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ОглавлениеCapítulo 6
A la conquista de la América española
Confieso que me indigné, y que nunca sentí más haber ignorado, como ya dije anteriormente, hasta los rudimentos de la milicia; todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar las tropas enemigas y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no se apartó de mi imaginación y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza: me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación.
Manuel Belgrano
Como el cuchillo en la manteca
Durante la guerra contra Napoleón, Gran Bretaña planificó un triple ataque a la América española: por el nordeste desembarcarían en Venezuela, por el sudeste en el Río de la Plata, y por el sudoeste en Chile. El plan incluía el previo ataque del cabo de Buena Esperanza con la finalidad de que sirviera de punto de apoyo al plan general de invasión de América del Sur y de destruir el todavía apreciable poder marítimo holandés:
Siguiendo el plan de converger sobre América del Sur por tres puntos distintos, se comisionó a Crawford para que atacase Valparaíso, mientras lord Pophan, jefe de la expedición al Cabo, ordenaba al general Beresford que desembarcara en el Río de la Plata y se lanzara sobre Buenos Aires, ciudad a la sazón con cincuenta mil habitantes. (Sánchez, 1965: 261)
El 25 de junio de 1806, a la una de la tarde, mientras Buenos Aires dormía la siesta, las tropas de su majestad británica, al mando del general William Carr Beresford[17] desembarcaron en Quilmes. El 26 de junio Pedro de Arce, al mando de una inexperta milicia, intenta detener, sin éxito, a los ingleses en el puente de Barracas. El virrey Rafael de Sobremonte decide, entonces, partir hacia la ciudad de Córdoba en busca de ayuda. El 27 de junio los soldados del ejército británico entran desfilando a la ciudad de Buenos Aires y toman el fuerte, donde izan la bandera británica. Al día siguiente el general Beresford proclama que las tropas británicas han llegado al Río de la Plata para instaurar definitivamente el libre comercio. Además, el general inglés anuncia que el nuevo gobierno garantiza la propiedad privada, la administración de justicia y el libre ejercicio de la religión católica. Pocos días después comunica que rige la pena de muerte para los que ocultaran armas o conspiraran contra la ocupación y exige el juramento de lealtad de la población de Buenos Aires al rey Jorge III. Así, Beresford creía estar aplicando, al mismo tiempo, la política de la zanahoria y el garrote. Desde el punto de vista político, la principal acción emprendida por Beresford, y la que mayor trascendencia tendría con el paso del tiempo, consistió en reforzar la extensa red británica de espionaje formada por criollos “colaboracionistas” de las clases altas de la ciudad de Buenos Aires. Entre los personajes que formaban parte de la red de espionaje inglesa se encontraban, entre otros, Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla. Esa poderosa red de espionaje, que no fue desmantelada luego de la expulsión de las tropas británicas, no sólo le permitió al poder inglés recabar siempre sustancial información, sino también realizar importantes acciones encubiertas. Desde entonces, la inteligencia británica operó en el Río de la Plata sin interrupción hasta nuestros días.[18]
La patria de los mercaderes
El plan inglés de ocupación del virreinato del Río de la Plata –perfecto en su concepción– contenía un error de base: los estrategas ingleses no habían tomado debidamente en cuenta la decidida voluntad de la mayoría de los argentinos de resistir firmemente a una invasión de una nación a la que consideraban un enemigo histórico estratégico. Es preciso, sin embargo, aclarar que esa mayoría no incluía, valga la redundancia, a la mayoría de la clase alta de Buenos Aires y a una parte sustancial de los sectores medios intelectualizados que fueron obsecuentes y colaboracionistas con el invasor inglés.
Dueños de Buenos Aires, los invasores recibieron la apurada adhesión de algunos personajes conocidos. Castelli encabezaba la lista de los 58 vecinos que firmaron su fidelidad al vencedor, y recibe un valioso regalo como retribución […] Castelli, Vieytes y Beruti fueron afectísimos a la dominación inglesa. (Machado, 1984: 23)
Para la clase alta porteña, nacida del contrabando, Gran Bretaña llegaba por fin al Río de la Plata a imponer el libre comercio de forma absoluta. Mientras duró la ocupación de la ciudad de Buenos Aires por las tropas inglesas al mando del general Beresford fueron frecuentes las visitas de cortesía al fuerte realizadas por las familias de las clases altas. Familias que permitieron que sus hijas –las Sarratea, las Marcos y las Escalada, entre otras– coquetearan con los oficiales ingleses y les ofrecieran todo tipo de “servicios”.[19] Pero quizá el dato políticamente más relevante para el análisis de la historia argentina lo constituye el hecho de que Beresford nombrara a José Martínez de Hoz como gerente nativo de la Aduana, sellando, de esa forma, una alianza con la familia Martínez de Hoz y con la oligarquía porteña, que se mantuvo sin perturbaciones hasta nuestros días.
Ciento setenta años después, otro José Martínez de Hoz, nombrado ministro de Economía por la dictadura militar genocida de 1976, sería el encargado de llevar adelante un espeluznante plan de desindustrialización que sumió a miles de argentinos en la pobreza y que obligó al Estado nacional a endeudarse en aproximadamente 40.000 millones de dólares (de la época) para poder mantener una irrestricta apertura de la economía y una falsa paridad cambiaria que sobrevaluaba el peso con respecto de dólar como parte fundamental del proceso de destrucción industrial. Un peso sobrevaluado aumenta los costos locales elevando los precios industriales de producción local, haciendo absolutamente accesible y muy barata la mercadería extrajera frente a la local. Con tamaños costos la producción nacional no puede competir, y su destino inevitable es la ruina. Importa destacar que la deuda contraída por la dictadura militar –que gobernó desde 1976 hasta 1983– fue, principalmente, tomada con bancos ingleses.
El pueblo masticaba bronca
El pueblo que con altanería masticaba bronca ante la actitud pasiva de los funcionarios encargados de defender la ciudad espera ansioso la oportunidad de echar a los invasores. De nada valdría la primera medida gubernativa dispuesta por Beresford: la libertad de comercio, es decir, que el virreinato se abriera al comercio británico, medida demagógica sólo destinada a recibir el aplauso de los nativos vinculados a dicha actividad que veían con agrado el blanqueo de la antes ilícita, aunque tolerada, actividad mercantil.
Allí es cuando entra providencialmente en escena Santiago de Liniers y Bremond, que siendo originario de la región de la Vendée, en Francia, poseía una consustancial devoción espiritual. Se dice que habiendo concurrido a la iglesia de Santo Domingo, llamó su atención que no estuviera expuesto el Santísimo Sacramento y, según José María Rosa, la tristeza con la que se celebraba la misa y las profanaciones llevadas a cabo por soldados ingleses, le hizo prometer ese mismo día al prior del convento, fray Gregorio Torres, que si con la ayuda de Dios lograba reconquistar la ciudad ofrecería a los pies de la Virgen los trofeos capturados al enemigo. (Yurman, s/f)
El 4 de agosto de 1806, Santiago de Liniers –que había escapado a la Banda Oriental para poder organizar la reconquista de Buenos Aires–, al mando de mil combatientes, desembarca en el Puerto de las Conchas (en la actual localidad de Tigre) donde se le suman otros quinientos voluntarios. Liniers se dirige entonces a San Isidro y la Chacarita y acampa en los corrales de Miserere, actual plaza Once.
El 11 de agosto de 1806, a las cinco de la mañana, comienza el combate por la reconquista de Buenos Aires. La población se une en masa a las tropas que comanda Liniers. El comandante de los Voluntarios de Caballería, Martín de Pueyrredón, le arrebata una de las banderolas al legendario regimiento 71º de Highlanders.
El 12 de agosto, el general Beresford acepta rendirse, “a discreción”, es decir, incondicionalmente. Gran Bretaña ha sido derrotada y las banderas británicas capturadas, colocadas a los pies de la Virgen en la iglesia de Santo Domingo, conforme lo prometido por Liniers. En ese mismo sitio aun hoy pueden verse, aunque no debemos omitir que trofeos de tamaño valor se encuentran en lamentable estado de abandono e indisimulado descuido.
El pueblo encuentra a su caudillo
Dos días después de la rendición de Beresford se conoce en Buenos Aires una carta que el virrey Sobremonte había dirigido a Liniers ordenándole que de ninguna manera intentara la reconquista de Buenos Aires hasta que llegasen las fuerzas cordobesas por él reclutadas. La indignación popular fue enorme y una gigantesca multitud se presentó amenazadoramente “delante de las casas consistoriales, pidiendo a gritos que no se permita al virrey la entrada en la ciudad. Y que a Liniers se confiera el mando de las armas” (Di Meglio, 2007: 81).
Entonces se produjo un hecho extraordinario: el primer gran acto de democracia directa en el Río de la Plata. Desde el balcón del ayuntamiento se les preguntó a los hombres del pueblo, reunidos en la plaza, si querían seguir siendo gobernados por Sobremonte, a lo que el pueblo respondió:
No, no, no, no, no lo queremos, muera ese traidor nos a vendido es desertor en el caso más peligroso […] queremos a Dn. Santiago de Liniers y si intenta Sobremonte venir a gobernar respondió el pueblo que antes permitirían el pueblo se le cortaran a todos las cabeza Viva Viva Viva á nuestro General Liniers tiraron todos los sombreros al aires que parecía el día del Juicio de la gritería. (Citado por Di Meglio, 81)
La solidaridad de los pueblos de la Patria Grande
El historiador Santiago de Albornoz (1944) comenta que, luego de producida la reconquista de la ciudad de Buenos Aires, el 12 de agosto de 1806, “el pueblo de Buenos Aires había agotado casi toda su pólvora, sus pertrechos y su dinero. Buenos Aires, colonia de limitados recursos, no tenía fábricas para reponer los elementos de guerra consumidos en la primera invasión, ni dónde poderlos adquirir; el bloqueo de la escuadra inglesa aumentaba la angustia de sus valerosos defensores. Pronto la angustia se convierte en entusiasmo guerrero; el pueblo de Buenos Aires, sorprendido y jubiloso, ve llegar a sus cuarteles cargamentos de pólvora, de armas, de pertrechos y de otros recursos: eran los auxilios que el pueblo peruano enviaba a sus hermanos americanos del Río de la Plata. Esos auxilios llegaron tan oportunamente a Buenos Aires que contribuyeron a la derrota de los ingleses en su segunda invasión” (45).
El virrey José de Abascal, marqués de la Concordia Española en Perú, al referirse al aporte realizado por el virreinato del Perú a la defensa de Buenos Aires sostiene en sus memorias:
Pero como los enemigos se conservasen en el mismo Río de la Plata con considerables fuerza y ánimo al parecer de atacar por segunda vez la plaza de Montevideo, no obstante los oficios del virrey Sobremonte, que opinaba no ser necesarios otros refuerzos que los de numerario, mandé seguidamente que a los cien mil pesos que estaban en viaje por vía Cusco se aumentasen doscientos mil pesos más de los productos de la caja de dicha ciudad y de las de Arequipa y Puno; a pesar de las estrecheces de este erario, y por la vía de Chile remití 1.800 quintales de pólvora, 200.000 cartuchos para fusil, 200 quintales de bala de plomo, otros 200 quintales de los dichos en pasta, y 300 espadas de caballería, cuyas remesas calculadas por valor de $121.000.- que pudieron llegar con felicidad y emplearse útilmente en la gloriosa defensa de Buenos Aires. (Citado por Albornoz, 49)
Importa precisar que el virrey de Perú, además de los cargamentos de pertrechos y otros elementos que remitió a Buenos Aires por la vía de Chile, también formó una junta encargada de recibir donativos de los particulares. Se organizó entonces una impresionante colecta en todos los pueblos del Perú. El entusiasmo popular fue enorme y en pocas semanas la junta entregó al virrey una sorprendente suma de dinero para ser enviado a Buenos Aires. El virrey Abascal, al referirse a estos hechos, afirma en sus memorias:
Las sumas colectadas por razón del donativo produjeron $ 124.000, que agregados a los anteriores envíos de numerarios, hace ascender en su totalidad a $ 700.000, cuya prodigiosa cantidad asombra si se entiende al estado en que se hallaban estas tesorerías y a los gastos que tuve que impender de nuevo con las noticias que se recibían de Buenos Aires. (Citado por Albornoz, 50)
Luego de terminadas las invasiones inglesas y con muchas víctimas y heridos de guerra criollos, aquella inquebrantable solidaridad de los pueblos de la Patria Grande se volvió a manifestar. Esta vez, a través de donativos enviados directamente por vecinos de algunas ciudades peruanas para subvenir las necesidades de los perjudicados. Así, la ciudad de Huánuco envió 117.125 pesos de la época, Arequipa mandó 4.200 pesos, Cusco despachó 1.030, Andahuaylas giró 1.000 y Huamanga, 7.495.
Ciertamente, la solidaridad de los pueblos de la Patria Grande no consistió tan sólo en el envío de dinero, armamento y municiones. Se olvida comúnmente que, en 1806 y 1807, el invasor inglés fue expulsado del Río de la Plata no sólo por porteños sino también por paraguayos, orientales, peruanos y altoperuanos –al decir de hoy, bolivianos–, todos ellos parte del pueblo que persiguió y derrotó en las tierras del Plata al invasor británico. Resuenan todavía, como héroes de aquellos días, nombres como los del gran oriental José Gervasio Artigas, los hermanos paraguayos Fulgencio y Antonio Tomás Yegros, Fernando de la Mora, los jóvenes peruanos Ignacio Álvarez Thomas, los hermanos Toribio, Manuel y Francisco de Luzuriaga, entre otros hombres que lucharon por las calles de Buenos Aires y Montevideo como lo hubiesen hecho por las de sus ciudades natales.
Esta misma solidaridad hispanoamericana se manifestaría nuevamente en 1982, cuando el pueblo argentino volviese a enfrentarse cara a cara con su enemigo histórico. En esos días cientos de colombianos, venezolanos, paraguayos y peruanos se enlistaron como voluntarios en los consulados argentinos de Bogotá, Caracas, Lima y Asunción para combatir codo a codo con sus hermanos argentinos al altivo, prepotente y pertinaz invasor británico. Conviene recordar que la República del Perú envió a la Argentina los mejores aviones de su escuadra y buena cantidad de misiles Exocet que se sumaron a los que poseía el país, para que con ese armamento la aviación argentina infligiera a la flota invasora más que serios daños.
Sólo la República de Chile, gobernada por el dictador Augusto Pinochet Ugarte, se puso servilmente a disposición del enemigo inglés.
Cuando el pueblo eligió a su virrey
El 10 de febrero de 1807 se produce en Buenos Aires un hecho sin precedentes en la historia de la América española: el Cabildo de la ciudad, en Junta de Guerra, presionó a la Real Audiencia y decretó la destitución del virrey Rafael de Sobremonte, su detención y la designación de Santiago de Liniers, héroe de la Reconquista, como nuevo virrey del virreinato del Río de la Plata.
Liniers había sido, informalmente, plebiscitado. Toda la población de Buenos Aires reclamaba que asumiera como virrey. Importa resaltar, por su trascendencia política, el hecho de que por primera vez en la historia de las Indias, por voluntad del pueblo se había destituido a un virrey y nombrado a otro. Pablo Yurman, comentando el cumplimiento de la promesa hecha por Liniers de colocar las banderas del enemigo a los pies de la Virgen y la elección popular de éste como virrey, afirma:
El héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers, honraría días más tarde su compromiso, depositando a los pies de Nuestra Señora del Rosario, en el templo de Santo Domingo en la ciudad de Buenos Aires, las banderas tomadas al enemigo. Los festejos se extenderían durante semanas y el pueblo, embriagado de auténtico orgullo, nombraría a su caudillo virrey del Río de la Plata, hecho de por sí mucho más revolucionario que la constitución de la Junta de Mayo de 1810.
Sobre héroes y traidores
Esa misma semana de febrero de 1807, mientras el pueblo elige a Santiago de Liniers como su virrey, Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla organizan la fuga de Beresford, que se encontraba recluido en Luján. Habría, así, en Buenos Aires, héroes y traidores.
Cuando los integrantes del Cabildo de Buenos recibieron el informe de que tropas británicas habían capturado la ciudad de Montevideo ordenaron de forma inmediata que los principales jefes de la primera invasión, que ya se encontraban internados en la Villa de Luján, con amplias facilidades y consideraciones, fueran destinados a Catamarca en forma “urgente”. El 10 de febrero de 1807 se inicia la marcha a caballo desde la Villa de Luján hacia Catamarca de los prisioneros ingleses, entre los que se encontraban el general Williams Carr Beresford, comandante de las fuerzas invasoras, y el jefe del Regimiento 71 Highlanders, el coronel Dennis Pack. El Cabildo de Buenos Aires encargó al capitán de Blandengues, Manuel Luciano Martínez de Fontes, que cumplía funciones en el fuerte de Rojas, la custodia de los prisioneros británicos. Esta custodia debía cesar en el paraje La Encrucijada, donde comenzaba el camino que conducía hacia Catamarca, destino final de los ingleses, donde el capitán Martínez de Fontes debía entregar a los prisioneros británicos a una escolta enviada especialmente desde Córdoba para su cuidado y vigilancia hasta Catamarca. El 12 de febrero de 1807, el capitán Manuel Luciano Martínez de Fontes, ya en marcha hacia Córdoba, elige acampar en Arrecifes, a unas cuarenta leguas de Buenos Aires, en la Estancia Grande de los padres betlemitas. El 16 de febrero, Saturnino J. Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla llegaron a esa estancia. De forma inmediata le manifestaron al capitán Martínez de Fontes que debían entregar una carta de Liniers al general Beresford y que tenían que transmitirle una orden verbal impartida por Liniers y por el Cabildo de Buenos Aires que decía “que debía entregar bajo su custodia al general inglés y a otro oficial prisionero”, con la finalidad de trasladarlos a Buenos Aires, que así lo exigían “razones del servicio, el bien del monarca español y los intereses de la Patria”. Cuando el general Beresford y el coronel Dennis Pack y sus cómplices en la fuga llegaron a Buenos Aires se escondieron en la casa del celador del Cabildo, Francisco González, quien dejó la casa vacía, para lo cual llevó a su familia a la quinta de Mercedes Bayo, prima de su señora, próxima a la ciudad, donde también se encontraba –no por simple casualidad– el doctor Mariano Moreno, que era el abogado representante de los hacendados ingleses instalados en el Plata. El 20 de febrero cruzaron la ciudad de noche, pero en la desembocadura del Riachuelo ninguna tripulación quiso llevarlos y tuvieron que regresar a la casa de González. Al día siguiente, el 21 de febrero, hicieron el mismo camino, pero esta vez los esperaba un lanchón de la balandra portuguesa Flor del Cabo, cuyo patrón era Antonio Luis de Lima. Pagaron por anticipado al doble de lo estipulado y los marineros los llevaron hasta Ensenada. A las ocho de la mañana atracaron contra la corbeta de la marina de guerra inglesa Charwell, que se hizo a la vela de inmediato. Llegaron a Colonia del Sacramento y por tierra se dirigieron a Montevideo, donde arribaron el 25 de febrero. Al enterarse de la “fuga y traición”, las clases media y baja, que fueron el núcleo de las fuerzas que reconquistaron Buenos Aires, se irritaron con los dos oficiales ingleses que se fugaron de Buenos Aires. Importa destacar, por su relevancia política, que en el memorial elevado a Arthur Wellesley (primer ministro inglés) el 8 de abril de 1808 por el criollo Manuel Aniceto Padilla, desde Londres, donde se había instalado, mencionaba como partícipes en la fuga del general Beresford a Nicolás Rodríguez Peña, hermano menor de Saturnino, Juan José Castelli, Hipólito Vieytes y Antonio Luis Beruti, y decía que habían prestado su consentimiento miembros de las clases altas de Buenos Aires. Posteriormente, el general inglés Beresford, en señal de agradecimiento, obsequió un “juego de mesa de loza del Cabo” a Juan J. Castelli. Los tres principales americanos artífices de la fuga del general Beresford fueron embarcados el 8 de septiembre de 1807 desde Montevideo hacia Río de Janeiro en un navío de guerra inglés enviado por el almirante británico Murray a tal fin. El gobierno inglés, en premio por la organización y fuga de Beresford y Pack, y por su actitud a favor de Gran Bretaña, gratificaría generosamente con una pensión vitalicia a Saturnino José Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla y Antonio Luis de Lima, patrón de la balandra portuguesa Flor del Cabo.[20]
Digamos al pasar que Beresford volvería a las tierras del Río de la Plata en 1820, al mando de tropas lusobrasileñas, para combatir contra de José Gervasio Artigas. En 1816, fue contratado por el reino de Portugal como asesor del jefe del Estado Mayor del ejército portugués para que organizara la invasión y destrucción de los pueblos jesuitas de Corrientes y Misiones, la invasión y ocupación permanente de los pueblos jesuitas orientales del río Uruguay hasta el océano Atlántico (los actuales estados de Paraná, Santa Catarina y Rio Grande do Sul). En 1820, tropas lusobrasileñas al mando del general Carlos Federico Lecor, asistido por Beresford, invaden la Banda Oriental, y el 22 de enero de ese mismo año derrotan a Artigas en la batalla de Tacuarembó.