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CAPÍTULO 2

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BUENOS AIRES, MAYO DE 2015.

Abrió los ojos abruptamente como si una alarma interior lo forzase a recordar que debía ocuparse de algo importante. La habitación estaba en penumbras, pero faltaba poco para que la claridad de un nuevo día se filtrara entre los cortinados.

Miró de reojo miró a la mujer que dormía a su lado. Suspiró con desgano y estiró la mano hacia la mesa de noche donde se encontraba su celular. Verificó la hora. Eran cerca de las seis; tenía tiempo de sobra. Se dejó caer contra la almohada y clavó la vista en el cielorraso pensando en las órdenes que tenía.

A sus treinta y siete años, Mirko Milosevic cargaba sobre sus hombros unos nutridos antecedentes penales que iban desde delitos de hurto menor hasta posesión y tráfico de drogas. Tenía varias entradas y salidas de distintos penales y reformatorios que no hicieron más que curtirlo y acrecentar su fama. Así y todo, lejos estaba de sentirse orgulloso de su vida, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Durante un tiempo, había considerado que lo mejor que podría haberle sucedido era haber muerto el mismo día que nació. Luego ese pensamiento se transformó en una convicción. Odiaba su vida. Odiaba cada maldito día vivido porque en ninguno había nada bueno para rescatar o recordar.

Pero gracias a la misión en la que se encontraba, toda esa época parecía haber quedado atrás. El futuro se mostraba prometedor. Pensando en todo lo que había transcurrido en los últimos años, su mente se trasladó a aquella mañana de 2013 en la que todo su mundo pareció dar un giro inesperado. De tanto en tanto, necesitaba apelar a esa situación para recordarse por qué estaba donde estaba, por qué hacía lo que hacía y, principalmente, cuál era el objetivo final.

En ese año, el 2013, el mes de octubre se había presentado inusualmente caluroso. El clima no era mejor en el interior de la cárcel de Batán, en la provincia de Buenos Aires. Allí se respiraba un aire enrarecido, y un movimiento extraño parecía cernirse sobre su persona.

De los cinco años que llevaba encerrado, esa última semana había sido, por mucho, la peor, y el último mes, una constante pesadilla. Antes del amanecer, luego de casi seis días encerrado en la celda de aislamiento, dos guardias del servicio penitenciario provincial fueron por él. Lo levantaron a bastonazos para conducirlo a una oscura celda en la que nunca había estado. Lo dejaron allí, sin agua ni comida, acompañado solo por la incertidumbre. Le temblaba todo el cuerpo. Pasó hambre y frío.

–Vamos, Croata –había gritado con aspereza el guardia tras abrir la puerta de la celda–. Una bella dama vino a visitarte –anunció, impaciente, dejando que el sarcasmo se filtrara–. Estás teniendo muchas visitas últimamente –agregó con cierto desdén y tono amenazador–. No estarás contando cosas que no deberías contar, ¿no, Croata?

Con cierta dificultad, Mirko se puso de pie y, renuente, miró al guardia. Le sostuvo la mirada, consciente de que lo contemplaba con ganas de asestarle un golpe. Toda la escena lo llevó a pensar en los hombres de la Fiscalía Federal que, tiempo atrás, ya no recordaba cuando, se habían presentado de imprevisto para entrevistarlo. Le mostraron fotografías esperando que reconociera algún rostro. La respuesta de Milosevic fue contundente: no tenía idea de quiénes eran. Pero lo cierto era que conocía a cada uno de los fotografiados y podía apostar a que los de la Fiscalía lo sabían.

La misma situación tuvo lugar unas semanas más tarde. A esas alturas, Mirko se sentía por demás intranquilo. Sin embargo, lo más preocupante no era saber que no le creían ni una palabra, sino entender qué pretendían con sus visitas.

–Apresúrate, que debes ponerte presentable –ladró el guardia dándole un empujón.

Le permitieron asearse, cambiar sus ropas y ponerse en condiciones para la entrevista. Media hora más tarde lo condujeron por un pasillo que atravesaba el penal.

Un grupo de hombres dedicados a ejercitarse lo observaron alejarse e intercambiaron miradas recelosas. Los ignoró y, con desgano, pasó junto al guardia, quien de un empujón lo instó a apresurarse. Por sobre su hombro, Mirko lo miró con actitud altiva y sonrió con un dejo de soberbia. Se había ganado la reputación de duro e incisivo a base de soportar golpes y asestar con precisión. Nadie dudaba de su rudeza y eso era lo único que lo mantenía con vida.

–Cuidado, Croata, que un día de estos se te puede acabar la suerte –amenazó finalmente el guardia antes de volver a empujarlo–. Camina y mira para delante. Ya te vas a sosegar.

Preguntándose de qué se trataría en esa oportunidad, se dejó guiar por el largo pasillo que comunicaba con otro pabellón. Le llamó la atención que no lo condujeran a través del patio interno, que era el camino directo hacia las salas de visitas. En cambio, se sumergieron en un corredor que él nunca había transitado. Eso lo puso alerta, pero no dijo nada. Al cabo de unos metros, el guardia lo obligó a detenerse frente a una puerta.

Una vez que les habilitaron la entrada, ingresaron a una sala cerrada y sin ventanas. Solo se veía un escritorio, detrás del cual una mujer, escoltada por un uniformado fuertemente armado, leía unos papeles.

–Por favor, póngase cómodo que hoy tenemos mucho de que hablar –dijo sin levantar la vista de la carpeta que tenía frente a ella.

El guardia lo acercó al escritorio de un empujón y se apresuró a esposarlo a la mesa.

–No hace falta –sentenció la mujer.

El oficial la observó ceñudo para luego mirar a Mirko, quien le dedicó una sonrisa displicente. Maldiciendo, el penitenciario lo liberó y se retiró sin emitir palabra.

Con algo de desconfianza, Mirko la observó con todos los sentidos atentos a cada movimiento o palabra que de ella proviniese. No tenía idea de quién era; nunca la había visto. Su mente procuraba repasar cada una de las conversaciones mantenidas con los distintos agentes que se habían acercado a interrogarlo durante los últimos seis meses. La abstinencia le jugaba en contra, llevaba días sin consumir y no lograba concentrarse; se sentía confundido y desorientado.

La mujer estaba elegantemente vestida con un traje color petróleo e inmaculada blusa blanca de pronunciado escote. Llevaba el cabello oscuro recogido en una coleta y unos lentes de marco negro y cuadrado que le concedían un aspecto severo. Enfrentándolo con firmeza, se presentó como la fiscal Claudia Garrido y, según sus palabras, actuaba como enlace entre la Fiscalía Federal y la Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico. Pero más allá de la dureza que su cargo le confería, era bonita, de rasgos femeninos y labios por demás sensuales.

–¿Cómo se encuentra esta mañana? –preguntó más por romper el hielo que por verdadero interés.

–He tenido días mejores –fue la rápida y seca respuesta de Mirko.

La mujer se irguió y, cruzándose de brazos, lo observó con determinación. Endureció el gesto al notar el hematoma que bordeaba el ojo izquierdo.

–¿Qué le sucedió en el rostro? –quiso saber.

–Me tropecé –respondió, tajante.

Garrido lo estudió comprobando que era tan filoso y áspero como le habían informado; respondía con rapidez, sin bajar la guardia, en actitud agazapada. El que tenía enfrente era un hombre curtido por la vida, peligroso, difícil de abordar. Por todo lo que había averiguado sobre él, que era mucho a esas alturas, podría asegurar que era una persona que había recibido muchos golpes. Pero eso no la ablandaría, necesitaba ser dueña de la operación.

–Un tropiezo que le valió una semana en la celda de aislamiento, según tengo entendido –agregó, displicente, recuperando por completo la actitud altiva–. ¿Cuántas van? Las reclusiones en la zona de buzones, digo. Muchas. Demasiadas en estos años, ¿no?

Mirko no respondió este último comentario. Simplemente desvió la vista y eludió la mirada de la mujer.

–Ya lo creo que han sido muchas. Pero no estoy aquí para hablar de su comportamiento –aclaró ella volviendo una vez más su atención a los papeles desplegados sobre la mesa–. Me gustaría cotejar cierta información primero para luego avanzar a lo verdaderamente importante –prosiguió con firmeza–. Su nombre es Mirko Milosevic; alias Milo o Croata. Nació en la ciudad de Rovinj, península Istría, Croacia. Un lugar bellísimo, aunque usted no haya tenido la oportunidad de conocerlo. Llegó a la República Argentina al año de vida, con su madre adoptiva, que en realidad más que madre adoptiva, podríamos llamarla usurpadora ya que lo sacó ilegalmente de Croacia, porque no hay un solo documento que indique que usted fue legalmente adoptado, o que su madre biológica muriera. ¿Nunca lo investigó? Tal vez usted es solo un chico robado; uno más de tantos.

La mujer bajó la vista buscando cotejar la información, y luego volvió a alzarla para estudiar al recluso una vez más. Él la miraba con odio helado; ahora sí había despertado su atención y su animosidad. Milosevic era un hombre peligrosamente apuesto, su encanto y sensualidad no pasaban desapercibidos para nadie, mucho menos para una mujer; ella lo comprendía. Podía sentir la atracción que generaba; el poder oscuro que su cuerpo emanaba. Lo había apreciado desde el instante en que puso un pie dentro de esa sala de reuniones; era difícil desentenderse de su magnetismo. Volvió su atención a los papeles.

–Prosigamos. Tiene un expediente interesante, Milosevic –dijo recobrando la postura fría y distante–. Aquí tengo todos sus antecedentes. Una verdadera joyita. Solo por recordarlo: a los doce tuvo su primera visita a una comisaría. Lo detuvieron por disturbios en la vía pública y posesión de droga. Empezó de chico, por lo que veo. A los catorce dejó la escuela, y volvieron a detenerlo al poco tiempo; otra vez por posesión. Pasó seis meses en un reformatorio del que se escapó. Lo atraparon un mes más tarde y esto le valió seis meses más a la sombra.

La mujer hizo una pausa y cotejó ciertos datos. Por sobre el marco de los lentes, clavó la mirada en el rostro de Mirko, que ahora tenía la vista fija en ella. Garrido sintió su desprecio y se recordó andar con cuidado.

–¡Qué vida de mierda, Milosevic! Te la has pasado entrando y saliendo de los penales –sentenció, pasando deliberadamente al tuteo–. Lamento lo de Soraya. Por lo que dice aquí, cuando finalmente dejaste del reformatorio, ella había muerto. Nadie se tomó la molestia de avisarte que ya nada quedaba. Tenías dieciocho años. Ahora entiendo por qué a partir de ese momento comenzó tu maratónica carrera. Aunque tengo que reconocer que te fuiste puliendo, terminaste como todos los de tu condición, cambiando reformatorio por penales; preso por tu adicción.

Esta vez la fiscal lo miró directo a los ojos, y eso en parte la debilitó. En esta ocasión, Mirko detectó cierta conmiseración. Lo percibió primero y lo notó después. Esa mujer tan elegante y dueña de sí había tambaleado. Displicente y soberbio, bajó lentamente la vista hacia sus senos y una ceja se alzó jactanciosa al tiempo que sonreía, reconociendo el efecto que podría tener sobre ella.

–¿De qué se trata todo esto? –dijo inclinándose levemente sobre el escritorio para acercar su rostro al de la mujer que lo interrogaba.

–Aquí las preguntas las hago yo, Milosevic –respondió sin poder apartar la mirada de esos ojos cautivantes y luminosos que la envolvieron–. Estoy en condiciones de hacerle una propuesta que puede interesarle –agregó, volviendo al trato inicial.

–¿Busca diversión a cambio de reducirme la condena? –susurró con una voz tan sensual como desafiante.

Una carcajada quebró el clima, pero no amedrentó a Mirko, que creía haber encontrado una veta en la rígida armadura de la mujer. Tomó nota mental de su talón de Aquiles.

–Mucho le gustaría a usted, ¿no? –replicó ella sosteniéndole la mirada–. Reconozco que la suya es una propuesta tentadora –agregó dispensándole una sonrisa ancha y arrebatadora–. Otro día, si quiere, jugamos un poquito a eso –continuó–. Ahora volvamos a lo verdaderamente importante.

Bajó la vista hacia una segunda carpeta y la abrió. Con rapidez colocó cinco fotografías delante de Mirko y sonrió. En todas aparecía él rodeado de muchas de las personas que meses atrás había negado conocer. Gente de la noche de dudosa reputación; personajes asociados al tráfico de drogas y de personas. Todos amigos de Candado, el traficante a quien le debía su situación actual. Mirko se arrellanó en su duro asiento; ese era el mundo del que no sabía cómo despegarse.

–Es usted un hombre con muchos contactos, señor Milosevic –prosiguió Garrido, volviendo a estudiar la información con la que contaba–. Por otra parte, tengo entendido que durante estos cinco años aprovechó para superarse –destacó alzando la vista para ver su reacción–. Sé que terminó sus estudios secundarios y tomó varios cursos; eso está muy bien –continuó, bajando la vista a la ficha que tenía frente a sus ojos–. Veo que le interesa la fotografía. Genial. Habla de una persona que busca regenerarse, que busca progresar –Garrido alzó la vista y estudió al recluso con cuidadosa intención–. ¿Quiere sinceramente darle un sentido a su vida? ¿Está dispuesto a hacer el esfuerzo? –continuó enfatizando cada una de las preguntas. Hizo una pequeña pausa mientras evaluaba otros documentos–. Porque si bien usted ha cometido muchos delitos, creo comprender que mayormente fue empujado por su adicción. No me parece que sea un hombre violento. No hay un solo registro de agresión física, pero sabe defenderse –hizo una pausa un poco más prolongada que la anterior–. ¿Le gustaría salir de aquí y entrar en un programa de reinserción laboral? –deslizó con suavidad.

Mirko no respondió. La propuesta era por demás tentadora, pero él hacía rato que había descubierto que nada era gratis en esta vida, de modo que permaneció expectante a las siguientes palabras de la fiscal.

Deliberadamente, interrumpiendo los pensamientos de Mirko, Garrido colocó dos fotografías más delante de él. Lo miró con suficiencia y aguardó permitiendo que las contemplara. En una de ellas, Mirko reía despreocupadamente junto a un reconocido traficante, Patricio Coronel, exsocio de Candado; en la otra se lo mostraba inclinado sobre una línea blanca.

–¿La extraña? –deslizó la mujer con malevolencia–. Imagino que sí; no debe haber de esta por aquí, ¿verdad?

No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. En un abrir y cerrar de ojos se sintió entre la espada y la pared. Las pruebas que esa mujer tenía eran tan incriminatorias que bien podían aumentar su condena. La expresión del rostro de Mirko se tensó y las palmas de sus manos se humedecieron.

–¿Qué quiere? –ladró, rabioso. Sentía la cuerda que se ajustaba en torno a su cuello. Estaba en manos de esa mujer.

–Parece que nos vamos entendiendo –dijo Garrido con suficiencia–. Como bien decía, creo que tiene posibilidades. Colaborar conmigo puede ser un buen comienzo –afirmó convencida–. Sería muy sensato de su parte que lo considerara.

Mirko sacudió la cabeza sin poder creer lo que acababa de escuchar. Era una locura, un suicidio. Todo el mundo sabía que trabajar para la Fiscalía, la Policía o la Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico era colocarse un blanco en medio de la frente. No era estúpido. También sabía que la fiscal no tenía el poder de reducirle la condena por el solo hecho de ponerse bajo sus órdenes.

Su mente trabajaba a toda velocidad, pero la imagen de él consumiendo no lo estaba ayudando. Aunque el deseo se despertó, en todo momento fue consciente de que la propuesta bien podía ser una trampa. Alzó la vista y miró a la mujer que lo estudiaba a la distancia.

–No voy a aceptar sin saber de qué se trata –balbuceó Mirko algo desconcertado.

–Milosevic, usted no está en condiciones de hacer ningún tipo de reclamo –dijo la fiscal poniéndose de pie y, bordeando la mesa, se le acercó–. Lo que sí puedo asegurarle es que, de aceptar, alguien de mi equipo se ocupará de gestionar la autorización para que empiece a salir en libertad condicional. Tal vez se pueda apelar al sistema dos por uno. Después de todo, lo sentenciaron a once años y lleva casi seis encerrado.

La mujer reunió todos los documentos en silencio, claramente dando por terminada la entrevista.

–Piénselo. Analice bien lo que le dije –sugirió–. Le doy una semana para que considere minuciosamente lo que conversamos –insistió. Una nueva pausa logró poner un poco de suspenso a su discurso–. Lo digo en serio. Si se decide, puedo ocuparme de que el juez de ejecución agilice su salida. Al aceptar mi propuesta le quedaran menos de seis meses de encierro, Mirko, y cumpliría su condena en libertad condicional. Yo, en su lugar, comenzaría a pensar en el futuro. Nos vemos en siete días, Milosevic.

La fiscal no le había mentido esa vez. Tan solo una semana más tarde volvió con una propuesta formal en la que se veía tanto el sello de la Fiscalía como la firma de un juez. Eso lo tranquilizó un poco. Tras un ida y vuelta de palabras, y ante la condición de que trabajaría bajo las órdenes directas de la fiscal, Mirko terminó firmando. Luego hablarían de los años pendientes de condena.

Seis meses más tarde, llegó la notificación de que le habían otorgado el beneficio de la libertad condicional. Su vida parecía estar encauzándose, eso fue lo que pensó al contemplar consternado el papel firmado por el juez Máximo Ramírez Orión. Saldría, finalmente pondría un pie fuera de ese agujero. Le costaba creer que fuera cierto.

Llevaba grabado en su mente el instante en que cruzó el portal pensando que todo sería más sencillo desde ese momento en adelante. El sol lo encandiló al poner un pie fuera del penal, y cerró los ojos disfrutando de la sensación. Lo primero que vio al abrirlos fue a la fiscal Garrido conversando a pocos metros del estacionamiento con un hombre a quien no conocía.

Sin mucha explicación lo subieron a un vehículo y lo trasladaron a la Ciudad de Buenos Aires para instalarlo en una vivienda céntrica. En la casa de tránsito, como Garrido la llamó, encontraron a un hombre bajo, de hombros anchos y mirada dura y penetrante, que la fiscal presentó como Gonzalo Ibáñez, un colaborador suyo que también formaba parte de la misión.

Mirko apenas lo saludó y bajó la vista hacia las tres fotografías que Ibáñez colocaba sobre la mesa. En todas se veía a un individuo de mediana edad al cual Mirko nunca había visto. En la primera, el hombre caminaba por la calle hablando por celular. Era atractivo, de cabello oscuro y tupido, tez trigueña y rostro cuadrado de rasgos duros. En la segunda fotografía se lo veía conduciendo un BMW negro último modelo. En la última, en una pasarela rodeado de bellas y jóvenes mujeres.

–¿Quién es? –preguntó Mirko, intrigado–. Sinceramente no lo conozco.

–Ya sé que no lo conoces. Tampoco él te conoce –le aclaró Garrido–. Ese es uno de los motivos por los cuales fuiste elegido.

–Su nombre es Alejandro de la Cruz –informó Ibáñez con sequedad–. Aunque es hijo de argentinos, nació en Perú y vivió la mayor parte de su vida en Miami, donde se relacionó muy bien y logró abrir una agencia de modelos. Hace ya tres años que se instaló en Buenos Aires.

–De la Cruz es el principal accionista de una agencia de modelos que tiene su casa matriz en Miami y dos subsidiarias, una en Buenos Aires y la otra en la provincia de Misiones –prosiguió la mujer, ahora adueñándose de la conversación en una clara actitud de superioridad que divirtió a Mirko–. Estamos tras la desaparición de estas tres chicas –agregó colocando frente a él la fotografía de cada una de ellas–. Sabemos que pasaron por esa agencia. Pero todas las investigaciones llegan a punto muerto porque las tres chicas, muchos meses antes de sus desapariciones, habían rescindido sus contratos.

Ibáñez volvió a hablar de De la Cruz, mientras la fiscal colocaba otras fotografías sobre la mesa para avanzar en la información que debían suministrarle. Mirko concentró entonces su atención en las imágenes de una atractiva rubia de voluminosos senos y figura curvilínea.

–En dos meses comenzarás a trabajar para esta mujer. Su nombre es Antonella Mansi, es la esposa de De la Cruz.

Mirko alzó la vista y clavó su mirada azulada en los ojos de la fiscal. Una vez más, notó en la pupila de la letrada el solapado interés que ella intentaba doblegar. Sonrió vanidoso y, ya más seguro, se atrevió a preguntar:

–¿Qué quieren que haga con esa mujer? –trataba de entender–. ¿Quieren que la seduzca para molestar al esposo?

–No, hombre, no sea básico –protestó Ibáñez. Miró a Garrido–. No va a servir. Te lo dije.

–Es la directora de una revista de moda. Creemos que ella es la principal pantalla para las operaciones de su esposo –informó la fiscal–. Tengo entendido que sabes manejar una cámara. Hasta donde sé, te defendías tomando fotografías para Candado y, por lo que averigüé, en tus años de encierro leíste bastante sobre el tema.

Mirko asintió preguntándose si sabrían qué tipo de fotografías tomaba. Seguramente.

–En unas semanas esa mujer necesitará un fotógrafo –prosiguió Ibáñez sin abandonar el tono áspero–. Alguien deslizará su currículum con una recomendación, y lo llamarán. Para entonces, deberá estar preparado.

–¿Y qué se supone que haré mientras tanto?

–Mientras tanto te quedarás aquí –retomó Garrido, que había seguido la conversación en silencio–. Hasta que el momento de entrar en acción llegue, estudiarás toda esta carpeta. Aquí está toda la información que necesitas; teléfonos, procedimientos y el modo en el que necesitamos que te desenvuelvas.

Se hizo un silencio. Mirko tomó la carpeta y hojeó su contenido.

–Hay algo que aún no te he dicho –deslizó Garrido sabiendo el impacto que tendría la información que estaba a punto de suministrar–. Tu viejo amigo Candado está involucrado en toda esta operación. También a él lo queremos atrapar. Supongo que sigues pensando en vengarte del maldito desgraciado que te mandó a prisión.

La propuesta de Garrido le había cambiado la vida, y Mirko era muy consciente de que a ella le debía su libertad y la posibilidad de tener un futuro. Hacía ya más de un año que lo había contactado; habían pasado casi siete meses desde que logró ingresar en la Editorial Blooming, y poco más de cuatro que había conseguido despertar el interés de su directora. Tal como originalmente la fiscal le informó, Antonella Mansi era la cabeza de la editorial que manejaba dos revistas puntuales; una de moda, que acaparaba más del 85% del presupuesto y generaba buenos dividendos y alto grado de popularidad; y otra de carácter cultural, que cubría semestralmente los eventos más destacados de la ciudad.

Por un tiempo, Mirko creyó estar alcanzando cierta estabilidad y que bastaba con informar todo lo que sucedía en la editorial. Pero, entonces, llegaron nuevas órdenes: seducir a Antonella Mansi e intentar llegar a los lugares de mayor intimidad, para colocar dispositivos de escucha.

Luego de haber logrado que lo aceptara en el plantel de fotógrafos de la sección moda, no le había costado mucho seducirla y que ella lo aceptase, primero en su despacho y poco a poco en su cama. La mujer, con sus cuarenta y tantos, se había sentido más que halagada porque un hombre como él se interesase por ella. No obstante, por el momento, además de cansancio, no era mucho lo que Mirko había logrado reunir, pero sí podía asegurar que esa mujer escondía algo turbio y que estaban bajo la pista correcta.

Mirko se sentó en la cama y miró de reojo a la mujer de rubia cabellera ondulada que dormía desparramada a su lado. Cuidando de no despertarla, se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. Necesitaba comunicarse con Claudia Garrido e informarle que finalmente había logrado colocar los dispositivos de escucha. La casa de Antonella Mansi y Alejandro de la Cruz estaba completamente monitoreada.

Sentado en el retrete, consultó la hora. Garrido solía levantarse alrededor de las seis y media. “¿Despierta?”, escribió Mirko con una sonrisa malévola en sus labios. “Ya estoy en posición. Finalmente, logré que accediera a traerme a su cama. Estoy dentro –del apartamento, no de ella–. De la Cruz está en MIA y regresará el viernes por la noche en un vuelo privado. No me dijo para qué viajó, pero lo averiguaré. Ya instalé todo. Los ambientes que suelen frecuentar están cubiertos. En media hora también deberían empezar a funcionar los dispositivos. Estate atenta a las imágenes y los sonidos”.

La respuesta de Garrido no tardó en llegar. Bajó la vista y sonrió al leer. “No pienso quedarme a escuchar cómo te diviertes. Luego la escucharé a ella. Camilo ya tiene sus órdenes. Ocúpate de que no vaya a la editorial hasta el mediodía. Nos vemos luego”.

En algún punto lo divertía alterarla, provocarle celos con Antonella, mucho más si tenía en cuenta que era ella quien lo había puesto en manos de la editora. La fiscal se había convertido en su amante mucho antes que Mansi y, por un tiempo, había logrado despertar mucho más que su interés; algo que nunca le diría a ella, por supuesto. Claudia Garrido disfrutaba tanto del buen sexo como del estímulo que unas buenas líneas podían otorgar. Juntos habían compartido encuentros memorables que por varias horas los transportó a otras dimensiones. Pero todo tenía su precio y él lo estaba pagando con creces pues, sin previo aviso, Garrido comenzó a mostrarse excesivamente posesiva, algo violenta y obsesiva con él.

“Bien. Esta tarde también la tengo ocupada; Antonella arregló una sesión de fotos con cuatro modelos nuevas de la Agencia De la Cruz. Luego te indicaré sus nombres y características. Creo que tengo algo. Ya te contaré más”, respondió Mirko.

Tenía que ponerse en movimiento y para ello necesitaba un refuerzo. Se apresuró a buscar en la bata la bolsita que había escondido la noche anterior. Rápidamente, preparó las dos líneas y, segundos más tarde, se regocijó al sentir el efecto que se esparcía por su cuerpo.

Se frotó la nariz buscando eliminar cualquier resto de droga y entreabrió la puerta; no escuchó un solo ruido. De nuevo en la habitación, se movió con sigilo; primero fue hasta su abrigo y buscó un pequeño tubo metálico y una bolsita de donde extrajo un botón negro diminuto. Divisó el celular de Antonella sobre la mesa de noche; fue hasta allí, lo tomó y se ocupó de instalar el pequeño dispositivo.

Giró y se acercó a la cama donde ella dormía parcialmente cubierta por la sábana. Activó el dispositivo y le tomó varias fotografías para enviárselas al número que Ibáñez le había indicado. Luego las borró para que Antonella nunca se enterase de lo ocurrido. Buscó su propio teléfono y escribió: “Todo listo. Me ocuparé de que no llegue hasta pasado el mediodía”.

Salvar un corazón

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