche. Ya sabes lo que debes hacer para activar el sistema”.

Al regresar a la habitación, Antonella lo encontró semidesnudo. Mientras terminaba de secarse, se deleitó estudiando cada centímetro de ese cuerpo firme y torneado; costaba creer que estuviera durmiendo en su cama. Si hasta las cicatrices que tenía en su espalda eran atractivas. Nunca le había preguntado cómo se las había hecho; no le gustaba escucharlo hablar de temas desagradables y eso debió haber sido doloroso. En cambio, le encantaba verlo dormir. Sonrió, vanagloriándose de su desempeño. Su ego la alentó a considerar que era gracias a ella que él dormía como el angelito que no era. Sin apartar la mirada, se acercó y, para despertarlo, deslizó la yema de dos de sus dedos sobre el hombro desnudo hasta alcanzar la nuca. Siguiendo el juego, Mirko se estiró como un gato mimoso.

–Hora de levantarse, cariño –le susurró ella al oído–. Es tarde y necesito que a las cuatro te ocupes de una sesión fotográfica.

Mirko no respondió. Simplemente escondió su rostro bajo la almohada fingiendo dormir; necesitaba retenerla lo más posible.

–Qué dormilón resultaste –comentó, divertida–. Está bien, quédate remoloneando un rato más –murmuró al oído de Mirko libidinosamente–. Pero no te demores, ¿me oyes? A las tres te quiero en la editorial. Las modelos están convocadas para las dos y media y estamos justos de tiempo –terminó diciendo para luego estamparle un beso en los labios–. Me voy que me están esperando.

Solo cuando escuchó la puerta de entrada cerrarse, Mirko se irguió y dejó la cama de un salto. Extrajo su computadora portátil de la mochila y se conectó remotamente a su correo interno. Camilo había preparado todo para que él activara el sistema de escucha y seguimiento en cuanto Antonella dejase su hogar. Solo debía enviar un mensaje de correo desde su puerto al de Mansi para que un troyano se disparara y comenzara a emitir.

De: MM

A: AM

Maravillosa noche. Dime que hoy repetimos.

Su mensaje parpadeó solo unos segundos y, antes de que dejara de hacerlo, Mirko pulsó dos teclas al unísono. El mensaje quedó suspendido a la espera de ser aceptado; en cuanto eso sucediese, el troyano se activaría. Listo, pensó al tiempo que tomaba su celular y enviaba a otro destinatario un corazón como contenido del mensaje. De ese mismo número lo llamaron un segundo más tarde.

–Todo despejado –informó.

–Perfecto –respondió la voz de un hombre.

–Vas a entretenerte mucho escuchando todo lo que pasa en esta cama –comentó, jactancioso–. Esta noche tenemos nueva función. Presta atención, así aprendes.

–¡No me fastidies! –ladró Ibáñez sorprendiéndolo.

–El dispositivo del celular debería estar transmitiendo –comentó Mirko conteniendo la risa. Lo divertía fastidiarlo. Detestaba a ese hombre.

–Lo está –le aseguró Ibáñez sin un ápice de cordialidad–. Ahora encuentra algo que conecte a Mansi con De la Cruz.

–¿Algo como una partida de matrimonio? –sugirió, entre risas.

–¡No seas imbécil! –exclamó–. Sabes muy bien lo que tienes que buscar. Tenemos que descubrir cuál es el circuito que utilizan. Nos estamos quedando cortos de tiempo y eso no es bueno para nadie.

Salvar un corazón

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