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Capítulo primero La resolución de conflictos mediante el arbitraje: cuestiones preliminares sobre la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje I. Introducción al arbitraje 1. Concepto y naturaleza

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Ante la existencia de un conflicto jurídico que necesariamente ha de ser resuelto, el arbitraje se revela, especialmente en tiempos de pandemia1, como una de las posibles vías de resolución de controversias alternativa2 al proceso judicial. Almagro Nosete3 definió el arbitraje como una institución de Derecho procesal que ni se confunde ni puede confundirse con el proceso jurisdiccional estatal.

A su juicio, el arbitraje requiere de una tutela jurisdiccional propia y diferenciada, donde el proceso arbitral y el jurisdiccional4, ambos declarativos, coinciden y se unifican, solamente y en su caso, en el procedimiento de ejecución5. En este sentido, la Exposición de Motivos de la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de arbitraje6, realiza continuas referencias a los términos “conflicto” o “controversia”7 que, el arbitraje, como institución, puede resolver de forma ágil, rápida y eficaz. De este modo, se plantea como un método, no solo alternativo, sino excluyente al judicial8 que alivia numerosos inconvenientes del proceso jurisdiccional9.

En similares términos, Díez-Picazo parafraseaba los artículos 2.1 y 9.110 de la Ley de Arbitraje y definía el arbitraje como el “modo de encomendar a un tercero la solución de todas o algunas de las controversias sobre materias de libre disposición que hayan surgido o puedan surgir respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no contractual”11.

Debe tenerse en cuenta que la actual Ley de Arbitraje no contiene una definición propia del arbitraje12 (a diferencia de la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje13), lo que conlleva una mayor flexibilidad en la construcción del concepto14.

Sin perjuicio de lo anterior, la doctrina coincide en que el arbitraje se asienta sobre los siguientes fundamentos:

Primero, el presupuesto esencial sobre el que se erige el arbitraje es la autonomía de voluntad de las partes, quienes deciden, conjunta y libremente, excluir el proceso jurisdiccional15. No obstante, esta salvedad es de carácter condicional, dado que las partes deberán también decidir sobre el alcance y objeto del proceso arbitral.

Tal y como señala la Exposición de Motivos II de la Ley de Arbitraje, la voluntad, además, estará integrada –indirectamente– por las reglas, normas y decisiones de las instituciones arbitrales o los reglamentos de arbitrajes a los que las partes se hayan sometido. Veamos su tenor literal:

“De este modo, la autonomía privada en materia de arbitraje se puede manifestar tanto directamente, a través de declaraciones de voluntad de las partes, como indirectamente, mediante la declaración de voluntad de que el arbitraje sea administrado por una institución arbitral o se rija por un reglamento arbitral. En este sentido, la expresión institución arbitral hace referencia a cualquier entidad, centro u organización de las características previstas que tenga un reglamento de arbitraje y, conforme a él, se dedique a la administración de arbitrajes. Pero se precisa que las partes pueden someterse a un concreto reglamento sin encomendar la administración del arbitraje a una institución, en cuyo caso el reglamento arbitral también integra la voluntad de las partes”16.

En palabras del TSJ de Madrid, en su sentencia núm. 47/2019, de 3 de diciembre17, esto último supone que las decisiones de la institución que administra el arbitraje se integran o, incluso, pueden calificarse como la propia expresión de la voluntad de las partes –por delegación– que suscriben el convenio arbitral. En este sentido, el TSJ de Madrid afirmó que, sin duda, “la institución administradora del arbitraje tiene encomendadas legalmente unas funciones y atribuidas unas responsabilidades de primer orden que se traducen en verdaderas decisiones, cuya validez se enraíza y, por ello, se supedita a la validez misma del consentimiento de las partes que está en el origen de su actuación”.

En relación con la importancia de la autonomía de la voluntad de las partes, destacamos la reveladora y muy oportuna –en palabras de Caínzos Fernández18– sentencia núm. 46/2020, de 15 de junio de 202019, dictada por el Tribunal Constitucional. Esta sentencia resolvió un recurso de amparo interpuesto frente a un auto por el que el TSJ de Madrid rechazó la solicitud de archivo del procedimiento de anulación de laudo arbitral, así como frente al auto que desestimó el incidente de nulidad de actuaciones.

El caso derivaba de un arbitraje sometido a la Corte Arbitral “Asociación Europea de Arbitraje” (AEADE), relativo a un contrato de arrendamiento de vivienda. El laudo arbitral estimó la demanda y declaró resuelto el contrato de arrendamiento, condenando a los arrendatarios al pago de las rentas e intereses, así como a otros conceptos.

Los arrendatarios interesaron la anulación del laudo con base en el carácter abusivo de cláusula de sometimiento a arbitraje, afirmando su condición de consumidores. Una vez admitida a trámite la demanda de anulación, el TSJ de Madrid apreció de oficio una posible infracción del orden público como consecuencia de la falta de imparcialidad objetiva de la Corte Arbitral (AEADE)20, dando traslado a ambas partes para que se pronunciaran al respecto.

En lugar de realizar alegaciones sobre la posible infracción del orden público –tal y como les había requerido el Tribunal Constitucional–, las partes presentaron un escrito conjunto por el que manifestaron haber alcanzado un acuerdo extrajudicial, de modo que solicitaron la terminación y archivo del procedimiento de anulación por satisfacción extraprocesal.

Sin embargo, el TSJ de Madrid, en su sentencia núm. 33/2017, de 4 de mayo de 201721, rechazó la petición de terminación y archivo por entender que “el objeto de anulación de laudos no es disponible, ya que existe un interés general en depurar aquellos que sean contrarios al orden público”. De este modo, el TSJ de Madrid insistió en que el control del orden público debía prevalecer sobre la voluntad de las partes y su poder de disposición22.

Tras analizar las alegaciones de las partes, así como las efectuadas por el Ministerio Fiscal, el Tribunal Constitucional concluyó que la interpretación realizada por el TSJ de Madrid era irrazonable y vulneraba el derecho a la tutela judicial efectiva sin sufrir indefensión.

En este sentido, señaló que no existe normal legal que prohíba a las partes transaccionar en el marco de un procedimiento de anulación de laudo arbitral: “con independencia de que la causa de pedir de la anulación afecte al orden público o no, la cuestión de fondo es jurídico-privada y disponible”.

Además, el Tribunal Constitucional reiteró la doctrina contenida en anteriores sentencias y recordó que la acción de anulación debe ser entendida como un proceso de “control externo” sobre la validez del laudo que, por tanto, no permite una “revisión de fondo de la decisión de los Árbitros”23. De igual modo, el Tribunal Constitucional insistió en que es doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que el control de los laudos arbitrables tenga un carácter “limitado”, pudiéndose obtener la anulación solamente en casos excepcionales.

Por todo ello, el Tribunal Constitucional concluyó que podría ser admisible rechazar la solicitud de terminación y archivo del procedimiento “de basarse la petición de anulación en que el objeto del laudo (en este caso, el contrato) regula una materia que no era susceptible de ser sometida a arbitraje por afectar al orden público”. Sin embargo, no era éste el caso, dado que la supuesta violación del orden público estaba relacionada con la vulneración del derecho a un Árbitro imparcial, “un matiz aportado al proceso de oficio por la propia Sala, pues los demandantes fundaban la petición de nulidad en el carácter abusivo de la cláusula de sumisión a arbitraje”.

En definitiva, el TC consideró que el razonamiento del TSJ de Madrid, que negaba virtualidad al acuerdo extrajudicial alcanzado por las partes con base en el poder dispositivo de proceso civil y el principio de justicia rogada, es contrario al derecho a la tutela judicial efectiva24.

Hinojosa Segovia25, por su parte, también tuvo oportunidad de analizar con detalle esta reveladora sentencia, concluyendo que esta resolución “clarifica el panorama arbitral”, puesto que el TSJ de Madrid venía anulando una gran cantidad de laudos, lo que había comenzado a generar mucha preocupación en los círculos profesionales de arbitraje26. De este modo, como indica el Prof., la sede arbitral de Madrid será más interesante tanto nacional como internacionalmente a partir de ahora, al gozar de una mayor seguridad jurídica:

“En conclusión, que el Tribunal Constitucional haya precisado más el concepto de ‘orden público’ y determinado el ‘ámbito del proceso de anulación’ contra los laudos arbitrales hace que sean más previsibles las resoluciones de nuestros Tribunales en materia arbitral, ganando con ello el arbitraje una mayor seguridad jurídica lo que redundará, sin duda, en que España atraiga más arbitrajes de carácter internacional a su territorio y que la Comunidad de Madrid, y, en particular, Madrid capital sean especialmente designadas sedes, tanto de arbitrajes internacionales, en la línea anteriormente apuntada, como de arbitrajes internos, con lo que ‘España Global’ [anteriormente la ‘Marca España’] y, parafraseando esta expresión, ‘Madrid Global’ [la ‘Marca Madrid’], ganarán todavía más prestigio tanto en la comunidad arbitral internacional como en la nacional”.

Por otro lado, traemos a colación la sentencia del Tribunal Constitucional núm. 9/2005, de 17 de enero27, en la que asevera que el arbitraje se sustenta en la autonomía de la voluntad de las partes28, vinculada a la libertad, como derecho fundamental:

“El arbitraje es un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados, lo que constitucionalmente lo vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento (artículo 1.1 CE [RCL 1978, 2836]) (STC. 176/1996, de 11 de noviembre [RTC 1996, 176]) y ‘aquello que, por voluntad expresa de las partes, se defiere al ámbito del proceso arbitral, por esa misma voluntad expresa de las partes queda sustraído al conocimiento del Tribunal Constitucional’ (STC 176/1996, de 11 de noviembre, F. 1) a través de un recurso de amparo en el que se invoquen las garantías del artículo 24 CE, cuyas exigencias se dirigen, en principio, a la actividad jurisdiccional estatal (véanse, también, los AATC 701/1988, de 6 de junio [RTC 1988, 701 AUTO], F. 1; y 179/1991, de 17 de junio [RTC 1991, 179 AUTO], F. 2) y que, con respecto al arbitraje, sólo proyecta sus garantías con el carácter de derechos fundamentales a aquellas fases del procedimiento arbitral y a aquellas actuaciones para las cuales la Ley prevé la intervención jurisdiccional de los órganos judiciales del Estado, entre las más relevantes, la formalización judicial del arbitraje (en esta fase se situó el conflicto que dio lugar, por ejemplo, a la STC 233/1988, de 2 de diciembre [RTC 1988, 233]), el recurso o acción de anulación y la ejecución forzosa del laudo”.

En este sentido, no podemos dejar de mencionar la revolucionaria sentencia del Tribunal Constitucional núm. 17/2021, de 15 de febrero29 por la que estima un recurso de amparo (núm. 3956-2018) y se declara vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión de la parte recurrente con ocasión de la anulación de un laudo por parte del TSJ de Madrid. Esta sentencia es especialmente trascendente y relevante pues, en línea con los últimos pronunciamientos del Tribunal Constitucional, que denotan una especial protección y respeto al arbitraje, declara con contundencia que “la acción de anulación es un remedio extremo y excepcional que ni puede fundarse en infracciones puramente formales, sino que debe servir únicamente para remediar situaciones de indefensión efectiva y real o vulneraciones de derechos fundamentales o salvaguardar el orden público español”.

De este modo, el Tribunal Constitucional, muy acertadamente, deja sentado que la anulación solo puede referirse a errores in procedendo y no puede conducir a revisar la aplicación del derecho sustantivo por los árbitros. Es decir, que las resoluciones arbitrales sólo son susceptibles de anularse en función de la inobservancia de las garantías de la instancia arbitral lo que, sin duda, dificulta el éxito de las acciones de anulación de laudos arbitrales.

Asimismo, esta resolución refuerza al arbitraje como un “modo heterónomo de resolución de conflictos” en el que la intervención jurisdiccional debe ser mínima, precisamente, “por virtud y a favor de la autonomía de la voluntad de las partes”, que han decidido “sustraer de la jurisdicción la resolución de sus posibles controversias y deferir a los árbitros el conocimiento y solución de sus conflictos, que, desde ese momento, quedan vedados a la jurisdicción por expresa voluntad de las partes”.

En relación con los límites a la autonomía de la voluntad de las partes, resulta interesante traer a colación el régimen chileno, en el que existe la posibilidad de que las partes renuncien al sistema recursivo previsto en el ámbito del arbitraje doméstico. A este respecto, debe tenerse en cuenta que en Chile existe el llamado “Tribunal Arbitral de segunda instancia”30, al que las partes pueden renunciar de forma anticipada, sin que ello, a juicio del Tribunal Constitucional chileno, infrinja el orden público31.

Segundo, en caso de que se planteen dudas sobre el respeto a la igualdad entre las partes en relación con este derecho dispositivo, la renuncia al derecho de acceso a la jurisdicción ordinaria (artículo 24 de la CE), en palabras del TSJ de Madrid, en su sentencia núm. 61/2014, de 12 de noviembre32, no genera, por sí sola, ventaja alguna para una de las partes en detrimento de la otra “pues cualquiera de ellas puede acudir a la institución arbitral”.

Como veremos, el respeto al principio de igualdad de partes en el ámbito del arbitraje es de carácter imperativo y se erige como un valor fundamental del procedimiento (artículo 24.1 de la LA).

Tercero, no puede olvidarse que la principal fuente sobre la que descansa la regulación del arbitraje es el convenio arbitral suscrito entre las partes, que les obliga a cumplir lo pactado. El convenio contiene, en esencia, el consentimiento conjunto consistente en que un tercero (ajeno a la jurisdicción ordinaria) resuelva la presente o futura cuestión litigiosa33 (artículo 11.1 de la LA):

“El convenio arbitral obliga a las partes a cumplir lo estipulado e impide a los Tribunales conocer de las controversias sometidas a arbitraje, siempre que la parte a quien interese lo invoque mediante declinatoria”34.

Como constataremos, el convenio arbitral, que puede ser autónomo o estar incorporado en el contrato principal entre las partes, del que deriva la relación jurídica, despliega efectos, tanto positivos, como negativos.

El Título II Del convenio arbitral y sus efectos de la Ley de Arbitraje regula los requisitos de validez, forma y efectos del convenio arbitral35. El convenio deberá limitarse a abordar materias de libre disposición, sin perjuicio de la aplicación de las normas generales sobre relaciones jurídico-patrimoniales.

La resolución del conflicto o controversia se producirá mediante un laudo pleno o laudos parciales36, que deberá constar por escrito y estar firmado por los Árbitros –no cabe el laudo oral, a diferencia de la reforma proyectada para las sentencias del juicio verbal37–, teniendo idéntica eficacia que una sentencia firme. En este sentido, y sin perjuicio de que el laudo pueda corregirse, aclararse o complementarse, producirá plenos efectos de cosa juzgada38 (artículo 43 de la LA)39 y, en caso de que no sea voluntariamente asumido por alguna de las partes, podrá ejecutarse forzosamente (arts. 45.1 de la LA y 517.2. 2.° de la LEC)40.

Así pues, el arbitraje podría llegar, incluso, a considerarse como auténtica “jurisdicción privada”. Sin embargo, es evidente que el artículo 117 de la CE delimita claramente que la función jurisdiccional corresponde, en exclusiva, a los Juzgados y Tribunales41: “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las Leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan”42.

Por su parte, debe tenerse en consideración que, sin perjuicio de las distintas teorías que existen sobre la naturaleza jurídica del arbitraje (contractual, jurisdiccional o mixta43), la Ley de Arbitraje no realiza ninguna alusión expresa sobre esta cuestión.

Tanto el Tribunal Constitucional como la más autorizada doctrina44 han defendido en numerosas ocasiones que el arbitraje no es otra cosa que un “equivalente jurisdiccional”45. En este sentido se pronunciaba, entre otras, la STC núm. 288/1993, de 4 de octubre46:

“3. La inalterabilidad de las decisiones judiciales firmes es también predicable, en virtud de su configuración legal, de los laudos arbitrales regulados en la Ley 36/1998. En este sentido su artículo 37 establece con absoluta claridad que ‘el laudo arbitral firme produce efectos idénticos a la cosa juzgada. Contra el mismo sólo cabrá el recurso de revisión, conforme a lo establecido en la legislación procesal para las sentencias judiciales firmes’47. Ello es conforme con la naturaleza del arbitraje, que es (STC 62/1991) un equivalente jurisdiccional, mediante el cual las partes pueden obtener los mismos objetivos que con la jurisdicción civil, esto es, la obtención de una decisión al conflicto con todos los efectos de la cosa juzgada”.

Sin embargo, a juicio del Magistrado Xiol Ríos, ésta es una “desafortunada expresión”. En efecto, en el voto particular formulado a la relevante STC núm. 1/2018, de 11 de enero de 201848, el Magistrado expresamente concluyó que “el arbitraje es un medio alternativo de resolución de controversias, pero no un equivalente jurisdiccional”49. Ciertamente, Xiol Ríos disiente de la naturaleza atribuida a la institución de arbitraje (en la que se asume la teoría jurisdiccionalista), afirmando que no es un mero “sucedáneo” del ejercicio de la función jurisdiccional –como si aquella nomenclatura degradase la relevancia del arbitraje–, sino que es una verdadera institución, “con contenido propio”:

“Es cierto que inicialmente la doctrina constitucional explicó su naturaleza como ‘equivalente jurisdiccional’ (SSTC 43/1988, 233/1988, 288/1993, 176/1996), pero posteriormente tan desafortunada expresión se ha ido matizando gracias a una jurisprudencia constitucional que ha ido evolucionando hacia una doctrina mixta, en la que, como elemento esencial, se subraya la naturaleza contractual del arbitraje en sus orígenes; y, como lógica consecuencia, se admite el carácter jurisdiccional en sus efectos. El fundamento del arbitraje radica, pues, en la voluntad de las partes, si bien para su efectividad requiere de la asistencia judicial, dado que no tendría sentido un mecanismo de resolución de conflictos cuyas decisiones no tuvieran carácter ejecutivo o carecieran del valor de cosa juzgada y no pudieran invocarse con tal carácter ante los poderes públicos y ante los Tribunales. Sostengo, por consiguiente, que en nuestra Constitución el arbitraje no tiene su asiento en el artículo 24, que consagra el derecho a la tutela judicial efectiva, sino en el artículo 10 CE que proclama la dignidad y la autonomía de la persona, en relación con otros preceptos en los que se desarrolla este principio (por ejemplo, los arts. 33 y 38 CE)”.

Posteriormente, la STSJ de Asturias núm. 2/2018, de 12 de abril50, en el marco de la resolución de una demanda de anulación sobre la falta de la debida independencia o imparcialidad del Árbitro, tuvo ocasión de analizar y determinar cuál es la naturaleza del arbitraje. Esta sentencia reafirmó la tesis propugnada por Xiol Ríos, confirmándose el alejamiento de la institución arbitral del “equivalente jurisdiccional” y el acercamiento a una solución alternativa de controversias, la teoría mixta:

“En suma, que, poco a poco, se pasa, en lo que se refiere al arbitraje, de una naturaleza sustitutiva o alternativa a la jurisdicción −el llamado ‘equivalente jurisdiccional’− a una fórmula de solución de controversias fundada en el principio de autonomía de la voluntad (artículo 10 de la Constitución española), que es la base, y al margen de la fundamentación del artículo 24 de las Constitución, siendo la intervención judicial de carácter excepcional (según la más importante llamada ‘Teoría mixta’) y disciplinada por la regulación del derecho a la tutela judicial efectiva, que tiene rango constitucional’ (artículo 24 CE). A todo lo expuesto, no puede ser obstáculo ni causar extrañeza que la Ley de Enjuiciamiento Civil 1/2000, de 7 de enero, destaque en el arbitraje el olvidable aspecto procesal y jurisdiccional. Y tampoco ha de sorprender que tal Ley equipare el arbitraje al proceso judicial, siendo para ella el laudo arbitral un equivalente a una resolución judicial”.

La sentencia continúa refiriéndose a la actual predisposición por la naturaleza mixta del arbitraje, con las consecuencias prácticas que ello conlleva. A este respecto, el TSJ declara51:

“A las diferencias entre los procedimientos arbitrales y los judiciales, ya hicimos referencia en nuestra sentencia de 25 de abril de 2017, número 3/2017. Ahora, con más radicalidad indicamos que nada tienen que ver unos con otros, siendo distintos los objetos respectivos (un laudo arbitral en el procedimiento arbitral y una sentencia control de la validez del laudo en el procedimiento judicial), y respondiendo a principios diferentes (antiformalismo y procedimiento dispositivo en el arbitral y justamente lo contrario en el judicial). Como se dice en la Exposición de Motivos, en la remisión al cauce del juicio verbal (artículo 42) ‘se trata de lograr la necesaria rigidez’. Como aprecia la STSJCV de 31 de octubre de 2013. ‘Su ejercicio −la acción de anulación− genera un genuino y distinto proceso que se desarrolla en sede judicial’. En dicha resolución, por cierto, se sostiene el arbitraje como ‘instrumento jurisdiccional, que no judicial’.

Es en la STC 174/1995 donde se indica que: ‘(…)el Árbitro y la institución administradora del arbitraje no ejercen stricto sensu, la función jurisdiccional, pero si una función pública de resolución de conflictos tutelada por la Ley’ ”.

A juicio de Olivencia Ruiz la expresión “equivalente jurisdiccional” es incorrecta, por cuanto el arbitraje no admite el adjetivo “jurisdiccional”. En este sentido, el autor considera que el laudo sea “equivalente” a la sentencia judicial firme no significa que el arbitraje sea un “equivalente jurisdiccional”; más bien, una alternativa a la jurisdicción52.

Si bien es cierto que el laudo dictado por el Árbitro puede considerarse como un verdadero “acto judicial” (lo que en alemán se conoce como “Rechtsprechungsakt”) y no un mero “efecto contractual” (o “Gestaltungs-akt”)53, ello no implica que el Árbitro goce íntegramente de los poderes jurisdiccionales que la CE atribuye al poder judicial.

No obstante lo anterior, advertimos que la jurisprudencia ha continuado otorgando al arbitraje la calificación de “equivalente jurisdiccional” a propósito de la STC núm. 1/2018, de 11 de enero54. A título ilustrativo, la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, núm. 17/2019, de 7 de mayo55 otorga al arbitraje naturaleza de “equivalente jurisdiccional”:

“La Sala, vistos los alegatos de la actora, ha de partir de una doctrina constitucional conteste relativa a la interdicción de la indefensión en materia de actos judiciales de notificación y, en particular, de garantías ineludibles en el acceso a la jurisdicción, que son extensibles al arbitraje, dada su naturaleza de ‘equivalente jurisdiccional’ (por todas, SSTC 176/1996 y 1/2018), y controlables a través de la acción de anulación ex artículo 41.1.f) LA (…)”.

Sea como fuere, De La Oliva Santos recuerda que, a pesar de la discusión doctrinal y jurisprudencial existente a este respecto, la determinación de la naturaleza jurídica del arbitraje “no es cuestión baladí” pues, a su juicio, dependiendo de la calificación que se otorgue, las consecuencias prácticas diferirán en gran medida: “de ella puede depender, por ejemplo, el régimen de aplicación temporal y espacial de sus normas o los criterios de interpretación y de integración de lagunas legales”.

De este modo, concluir que el arbitraje tiene una naturaleza mixta “significa precisar –y discriminar, añadimos nosotros– cuáles, de entre las normas reguladoras del arbitraje, son sustantivas y cuáles, por el contrario, son procesales”56.

Compartimos el criterio de gran parte de autores y Tribunales que, paulatinamente, se han alejado del dualismo de las teorías jurisdiccional y contractual, acercándose a una solución mixta o híbrida, que participa de ciertos atributos de la jurisdicción, pero también de elementos propios. A nuestro juicio, el arbitraje nace de la voluntad y compromiso de las partes contratantes, así como que el Árbitro ejerce una función pública de resolución de conflictos, regulada por la Ley de Arbitraje, pero que requiere de la necesaria e imprescindible intervención jurisdiccional.

En el ámbito del arbitraje internacional, el arbitraje se define como una forma contractual de resolución de conflictos, que nace del acuerdo y voluntad de las partes57. En palabras de Fernández de Buján, el arbitraje internacional tiene su origen en Grecia que, posteriormente, la comunidad romana adoptó, igualmente, como método de resolución de controversias. Según relata el autor, el recurso al arbitraje internacional en las cláusulas contenidas en los tratados de amistad de diferentes comunidades (situadas en distintos territorios estatales) era muy frecuente58.

En todo caso, a nivel internacional, el arbitraje se considera una “jurisdicción privada” por cuanto los Árbitros no ocupan cargos públicos ni están investidos con poderes jurisdiccionales preexistentes y, a pesar de que sus funciones puedan asimilarse en algunos aspectos a las que desarrollan los jueces (e incluso en países como Inglaterra o Estados Unidos –sistemas de common law– gocen de un cierto grado de inmunidad59), no son parte del sistema jurisdiccional en el sentido otorgado por el artículo 234 del TCE60, que prevé el planteamiento de cuestiones prejudiciales ante el TJUE por parte de los “órganos jurisdiccionales” de los distintos Estados Miembros61.

La naturaleza jurídica del arbitraje internacional también ha sido ampliamente discutida por la doctrina.

Existen varias teorías que podrían definirse como jurisdiccional, contractual y mixta, añadiéndose una complementaria denominada la teoría “autónoma”.

La teoría autónoma es aquella que considera que el arbitraje es un mecanismo sui iuris completamente flexible, aislado de las legislaciones nacionales y que opera al margen de cualquier normativa nacional. Sin embargo, actualmente, predomina la teoría mixta, sin perjuicio de que la teoría autónoma, por sus características, pueda acabar imponiéndose en el ámbito del arbitraje internacional62.

A nuestro juicio, a pesar de su evidente autonomía, el arbitraje internacional no puede considerarse como una institución absolutamente deslocalizada de las legislaciones nacionales pues, precisamente, para que el arbitraje internacional despliegue toda su eficacia, requiere, inexorablemente, del apoyo y del control de la jurisdicción de la sede del arbitraje. Por consiguiente, nos inclinamos, del mismo modo, hacia una teoría mixta o híbrida del arbitraje internacional.

El nombramiento judicial de árbitros

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