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CAPÍTULO 6

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La siguiente vez que se presentó en la editorial, preguntó directamente por Romina del Pino. La chica de cabello corto y lacio, y carita de veinteañera, parecía tensa y algo incómoda con el rol que le tocaba desempeñar. Saludó a Gimena con una actitud distante, propia de quien está recibiendo a alguien que seguramente alteraría la placentera vida laboral de esa editorial. No se equivoca, pensó Gimena, consciente de la gran cantidad de rumores que su presencia debía estar provocando.

Romina la guio a lo largo de un grupo de boxes, señalándole los distintos sectores en los que se distribuía la empresa. El editorial-tour, pensó sarcástica Gimena. Allí estaban los diagramadores y los diseñadores; también los editores y los que representaban al área comercial. Generalmente llegan pasado el mediodía, había acotado la chica para justificar la falta de personal. Por supuesto, acotó mentalmente Gimena con algo de ironía.

A la distancia, le señaló el despacho que Antonella había sugerido ofrecerle; había sido el despacho de quien fuera el segundo a cargo de la editorial y que había fallecido tan solo diez meses atrás. Ese comentario le produjo a Gimena cierta aprensión, pero no dijo nada, aun cuando detectó dos mensajes subliminales en el discurso: el despacho pertenecía al “segundo”; y también, que estaba “muerto”.

–Es espacioso y luminoso –dijo Romina una vez dentro. Giraron para apreciar el lugar, que estaba delimitado por paredes de vidrio que permitían tener una buena visión de toda la planta–. Perdón, pero a Rubén le gustaba controlarlo todo, nunca usó cortinas.

–No te preocupes –respondió. Sin embargo, en el fondo estaba convencida de que Antonella prefería tenerla expuesta a la vista de todos–. No me molesta para nada. Además, solo serán unos meses.

Antes de marcharse, Romina le ofreció un café que Gimena aceptó con gusto. Agradeciendo estar a solas por unos momentos, estudió mejor la oficina que le habían asignado. No estaba mal; aunque podría estar infinitamente mejor. Nada que no pudiera solucionar. Estiró su mano y tomó el teléfono; funcionaba. Encendió la computadora que habían dejado instalada; también funcionaba, pero la usaría poco y nada, ya que tenía su propio equipo con programas mucho más actualizados.

Resolvió instalarse ese mismo día. Era la necesidad de plantar bandera la que la apremiaba. Mentalmente tomó nota de todo lo que deseaba hacer para acondicionar ese despacho y así tornarlo más acogedor para los meses que tenía pensado quedarse.

–¿Estarás cómoda aquí? –preguntó Romina colocando una bandeja con el café sobre el escritorio.

Gimena asintió y guardó silencio por unos segundos.

–Sí, tiene buena vista y buena energía –dijo finalmente acompañando sus palabras con una sonrisa–. Despreocúpate, podré trabajar con mucha comodidad. Me instalaré hoy mismo si no es molestia. No quiero perder más tiempo.

Romina asintió; no podía decir nada contra ello, aunque no estaba segura de que su jefa se sintiera entusiasmada con la idea. En realidad, Antonella esperaba desalentarla, pero parecía que la oferta había tenido el efecto contrario en ella.

Como si Romina ya se hubiese retirado, Gimena se sentó en el sillón tras el escritorio y extrajo de su bolso un anotador con su correspondiente bolígrafo. También depositó una agenda de cuero, grande y cuadrada, que mecánicamente abrió en el día de la fecha. Por último, acomodó unos parlantes portátiles y extrajo su Mac y su iPad.

–Bueno, Gimena, cualquier cosa que necesites me avisas –agregó Romina sin saber qué otra cosa decir. La asombraba la facilidad con la que esa mujer se acomodaba–. Mi extensión es la 144.

–Muchísimas gracias, Romi –respondió con amabilidad–. ¿Cuál es la mía? Y para hacer alguna llamada, ¿debo marcar algún número?

–La 212 es tu extensión. Para llamadas debes presionar el 9 para tomar línea.

–Gracias una vez más.


Mirko llegó a la editorial pasado el mediodía. Todavía le dolía la cabeza y sentía el cuerpo rígido luego de una noche difícil. La repentina aparición de Gimena Rauch le había provocado un estado de ansiedad importante, tanto que, buscando aplacar la sensación, había consumido más de la cuenta. Solo así había logrado dejar de sentirse acosado y alcanzar un poco de paz.

Con la excusa de estar apremiado por la entrega de la última producción fotográfica en la que había trabajado, se sumergió en su box sin cruzar palabra con nadie. Apenas se sentó, extrajo de su mochila la computadora portátil. En pocos segundos, una nueva ventana se abrió y Mirko contempló a Antonella escribiendo tras su computadora.

El sonido de su celular lo sobresaltó. Leyó el mensaje que alguien le habían enviado. “Se activó. Ocúpate”. Comprendió perfectamente que Antonella estaba haciendo contacto con la persona que les interesaba.

Mirko respiró hondo, se volvió una vez más hacia su computadora portátil y conectó los auriculares. Antonella hablaba por celular. Le decía a su interlocutor que ya había enviado la información solicitada y que esperaría nuevas directivas. También insistía en que correspondía que algunas de las invitaciones fueran enviadas desde la editorial. La conversación no había durado mucho más, pero la había dejado tensa. Durante los siguientes veinte minutos, la atención de Mirko osciló entre los fotogramas y lo que sucedía en el despacho de Antonella. La directora no había vuelto a escribir ni a hablar.

Apenas transcurrieron quince minutos cuando recibió un nuevo mensaje. Seguro que debía tratarse de Garrido. Bajó la vista, fastidiado. Lo sorprendió advertir que se trataba de un número no identificable. El mensaje decía:

“Eres un hombre de lo más atractivo. Ahora entiendo muchas cosas. Tú y yo deberíamos encontrarnos un día de estos. Algo me dice que tenemos mucho en común. No perdamos el contacto. SR”.

Se dejó caer contra el respaldo de su asiento con la vista clavada en la pantalla de su teléfono. ¿Serena Roger?, se preguntó, completamente descolocado pero seguro de su deducción. ¿Cómo consiguió mi número? No le causó nada de gracia recibir ese mensaje. En el mismo instante en que la conoció, había advertido que debía estar atento con ella. Detrás de ese rostro bellísimo se escondía otra cara y Mirko no tenía idea de qué pretendía o para qué lado jugaba. Buscó las imágenes que le había tomado el día anterior y las estudió una a una; fácilmente notó la tensión en sus rasgos. Esa mujer estaba alerta. Definitivamente hay algo más, pero no voy a alertar a Garrido hasta no estar seguro, concluyó.

–Mirko –lo llamó Romina deteniéndose junto a su box.

Sobresaltado, alzó la vista y frunció el ceño al ver a la secretaria de Antonella acompañada por una mujer a quien reconoció en el acto. Tragó y se le tensaron todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, y el estómago se le convirtió en piedra. Paralizado, aguardó el momento en que la mujer lo descubriera y todo explotara por los aires. Era el fin.

–Quería presentarte a Gimena Rauch –siguió diciendo Romina, diligente, sin percibir nada de lo que a Mirko le sucedía. Se volvió hacia la mujer–. Gimena, él es Mirko Milosevic uno de los fotógrafos de la editorial.

Gimena le dedicó una mirada suave primero y una sonrisa amigable después. Educadamente, estiró su mano para estrechar la de él. Mirko tardó en corresponder el saludo. La miró con reparo. Era diferente a como creía recordarla. Su rostro le pareció delicado, de rasgos finos y mirada cálida. No era una belleza descollante, pero el conjunto tenía cierto poder. Sintiendo que jugaba con fuego, que caminaba por una cornisa extremadamente delgada y que no tenía la menor posibilidad de desembarazarse de la situación, estrechó su mano. El contacto le resulto suave, afable y le provocó un escalofrío.

–Encantada –dijo ella, algo desconcertada por el modo de reaccionar de él. Intrigada, lo miró directo a los ojos con tanta naturalidad que Mirko se sintió en completa falta y fue incapaz de emitir palabra.

–Gimena va a quedarse unos meses con nosotros –prosiguió Romina procurando llenar el incómodo silencio que se había generado entre ellos–. Justamente le estoy mostrando las instalaciones y presentando a algunos de los chicos que trabajan en el área de Cultura. Va a ocupar el que era el despacho de Rubén.

–Bienvenida –logró articular Mirko sintiendo un nudo en la garganta y el corazón a punto de estallar en su pecho.

–Muchas gracias –dijo sin dejar de sonreír. Miró a Romina–. ¿Seguimos?

Mirko la observó alejarse. Todavía con el corazón galopando en su pecho, se dejó caer en su asiento y respiró profundamente. No lo había reconocido; no podía creer su suerte. Le temblaban las manos y empezaba a sentirse transpirado. Raudo, se dirigió al sanitario donde se encerró en uno de los privados.

Buscando serenarse, se tomó la cabeza con ambas manos. Tenía que tranquilizarse o terminaría por delatarse él mismo. Se esforzó por recuperar la calma para pensar con mayor claridad. Al final, llegó a la conclusión de que solo tenía que tratar de evitarla. Sí, solo debo evitarla, se ordenó, sin poder contener el miedo y la culpa. Ella por un lado y yo por el otro. Sencillo.


Gimena había terminado la escueta recorrida y ya se encontraba en el despacho que le habían asignado. Tenía que reconocer que el personal presencial era aun menor del que ella había aventurado; y como debería haberlo anticipado, la mayoría de la gente que allí se encontraba trabajaba para la revista de moda. Eventualmente prestaban colaboración con la publicación cultural, pero nada más. La misma Romina le había explicado que, dado que el suplemento de cultura era semestral, no tenía ningún sentido tener gente sentada sin hacer nada. La irritaba que trataran a esa revista como un suplemento y menospreciaran el trabajo que allí se difundía. Gimena la había dispensado mentalmente porque comprendió que la chica repetía con veneración todo lo que Antonella Mansi le decía.

La distrajo el apuesto fotógrafo que le había presentado. Venía de la recepción, donde seguramente había fumado un cigarrillo en el balcón; Romina ya le había enseñado que ese era el lugar para hacerlo. Bebió un sorbo de café sin apartar la vista del atractivo hombre que despertaba miradas y comentarios a su paso. Este es más que consciente de lo que genera; es de los peligrosos, pensó divertida, aceptando que era un hombre de aura oscura y que bien podía estar aprovechándose de eso. Pero ya no, concluyó al verlo ingresar con familiaridad al despacho de Antonella Mansi. Este pica alto, agregó ahora con seriedad. Y si de algo estaba segura Gimena era de que a la editora no le agradaba compartir. Mucho menos el bocado que se estaba comiendo.


–Te extrañé anoche –dijo Antonella, con voz aniñada, al verlo aparecer. Se puso de pie y mecánicamente verificó que las cortinas estuviesen corridas–. Me hubiese venido tan bien uno de tus maravillosos despertares.

–Puedo darte uno ahora si lo deseas –se ofreció besando su cuello.

–No lo digas dos veces, mi amor –se apresuró a decir Antonella, melosa–. Pero prefiero disfrutarte por más tiempo y en otras condiciones.

–Hagamos una cosa –sugirió Mirko posando sus manos sobre los delgados hombros de la mujer. Los masajeó con movimientos lentos y circulares tal como a ella le gustaba–. Podemos cerrar con llave, y adueñarnos de ese sofá –sugirió con la voz ronca, abordándola antes de que ella pudiera siquiera evaluar la propuesta. La besó intensamente provocándole un estremecimiento–. ¿Qué dices?

–Ufff, tus besos me dejan haciendo trompos –confesó en un susurro para luego morderle el labio inferior–. Aunque me encantaría aceptar tu propuesta, tengo demasiado de qué ocuparme antes de asistir a una importante reunión.

–¿Reunión?

–Sí, en un rato viene Alejandro –respondió volviendo su atención a los papeles sobre los que había estado trabajando–. Nos reuniremos con un nuevo socio. Y seguramente luego iremos a cenar con él –agregó.

Las últimas palabras de Antonella lo alertaron. Ese era el tipo de información que Garrido siempre le demandaba.

–Pues entonces lo dejaremos para otro día –deslizó acompañando sus palabras con una sonrisa cargada de promesas–. Vuelvo a lo mío.

Antonella asintió, sin demostrar mucho entusiasmo, y se volvió hacia su computadora.

Luego de informar a Garrido de la reunión y de la posible cena, Mirko se mantuvo en su escritorio. Desde allí, simulando estar trabajando en varias fotos que había tomado días atrás, procuraba seguir el movimiento de la editorial para no perderse el momento en el que De la Cruz se presentara.

No había transcurrido ni una hora cuando escuchó la voz de Romina saludándolo. Con discreción, observó al hombre de porte distinguido ingresar al despacho de Antonella. Ahora solo debía concentrarse en la información que podría surgir de esa reunión.

Como si nada estuviese sucediendo, se volvió hacia la computadora portátil y conectó los auriculares para escuchar la conversación que Antonella mantenía con su esposo. Era una bendición que hablaran con tanta soltura, pues pudo descubrir que se estaba organizando una fiesta bastante privada. La charla giraba en torno a los beneficios que les traería asociarse con un tercero.

Mirko sonrió maliciosamente al escuchar la información. Esta vez Garrido estará satisfecha, pensó. Pero la sonrisa se borró de sus labios al escuchar que, en cuanto el futuro socio se presentara, se trasladarían a la sala de reuniones, donde estarían más cómodos. Maldijo su suerte, no había tenido ocasión de plantar micrófonos allí y esa había sido una omisión imperdonable.

La voz de Gimena Rauch lo sacó del trance. La mujer pasó junto a su box hablando en francés. No solo el idioma le llamó la atención, sino también la tirantez que había en su voz al hacerlo. Se le aceleró el pulso al verla deambular entre los escritorios, tan libre, tan ajena a todo, tan peligrosamente cerca de él. Tragó. En sus oídos, el matrimonio comenzaba una discusión. De la Cruz la amenazaba con dejarla fuera del negocio; Antonella replicaba recordándole que, sin ella, él tendría que esforzarse mucho para alcanzar sus objetivos. Mal que les pesara a ambos, se necesitaban.

No lograba concentrarse en la discusión que mantenían Antonella y su esposo. Le costaba mantener la atención, más cuando Gimena volvía a pasar a su lado y su perfume sobrevolaba el ambiente. La miró de soslayo, considerando que parecía rondarlo un espectro que en cualquier momento podría arrastrarlo a las tinieblas. Tenía que tratar por todos los medios de mantener a Gimena Rauch lo más apartada posible o, como mínimo, intentar neutralizar su efecto.

Mirko se puso de pie, buscando despejar un poco su mente y quitarle así algo de tensión a la situación; necesitaba pasar por el baño.

Luego de una línea se sintió revivir. Fue por un café y por un cigarrillo.

Esto es una broma de mal gusto, pensó al salir al balcón y ver a Gimena hablando por teléfono. ¿Por qué demonios no habla en su despacho?, maldijo, incómodo. Encendió el cigarrillo y clavó su mirada en el celular para evitar cualquier contacto. No obstante, trató de prestar atención a lo que ella hablaba. Aunque no entendía una palabra, dedujo que había algún tipo de relación con su interlocutor.

Al cabo de unos minutos, Gimena Rauch regresó al interior sin siquiera mirarlo. Mirko respiró hondo sintiendo cómo el alma regresaba a su cuerpo. Definitivamente tenía que prestar más atención para evitarla a como diera lugar.

La siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista. Agradeció que se marchara; lo ponía nervioso y tenía asuntos que atender. Desde donde estaba parado, tenía una buena visión de la recepción de la editorial, de modo que, cuando Alejandro de la Cruz y Antonella se acercaron para recibir al hombre con quien debían reunirse, pudo observar toda la escena con claridad.

Dio un paso atrás, impactado al ver a ese hombre tan cerca de él. Ocultándose detrás de los cortinados de los ventanales, estudió a Candado sintiendo que el odio renacía en su interior. A simple vista se lo veía más canoso y gordo, pero su costoso traje, sus finos zapatos y la exclusiva corbata hablaban de un muy buen pasar. ¡Maldito desgraciado!, gritó su mente furiosa. Le dio una última pitada a su cigarrillo e hizo una llamada.

–¿Cuál es la relación entre Candado y De la Cruz? –demandó sin siquiera saludar a su interlocutora.

–¿Dónde estás? –preguntó la fiscal al otro lado de la línea y la delató la ansiedad–. ¿Los viste juntos?

–Responde mi pregunta. No me tomes por idiota, Claudia –dijo con la voz helada–. Cuando todo esto comenzó, me aseguraste que tendrías información sobre Candado. ¿Cuándo piensas darme algo? ¿Qué sabes de él?

–De momento solo sé que suele organizar selectas reuniones donde corren las apuestas, las drogas y las mujeres –explicó a regañadientes–, pero no tengo nada más. Hace rato que le perdimos la pista. Lo último veraz que supe era que estaba instalado en Paraguay.

Mirko masticó esta última información. Encendió un nuevo cigarrillo y observó con disimulo a Romina dirigirse a la sala de reuniones llevando una bandeja con tres cafés.

–Tu momento de responder, Croata –demandó, ofuscada–. ¿Estás viendo a Candado con De la Cruz? Necesito esa información.

–Tal vez –respondió, cortante–. Luego te llamo.

–Escúchame, Mirko –dijo la mujer tratando de controlar sus propios impulsos–. Ni se te ocurra hacer una locura y tirar toda la operación por la borda. Tranquilízate porque un arrebato sin sentido puede arruinar años de esfuerzo. No te dejes ver, corres el riesgo de que te mate si llega a reconocerte. Hablo en serio.

Mirko no respondió, simplemente culminó la conversación y dejó el balcón maldiciendo por no haber colocado micrófonos en la sala de reuniones. Estaba seguro de que debía ser muy interesante lo que allí estaban discutiendo. La existencia de Gimena Rauch había dejado de preocuparlo.


–¿Tienes las fotografías? –dijo De la Cruz mirando a su esposa.

–Sí, aquí –respondió ella tomando el sobre que Mirko le había entregado–. Son lindas chicas; tentadoras. Creo que podremos obtener buenos dividendos.

–Estupendo –repuso Candado–. Esperemos que sepan desenvolverse.

–¿Recibiste el detalle del próximo número? –preguntó Antonella a su esposo.

–Sí –respondió Alejandro sin apartar la mirada de las fotos que desplegaba sobre la mesa–. Está todo encaminado.

Candado miró con detenimiento las fotografías que Alejandro le presentaba y asintió conforme con la selección que De la Cruz había realizado un mes atrás.

–Perfecto. Si estas salen publicadas en el siguiente ejemplar –comenzó diciendo–, podemos hacer la entrega en agosto. Creo que con un mes de preparación será suficiente.

De la Cruz extrajo un celular de su bolsillo y tomó nota de los nombres de las chicas. Junto a cada nombre agregó el rótulo código naranja, lo cual indicaba que esas chicas serían incorporadas a un grupo de elite.

–¿Cómo viene la entrega de julio? –quiso saber De la Cruz.

Candado se dejó caer en el respaldo de la silla y meditó sus próximas palabras. Por momentos lo incomodaba un poco hablar tan abiertamente de esos asuntos. Gracias a lo celosamente precavido que era, había logrado seguir en el negocio.

–Muy bien –respondió Candado escuetamente–. Calculo que en unos días recibirán sus invitaciones para la apertura del lugar.

–Perfecto. Dejen que les diga que nuestros clientes están encantados de haber abierto esta nueva plaza –agregó Alejandro de la Cruz con algo de soberbia–. El último encuentro fue de lo más productivo. Nuestras chicas comprendieron el juego y se mostraron más que predispuestas.

–Hay algo que me gustaría que supieran –dijo Antonella ante la primera oportunidad–. Hace dos días se presentó una mujer enviada por la casa matriz. Esta misma mañana se instaló en la redacción; según dijo, debe realizar algunos trabajos para España. No debería preocuparnos porque su interés está en el suplemento de cultura y solo va a quedarse seis meses.

–¿En qué podría perjudicarnos? –quiso saber Candado.

–A simple vista, en nada –respondió Antonella–. Ya sé que puede no ser importante, pero me preocupa que ponga el ojo en nosotros y busque irregularidades.

–Está bien que lo menciones –dijo Candado adueñándose de la conversación–. Estaremos atentos. Si llega a hacer preguntas, las irás respondiendo a medida que las vaya presentando. Si se acerca mucho a donde no debe, ya veremos cómo lo manejamos. No entres en pánico. No hay nada de que sospechar.


Por momentos, el imperioso deseo de patear la puerta de la sala de reuniones y abalanzarse sobre ese cretino para romperle la cara a golpes lo abordaba con una fortaleza alarmante. Recapacitó en cada uno de esos arrebatos, convencido de que una reacción así no ayudaría a nadie, mucho menos a él. Pero cómo lo odiaba, llevaba años alimentando ese sentimiento.

Ansioso por saber el tiempo que llevaban reunidos, consultó su reloj. Eran cerca de las ocho de la noche y la editorial comenzaba a vaciarse, solo un par de redactores y algún que otro corrector permanecía con la cabeza inclinada hacia sus monitores; el resto ya se había marchado. El silencio empezaba a apoderarse del lugar y eso ayudaba a Mirko, que no tenía intenciones de marcharse hasta que la reunión finalizara. Aguardaría el tiempo que fuera necesario solo para echarle una última mirada a Candado. El shock había sido tan importante que le había impedido observarlo debidamente; necesitaba hacerlo para grabar su rostro y no olvidarlo más.

Decidido, se puso de pie y cruzó las oficinas hacia el sector de refrigerios en busca de un café. A excepción de la sala de reuniones, la editorial estaba desértica. Leticia ya se había marchado; solo Orlando, el empleado de seguridad, permanecía entre la puerta vidriada y los elevadores, custodiando la entrada. Mirko lo saludó con un ademán y miró de soslayo la puerta de la sala de reuniones. Seguro de que nadie notaría su presencia, se acercó y, luego de constatar que desde su ubicación Orlando no podía verlo, se deslizó sigilosamente en el despacho de Antonella. El escritorio estaba limpio; la computadora encendida, pero bloqueada. Discretamente fue husmeando en las distintas gavetas.

El celular vibró en su bolsillo, interrumpiéndolo. Garrido insistía. Desde que le preguntó por Candado, ya le había enviado cuatro mensajes. En el primero le exigía que le confirmara si verdaderamente había visto a Candado con De la Cruz. En el segundo reclamaba noticias suyas; en el tercero le informaba que esa noche pasaría a verlo. Mirko palpó la amenaza que escondía el mensaje. “No me molestes, Claudia. Déjame trabajar. Luego te aviso”. Envió el mensaje. “Mantenme informada. Ni se te ocurra hacerte el vivo conmigo”, fue la respuesta de Garrido.

Volvió a lo que estaba haciendo. Se concentró en el escritorio; sabía que no contaba con mucho tiempo. Fue casi por casualidad que, al revolver una de las gavetas, algo rozó sus nudillos. Intrigado, se inclinó para observar mejor. Frunció el ceño al ver la libreta cuidadosamente adosada a la gaveta superior.

Se disponía a extraerla, cuando escuchó voces provenientes del pasillo. Alarmado, alzó la vista. Candado, Antonella y Alejandro estaban parados junto a la recepción. Tenía que salir de allí si no quería ser descubierto; la libreta quedaría para otro momento. “Están saliendo los tres a cenar”, informó rápidamente a Garrido. “Síguelos”, fue la respuesta de ella.

Salvar un corazón

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