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Capítulo 3

El espejo norteamericano

Quien conoce uno solo no conoce nada; para conocer en política es imprescindible comparar.

Seymour Martin Lipset

¿Qué pasaba en las colonias inglesas?

Mientras la América española estaba viviendo un interesante proceso de industrialización, Inglaterra llevaba a cabo –en sus colonias de América del Norte– una política expresa para impedir el desarrollo industrial de las llamadas “trece colonias” porque comprendió, desde muy temprano, que la industrialización de las colonias podía conducirlas a la independencia económica y que este estadio las llevaría a reclamar, luego, la independencia política. Por eso, consciente de las consecuencias económicas y políticas que podía generar un proceso de industrialización en las trece colonias, la política inglesa trató de supervisar y boicotear las escasas empresas manufactureras de las colonias.[13]

Para impedir que la manufactura colonial entrara en competencia con las industrias de la metrópoli, los gobernadores coloniales tenían instrucciones precisas de “oponerse a toda manufactura y presentar informes exactos sobre cualquier indicio de la existencia de ellas” (Underwood Faulkner, 1956: 134). Los gobernadores eran los encargados de practicar un verdadero “infanticidio industrial”, planificado en Londres por el Parlamento británico.[14]

Los sagaces representantes de la Corona comprendían perfectamente la actitud inglesa, a la que prestaban toda su simpatía, como lo demuestran las palabras de lord Cornbury, gobernador de Nueva York entre 1702 y 1708, quien escribía a la Junta de Comercio: “Poseo informes fidedignos de que en Long Island y en Connecticut están estableciendo una fábrica de lana, y yo mismo he visto personalmente estameña fabricada en Long Island que cualquier hombre podría usar. Si empiezan a hacer estameña, con el tiempo harán también tela común y luego fina; tenemos en esta provincia tierra de batán y tierra pipa tan buenas como las mejores; que juicios más autorizados que el mío resuelvan hasta qué punto estará todo esto al servicio de Inglaterra, pero expreso mi opinión de que todas estas colonias [...] deberían ser mantenidas en absoluta sujeción y subordinación a Inglaterra; y eso nunca podrá ser si se les permite que puedan establecer aquí las mismas manufacturas que la gente de Inglaterra; pues las consecuencias serán que cuanto vean que sin el auxilio de Inglaterra pueden vestirse no sólo con ropas cómodas, sino también elegantes, aquellos que ni siquiera ahora están muy inclinados a someterse al gobierno pensarían inmediatamente en poner en ejecución proyectos que hace largo tiempo cobijan en su pecho” (Underwood Faulkner, 134). Lord Cornbury describe perfectamente la “esencia” del “imperialismo económico”, en idénticos términos que serían utilizados, luego, por Hans Morgenthau.

Si bien Inglaterra elaboró una legislación específica para frenar todo posible desarrollo industrial en las trece colonias, había dos industrias que Gran Bretaña vigilaba con particular celo por considerarlas estratégicas y vitales para la economía británica: la textil y la siderúrgica. Dos leyes dictadas en tal sentido resultan emblemáticas: la ley de 1699, que prohibía los embarques de lana, hilados de lana o telas producidos en Norteamérica a cualquier otra colonia o país, y la de 1750, que prohibía el establecimiento, en cualquiera de las “trece colonias”, de talleres laminadores o para el corte del metal en tiras y de fundiciones de acero.[15]

A diferencia de la industria textil, la fabricación del hierro –que comenzó en 1643 con el horno de fundición de John Winthrop, cerca de Lynn– gozó, durante algunos años, de cierto margen de libertad, y alcanzó, hacia 1750, proporciones considerables. Esta situación se explica por lo siguiente:

Inglaterra estaba necesitada de hierro, y hasta 1750 intereses encontrados habían impedido que se votara una legislación contraria a su elaboración en las colonias. Pero en 1750 se acordó una ley para estimular la producción de la materia prima y obstaculizar la manufactura de objetos de hierro, estableciéndose que: 1) el hierro en barras podía importarse libre de derechos en el puerto de Londres; y el hierro en lingotes en cualquier puerto de Inglaterra; y 2) que no debía instalarse en las colonias ningún taller o máquina de laminar hierro o cortarlo en tiras, ni ninguna fragua de blindaje para trabajar con un martinete de báscula, ni ningún horno para fabricar acero. (Underwood Faulkner, 135)

Más allá de las leyes sancionadas por el Parlamento británico destinadas a impedir el desarrollo industrial en sus colonias norteamericanas, es importante destacar un hecho políticamente significativo: las colonias eran tratadas como “ajenas” al territorio británico a los fines aduaneros. No se las consideraba incluidas dentro de los límites de las barreras aduaneras británicas y, en consecuencia, sus exportaciones pagaban los derechos ordinarios de importación en los puertos ingleses. Analizando la política inglesa hacia sus colonias de América del Norte, Dan Lacy (1969) afirma:

Estaba claro el propósito de la política británica de no considerar a las colonias como porciones de ultramar de un reino único, cuyo bienestar económico era estimado al igual que el de la madre patria. Al contrario, las consideraba comunidades inferiores cuya economía debía estar, siempre, al servicio de los intereses de Gran Bretaña. (49)

Mientras las colonias fueron jóvenes y poco pobladas, los colonos pudieron burlar muy a menudo las leyes británicas que frenaban el desarrollo económico del territorio colonial, pero a partir de 1763, cuando su población llegó a ser equivalente a un cuarto de la de Inglaterra, la Corona fue mucho más estricta en la aplicación de las leyes que había creado para mantener a las colonias en una posición económica subordinada. No es difícil concordar con Louis Hacker cuando sostiene que el veto británico a la industrialización norteamericana fue, probablemente, el más poderoso de los factores que provocaron el estallido de la Revolución Norteamericana.

Con la independencia política no alcanza para ser libres

La lucha por la independencia política comenzó en 1775 –cuando soldados británicos, con la misión de capturar un depósito colonial de armas en Concord, Massachusetts, y reprimir la revuelta en esa colonia chocaron con los milicianos coloniales– y se prolongó hasta 1783, cuando se firmó el Tratado de Paz de París, por el cual se declaró la independencia de la nueva nación: Estados Unidos de América.

Cuando las trece colonias lograron la independencia política, Inglaterra, para mantener la subordinación económica de éstas, no tuvo más remedio que tratar de ensayar la aplicación del “imperialismo cultural”. El razonamiento británico era, en cierta forma, sencillo: si los dirigentes de las ex trece colonias admitían la teoría de la “división internacional del trabajo” y aplicaban una “política de libre comercio”, las ex trece colonias se mantendrían en una situación de “dependencia económica”, convirtiendo la independencia política en un mero hecho formal. Al logro de ese objetivo se abocó la política británica después del Tratado de París de 1783 y obtuvo, por cierto, excelentes resultados en los estados del sur de la flamante República.

El fin de las hostilidades entre la república norteamericana y Gran Bretaña dio lugar a la importación masiva de las mercaderías manufacturadas de Europa, por supuesto más baratas que las producidas localmente. Una situación que llevó rápidamente a la ruina de la incipiente industria norteamericana, desarrollada en el curso de la guerra por la independencia política. En 1784, la balanza comercial de la joven república arrojaba ya un resultado desastroso: las importaciones sumaban aproximadamente 3.700.000 libras y las exportaciones tan sólo 750.000 libras. El nuevo Estado vivía un proceso de desindustrialización, endeudamiento y caos monetario. Para terminar de agravar la situación de las ex trece colonias, el Parlamento británico votó la Ley de Navegación de 1783, por la cual “sólo podían entrar en los puertos de las Antillas barcos construidos en Inglaterra y tripulados por ingleses, y que imponía pesados derechos de tonelaje a los barcos norteamericanos que tocaran cualquier puerto inglés” (Underwood Faulkner, 167). Esta medida para boicotear la naciente industria naval norteamericana, que competía en calidad y precio con la industria naval británica, fue complementada por el Parlamento de Gran Bretaña con la ley de 1786, “destinada a impedir el registro fraudulento de navíos norteamericanos, y aun con otra, de 1787, que prohibía la importación de mercaderías norteamericanas, a través de las islas extranjeras” (167).

Acertadamente afirma Harold Underwood Faulkner en su Historia económica de los Estados Unidos:

La revolución trajo la independencia política, pero de ninguna manera la independencia económica. Los productos norteamericanos que eran exportados a Europa durante el período colonial seguían teniendo a ese continente por mercado y al mismo tiempo se siguieron importando de allí artículos manufacturados. Las manufacturas que habían surgido durante la Revolución fueron ahogadas por las mercaderías más baratas que volcaron los ingleses en el mercado norteamericano al restablecimiento de la paz [...] Según todos los indicios Norteamérica habría de caer, nuevamente, en una situación de dependencia, produciendo materias primas necesitadas por Europa y adquiriendo, a su vez, los artículos manufacturados que ésta le proporcionaba. Parecía empresa imposible llegar a competir con Inglaterra en la producción y venta de estas mercaderías. (277)

Una empresa tanto más difícil si se tiene en cuenta que, desde la ideología dominante, también se sostenía que el destino de las recientemente independizadas trece colonias era el de convertirse en un país exclusivamente agrícola. En ese sentido, el propio Adam Smith sustentaba que la naturaleza misma había destinado a Norteamérica exclusivamente para la agricultura y desaconsejaba a los líderes norteamericanos cualquier intento de industrialización: “Estados Unidos”, escribía Adam Smith, “está, como Polonia, destinado a la agricultura” (citado por List, 1955: 97).

Las ideas de Smith le eran útiles al poder inglés para tratar de conseguir, por la persuasión –mecanismo típico del imperialismo cultural–, lo que había tratado de impedir por la fuerza de la ley durante el período colonial.[16]

La lucha por la independencia económica

En medio de la desastrosa situación económica producida por el fin de la guerra –y agravada por un gobierno central débil y por la rivalidad entre los Estados de la Unión– una corriente de pensamiento antihegemónico, conducida por Alexander Hamilton, abogaba por un medio de desarrollo económico en el cual el gobierno federal amparara la industria naciente mediante subsidios abiertos y aranceles de protección. El azar de la historia hizo que George Washington, ante el rechazo de Robert Morris, el “financista de la Revolución”, ofreciera el cargo de secretario del Tesoro a Alexander Hamilton.

Cuando, en 1789, Hamilton recibió del presidente Washington la misión de conducir el destino económico de Estados Unidos tenía tan sólo treinta y tres años y apenas un título en artes liberales, otorgado por una universidad de segunda categoría para oponerse abiertamente a los consejos del economista más famoso del mundo, Adam Smith (Chang, 2009: 77).

En ejercicio de su cargo, Hamilton diseñó un plan para construir una nación económicamente independiente, y en 1791 presentó en el Congreso de la Unión un informe en el que esbozaba un gran programa para convertir a Estados Unidos en una potencia industrial. El núcleo duro de la idea de Hamilton era que Estados Unidos, como toda nación atrasada, debía proteger sus industrias nacientes de la competencia extranjera, es decir, de la competencia de la industria británica. Hamilton comprendió desde el principio de su gestión que la superación del atraso económico de Estados Unidos dependía de una vigorosa contestación al dominante pensamiento librecambista –promovido y publicitado por el poder inglés– identificándolo como ideología de dominación para poder promover, luego, con el impulso del Estado y con la adopción de un satisfactorio proteccionismo del mercado doméstico, una deliberada política de industrialización.

Hamilton, en su informe Las manufacturas en los Estados Unidos, teniendo en mente la historia económica de Inglaterra –y no lo que ésta ideológicamente propagaba con Adam Smith y otros voceros–, propuso una serie de medidas para alcanzar el desarrollo industrial, entre las cuales se destacaban “aranceles protectores y prohibiciones de importación; subvenciones, prohibición de exportación de materias primas clave; liberalización de la importación y devolución de aranceles sobre suministros industriales; primas y patentes para inventos; regulación de niveles de productos, y desarrollo de infraestructuras financieras y de transportes” (Chang, 77).

Thomas Jefferson, a la sazón secretario de Estado, se opuso enérgicamente al programa de Hamilton, pero el presidente Washington jugó su prestigio y autoridad a favor de este último y desautorizó a Jefferson. Sin embargo, a pesar del apoyo presidencial, el Congreso siguió muy tímidamente las audaces recomendaciones de Hamilton.

Reflexionando sobre el modelo económico propuesto por Hamilton, el economista coreano Ha-Joon Chang afirma, irónicamente, que, de haber sido Hamilton ministro de Economía de un país en vías de desarrollo actual, “el FMI y el Banco Mundial se habrían negado, sin duda, a prestar dinero a su nación y estarían ejerciendo presiones para su destitución” (78). Aunque las ideas centrales de Hamilton tuvieron que esperar hasta la finalización de la guerra de secesión para poder ser integralmente aplicadas, puede afirmarse que “Hamilton proporcionó el proyecto para la política económica estadounidense hasta el final de la Segunda Guerra Mundial” (78).

Vale la referencia a la entonces pobre y relativamente poco poderosa república norteamericana que se planteó desde sus mismos orígenes el proyecto de salir adelante siguiendo un camino que imitara la esencia del desarrollo inglés –y se atreviese a enfrentar abiertamente a Gran Bretaña, por entonces la primera potencia universal indiscutida– en comparación con la posición ideológica y fáctica de subordinación adoptada por los integrantes de la Primera Junta de Gobierno en 1810. Por desconocimiento (valga la mención de la posibilidad) o por mera admiración y convicción ideológica, la mayoría de las elites hispanoamericanas adoptaron la “fórmula” vendida por Inglaterra y no su ejemplo práctico. Las Provincias Unidas del Río de la Plata, por cierto, no fueron la excepción, y es en ese sentido que se inserta este capítulo a esta altura de nuestra descripción histórica.

La diferencia entre adoptar una y otra postura no necesita mayores ampliaciones.

La historia oculta

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