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Prólogo

Pacho O’Donnell[1]

Es éste un libro que sin ambages puede ser catalogado dentro de la perspectiva historiográfica nacional, popular, federalista, democrática e iberoamericana, lo que habitualmente se llama “revisionismo histórico”. Con una virtud pionera que yo reclamaba en la introducción del libro colectivo La otra historia escrito por miembros del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico “Manuel Dorrego”: que a las citas de nuestros antecesores José María Rosa, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, entre otros, agregásemos fuentes de autores modernos e internacionales para no quedarnos clausurados en una doctrina restringida. Eso es lo que se propone y logra Gullo en este recorrido que va desde la conquista hasta fines del siglo XIX, donde rompe también la imposición cultural de explicarlo todo por motivos vernáculos y en cambio abre los condicionantes a las circunstancias internacionales de cada época, por ejemplo, comprender nuestro Mayo comparándolo con el proceso independentista de Estados Unidos.

Gullo es el creador de lo que podríamos denominar la “teoría de la insubordinación fundante”, que ha desarrollado en sus libros La insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones e Insubordinación y desarrollo. Las claves del éxito y el fracaso de las naciones. Ahora analiza la historia argentina desde esta nueva teoría crítica de las relaciones internacionales; en esto, entre otras cosas, reside la originalidad de la obra.

La columna vertebral de la interpretación revisionista de la historia lo es también de este libro: es el tema de la dependencia. Gullo afirma como tesis principal que “la historia de la Argentina –su historia real, no la historia oficial escrita por los vencedores de Caseros y sus hijos putativos– es, en gran medida, la historia del pueblo argentino en su lucha por su liberación de la dominación británica”.

En la batalla de Pavón, Justo José de Urquiza le entregó la victoria a Bartolomé Mitre retirándose del campo de batalla al paso cansino de su cabalgadura, y así cedía la organización nacional del país a los proyectos e intereses de la oligarquía librecambista porteña, decididos a atarnos al carro imperial británico, a constituirnos en la “pampa británica”. Terminaba de este modo la larga, sangrienta y desigual lucha de quienes proponían una organización federalista y proteccionista-productivista para nuestra patria: Juan Manuel de Rosas, Manuel Dorrego, José Artigas, Estanislao López, Juan Bautista Bustos y otros. También José de San Martín, quien pagaría con un largo destierro su simpatía por el bando federal. Casi todos ellos, de vidas y finales trágicos.

Por eso Caseros y años más tarde Pavón serían la caída en una nueva sumisión, esta vez a Inglaterra. El victorioso proyecto unitario rebautizado “liberal” lanzaría al flamante Ejército Nacional como “ejército de ocupación” a desalojar por la fuerza a los gobiernos provinciales federales y también a aniquilar a aquellos que no compartían sus ideas. Un genocidio oculto en los pliegues de la historia consagrada. También ocuparon las mentes de argentinas y argentinos inoculando rechazo a nuestra cultura identitaria, criolla, sustituyéndola por el proyecto de hacer de la Argentina un apéndice económico de Gran Bretaña y cultural de Francia.

Para ello las potencias extranjeras, que habían sufrido derrotas militares a manos de nuestro pueblo en 1806, 1807, 1838 y 1845, promovieron la colonización económica y financiera con la complicidad de quienes no tuvieron empacho en ocupar elevados cargos públicos y simultáneamente operar a favor de intereses foráneos (y personales, claro), sin que ningún superyó patriótico los perturbase: Bernardino Rivadavia, Manuel J. García, Norberto de la Riestra, Lucas González, Manuel Quintana y otros.

Pero el colonialismo más importante, el que garantizaba la operatividad de los otros, era el cultural.

Esta dependencia se desarrolló sobre el dilema sarmientino “civilización o barbarie”, la “zoncera mayor”, madre de todas las otras, según Arturo Jauretche. Civilizados eran los habitantes de los países del otro lado del mar, también aquellos que se esforzaban por “ser” europeos de este lado. Aquellos que construían sus palacios copiando los franceses, que iban haciéndose virtuosos en deportes británicos, quienes hacían de París su ciudad de elección, los que se enriquecían siendo los “socios interiores” de los banqueros ingleses.

Bárbaros en cambio eran los provincianos, los federales, los sectores humildes, los argentinos de tez cobriza u oscura, los gauchos, cuyo infortunio cantó genialmente José Hernández. Así como se importaban productos extranjeros arruinando las industrias nacionales, anclando a nuestra patria al destino de no ser más que proveedora de productos agrícola-ganaderos, también se importaron términos a los que se les dio una condición casi mística: progreso, civilización, libertad (de comercio), en cuyo nombre se cometieron, y se cometen, tropelías siempre en contra de los intereses populares.

Nada había de reprochable en la intención de incorporar a lo nuestro aquellos avances intelectuales o científicos de allende los mares. Lo reclamable es que no se hubieran hecho mejores esfuerzos por articular la supuesta “civilización” ajena con la prejuiciada “barbarie” propia.

Un aspecto clave de la dominación cultural claramente lo comprendieron los organizadores nacionales: era la justificación del presente a través de una historia tergiversada que respondiera a sus intereses y que les asegurase la perpetuación de su proyecto en el futuro. Es decir que las oscuridades y falsificaciones de nuestra historia no se deben al azar o a la ignorancia sino que respondieron a una estrategia deliberada, como se transparenta en una carta de Domingo F. Sarmiento enviada a Nicolás Avellaneda desde Nueva York, fechada el 16 de diciembre de 1865: “Necesito y espero que su bondad me procure una colección de tratados argentinos, hecha en tiempos de Rosas, en que están los tratados federales que los unitarios han suprimido después con aquella habilidad con que sabemos rehacer la historia”. O en la de Mitre a Vicente Fidel López, nuestros dos historiadores fundacionales: “Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones contra los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.

Luego vendrían los “modernos”, acaudillados por Tulio Halperín Donghi, quienes fueron adaptando la historia oficial a nuevas épocas, incorporando tecnologías, copiando modas y cambiando de nombre, escribiendo los textos escolares y universitarios, sucesores de quienes bautizaron calles, avenidas y parques, compusieron canciones patrias, colgaron retratos en paredes de colegios y oficinas públicas, fijaron las fechas patrias. Con algunos ejes: el desmedro de los jefes populares, la exclusión de los humildes y las mujeres, la concepción de las circunstancias históricas como consecuencia de la voluntad de los “grandes hombres” y no el resultado de movimientos sociales en los que los sectores excluidos son siempre protagonistas.

Alguien fue el autor de la difundida frase “la historia la escriben los que ganan”. Nada más cierto. Pero también vale la acuñada por un amigo ingenioso, “la historia la ganan los que la escriben”. Y eso lo sabían bien los que inventaron una Argentina a su medida, que escribieron profusamente, comenzando por Mitre que dejó una bibliografía abundantísima. Por eso es que quienes bregamos por una historia mejor dedicamos mucho de nuestro tiempo a libros, a programas de radio y televisión, a conferencias y seminarios. Y Gullo viene cumpliendo con esta premisa dando a luz excelente publicaciones.

Contradiciendo a quienes desvalorizan la divulgación histórica, asoma aquí otra vez la cola de lo ideológico: o se hace de la historia un corpus elitista, exclusivo para conocedores de contraseñas, o se comparte su potencia esclarecedora con la gente, con el pueblo. A nosotros es esto lo que nos interesa. Este excelente y recomendable libro de Marcelo Gullo, razón por la que he accedido a prologarlo, es un avance importante en la consolidación de un corpus teórico que plantea con claridad, fundamentación y coraje una historia comprensible en consonancia con las visiones y los intereses de los sectores populares.

La historia oculta

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