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ОглавлениеCapítulo 5
Francia, Inglaterra y el Río de la Plata
Napoleón emprendió la defensa tenaz e inteligente de Europa contra la invasión económica británica. Unificó Europa, para que no comprase mercaderías inglesas. Levantó contra la isla, que arruinaba al continente, la muralla del Imperio Francés. Su objetivo fundamental estaba en defender la producción del continente contra los géneros ingleses, Pitt comprendió el peligro y se hizo su más tenaz y peligroso enemigo.
José María Rosa
Una borrachera ideológica
Durante todo el siglo XVIII y principios del XIX, Francia fue el principal rival de Inglaterra, tanto en lo político como en lo económico. Hasta mediados del siglo XVII, “Francia era más rica que Gran Bretaña, aunque su riqueza estaba peor distribuida, y los campesinos, en particular, se hallaban agobiados por impuestos muy gravosos en beneficio de una clase terrateniente prácticamente inactiva. Hasta la Revolución Industrial, la industria francesa había estado por delante de la inglesa en el empleo de maquinaria complicada y en el desenvolvimiento de grandes fábricas” (Cole, 1985: 83).
Lógicamente, después de 1750 la economía de Gran Bretaña comenzó a sacarle a la economía francesa, cada año, una mayor distancia. Sin embargo, no fueron la escasez de recursos naturales –aunque sus reservas de carbón fueran pequeñas–, ni la falta de capitales suficientes, ni la ausencia de conocimientos técnicos y científicos, ni las cargas de las prolongadas guerras, los factores que impidieron que Francia realizara rápidamente su propia revolución industrial. La razón real hay que buscarla en la subordinación ideológica incondicional de los primeros revolucionarios franceses de 1789 a los principios del liberalismo económico y el libre comercio. Y la razón, aunque parezca trivial, se encuentra con cierta facilidad. Los revolucionarios franceses creyeron que el poder nacional de Inglaterra no estaba construido sobre bases sólidas, como el poder nacional francés, porque no se sustentaba en la agricultura, actividad que según ellos no sólo contribuía al autoabastecimiento alimentario sino también a la formación de un carácter nacional superior, mientras que la actividad industrial, de acuerdo con su curiosa interpretación, engendraba todas las corrupciones y flaquezas imaginables, pulverizando el carácter nacional de los pueblos que la adoptaban:
Entre los muchos conceptos erróneos de los revolucionarios franceses, ninguno más insidioso que la idea de que la riqueza y el poder de los ingleses se apoyaban sobre una base artificial. Esta equivocada creencia en la debilidad de Inglaterra surgió de la doctrina que enseñaron los economistas y physiocrates de las postrimerías del siglo XVIII, señalando que el comercio no era, por sí sólo, productor de riqueza, ya que lo único que hacía era promover la distribución de los productos de la tierra, sino que la agricultura era la única fuente de verdadera riqueza y prosperidad. Exaltaron, pues, la agricultura a costa del comercio y las manufacturas, y el curso de la Revolución, que se ocupó grandemente de las cuestiones agrarias, tendió a dirigirse en la misma dirección. Robespierre y Saint-Just no se cansaron nunca de contrastar las virtudes de una sencilla vida pastoril, con las corrupciones y flaquezas que engendraba el comercio exterior; y, cuando a principios de 1793 el celo jacobino enzarzó a la joven República con Inglaterra, los oradores de la convención profetizaron, confiados, la ruina de la moderna Cartago. (McLuhan, 1985: 87)
Paradójicamente, la Revolución Francesa fue, en un principio, funcional a los intereses económicos y políticos de Gran Bretaña:
Después de 1789, la revolución política francesa consolidó la revolución industrial inglesa. La noche del 4 de agosto de 1789, la Constituyente abolirá los obstáculos al tráfico internacional en una borrachera doctrinaria liberal que hace exclamar a Camilo Desmoulins: “En esta noche histórica han caído todos los privilegios; se ha concedido la libertad de comercio; la industria es libre”. Francia se llena de tejidos ingleses de Manchester, que arruinan su producción nativa a los compases de la libertad, la igualdad y la fraternidad… Europa se arruina, pero sus teóricos leen, en Adam Smith, que la libertad de comercio es la base de la riqueza, y les parece una verdad científica y sin réplica. Es la base de la riqueza pero para Inglaterra solamente […] Los liberales ingleses dueños del capital industrial, aplauden las locuras de la Constituyente. Pitt mira, en 1790, complacido la obra revolucionaria. (Rosa, 1974: 12)
No era para menos, Inglaterra estaba conquistando comercialmente a Europa al compás de La Marsellesa. Era el primer gran triunfo de la política de subordinación ideológica creada por Inglaterra. La primera gran victoria silenciosa del “poder blando” británico. Habría otras, y la América española sería su principal víctima.
Con el agua al cuello
Los franceses deberán esperar hasta la llegada de Napoleón para encontrar un político que comprenda que las bayonetas francesas habían estado, ingenuamente, al servicio de la industria de Manchester. Que el libre comercio significaba la ruina económica de Francia, el fin de la industria francesa y el triunfo definitivo de Gran Bretaña. Poco a poco, Napoleón entendió que la industria de Manchester era la columna vertebral de poder inglés; que la prosperidad económica y la estabilidad social de la Gran Bretaña dependían, sustancialmente, de sus exportaciones industriales a la Europa continental; que Gran Bretaña necesitaba exportar para poder sobrevivir. La política de Napoleón consistió, entonces, en “la defensa tenaz e inteligente de Europa contra la invasión económica británica […] unificó Europa para que no comprase mercaderías inglesas: lo hizo con sus granaderos invencibles e imponiendo a sus hermanos y cuñados en los tronos europeos” (Rosa, 1974: 14).
Napoleón impuso, entonces, el bloqueo continental prohibiendo el comercio con Inglaterra. Era su tercera estrategia contra la Albión. La primera había consistido en invadir Egipto para cortarle a Inglaterra el paso más corto al corazón de su imperio: la India. La segunda fue invadir las islas británicas. La gran genialidad del almirante Horatio Nelson frustró ambas. La tercera estrategia sería el bloqueo continental. Prácticamente, las aduanas del viejo continente ya estaban cerradas a las mercaderías inglesas, pero el decreto de Berlín, del 21 de noviembre de 1806, sistematizó el bloqueo. En lo sustancial, la estrategia de Napoleón se basó en “hundir a Inglaterra ahogándola en su propio poder industrial […] la capacidad productora de la industria maquinizada sobrepasa en mucho las necesidades del mercado nacional británico. Para Gran Bretaña, exportar es vivir, y su principal mercado es Europa. Napoleón piensa que su economía no aguantará. Que la parálisis, el desempleo, la crisis, la harán estallar por dentro […] El bloqueo continental tuvo a Inglaterra con el agua al cuello […] Las exportaciones británicas se despeñaron; en el primer semestre de 1808 habían descendido un 60%. Las reexportaciones fueron duramente afectadas y los stocks de azúcar y café alcanzaron montos desconocidos hasta entones. La industria sufrió una contracción letal. Se colmaron los depósitos de mercaderías sin salida y muchos empresarios trataban de vender a pérdida. Creció el desempleo y las tensiones sociales entraron en ebullición. Una petición reclamando la paz reunió casi treinta mil firmas en Yorkshire. Los obreros de Lancashire protestaron ruidosamente por los salarios miserables y el paro. Los archivos de Scotland Yard revelan, años más tarde, la ansiedad con que el gobierno apreciaba la marea en alza del descontento” (Trías, 1976: 21-22).
Esa situación de ahogo económico, de no poder exportar, de “tener el agua al cuello”, llevó a Inglaterra a codiciar más que nunca la posesión de la América española. Por eso las tropas británicas marcharon, precisamente por esos días, hacia el Plata. Sin embargo, los argentinos no serán para los británicos “empanadas que se coman de un solo bocado”.