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Capítulo 1

La naturaleza del poder mundial

La historia que nos enseñaron desde pequeños, la historia que nos inculcaron como una verdad que ya no se analiza, presupone que el territorio argentino flotaba beatíficamente en el seno de una materia angélica. No nos rodeaban ni avideces ni codicias extrañas. Todo lo malo que sucedía entre nosotros, entre nosotros mismos se engendraba.

Raúl Scalabrini Ortiz

La estructura básica del sistema internacional

Para comprender la historia de la Argentina –como la de cualquier otra nación– y desentrañar el significado profundo de los acontecimientos que le ha tocado protagonizar –o soportar– a su pueblo es necesario exponer, primero, la estructura básica del sistema internacional. Un sistema en el que todo Estado y toda nación desarrollan su existencia. Sin un breve introito respecto de esta cuestión esencial nos será imposible no sólo comprender la relevancia de los acontecimientos ocurridos sino también las causas profundas que los motivaron. Al respecto, hace ya muchos años, sabiamente, afirmaba Raúl Scalabrini Ortiz:

Los procesos de absorción que ocurrieron en todas las épocas, del más pequeño por el más fuerte, del menos dotado por el más inteligente, no ocurrieron entre nosotros, de acuerdo a la historia oficial. Las luchas diplomáticas y sus arterias estuvieron ausentes de nuestras contiendas. (48)

Ayer, al igual que hoy, en el sistema internacional, el lugar que ocupa cada Estado se encuentra determinado por las condiciones reales de poder. Entre estas condiciones determinantes se destacan, por cierto, la cultura de una sociedad y su psicología colectiva. De la simple observación objetiva del escenario internacional se desprende que la igualdad jurídica de los Estados es una ficción, por la sencilla razón de que unos Estados tienen más poder que otros. La hipótesis sobre la que reposan las relaciones internacionales, como sostiene Raymond Aron (1984), está dada por el hecho de que las unidades políticas que componen el sistema internacional se esfuerzan en imponer, unas a otras, su voluntad. La política internacional comporta, siempre, una pugna de voluntades: voluntad para imponer o voluntad para no dejarse imponer la voluntad del otro.

El sistema internacional se caracteriza por ser el escenario del enfrentamiento de los Estados entre sí y de algunos de ellos –sobre todo los periféricos– con la estructura hegemónica del poder mundial o con algunos de los actores no estatales que la integran.[2]

La mejor fórmula para dominar a una nación

Para imponer su voluntad, la estructura hegemónica del poder mundial y los Estados más poderosos que la integran han tendido, en primera instancia, a partir de la Revolución Industrial, a tratar de imponer su dominación ideológico-cultural. El ejercicio de la dominación, de no encontrar una adecuada resistencia por parte del Estado receptor, provoca la subordinación ideológico-cultural que da como resultado que el Estado subordinado sufra de una especie de síndrome de inmunodeficiencia ideológica, debido al cual el Estado receptor pierde hasta la voluntad de defensa. Podemos afirmar, siguiendo el pensamiento de Hans Morgenthau, que el objetivo ideal o teleológico de la dominación ideológico-cultural –en términos de este autor, “imperialismo cultural”–[3] consiste en la conquista de las mentalidades de todos los ciudadanos que hacen la política del Estado en particular, y la cultura de los ciudadanos en general, al cual se quiere subordinar. Sin embargo, para algunos pensadores, como Juan José Hernández Arregui (2004), la política de subordinación ideológico-cultural tiene como finalidad última no sólo la “conquista de las mentalidades” sino la destrucción misma del “ser nacional” del Estado sujeto a la política de subordinación. Y aunque generalmente –reconoce Hernández Arregui– el Estado emisor de la dominación ideológico-cultural (el “Estado metrópoli”, en términos de este autor) no logra el aniquilamiento del ser nacional del Estado receptor, el emisor sí consigue crear en el receptor “un conjunto orgánico de formas de pensar y de sentir, un mundo-visión extremado y finamente fabricado, que se transforma en actitud «normal» de conceptualización de la realidad [que] se expresa como una consideración pesimista de la realidad, como un sentimiento generalizado de menorvalía, de falta de seguridad ante lo propio, y en la convicción de que la subordinación del país y su desjerarquización cultural es una predestinación histórica, con su equivalente: la ambigua sensación de la ineptitud congénita del pueblo en que se ha nacido y del que sólo la ayuda extranjera puede redimirlo” (140).

Preciso es destacar que aunque el ejercicio de la subordinación ideológico-cultural por parte del Estado emisor no logre la subordinación ideológica total del Estado receptor puede dañar profundamente la estructura de poder de este último si engendra, mediante el convencimiento ideológico de una parte importante de la población, una vulnerabilidad ideológica que resulta ser –en tiempos de paz– la más peligrosa y grave de las vulnerabilidades posibles para el poder nacional porque, al condicionar el proceso de la formación de la visión del mundo de una parte importante de la ciudadanía y de la elite dirigente condiciona, en consecuencia, la orientación estratégica de la política económica, de la política externa y, lo que es más grave aún, corroe la autoestima de la población, debilitando la moral y el carácter nacionales, ingredientes indispensables –como enseñara Morgenthau– del poder nacional, elemento necesario para llevar adelante una política tendiente a alcanzar los objetivos del interés nacional.

Sobre la importancia que la subordinación ideológico-cultural ha tenido y tiene para el logro de la imposición de la voluntad de las grandes potencias refiere Zbigniew Brzezinski (1998: 29):

El Imperio Británico de ultramar fue adquirido inicialmente mediante una combinación de exploraciones, comercio y conquista. Pero, de una manera más similar a la de sus predecesores romanos o chinos o a la de sus rivales franceses y españoles, su capacidad de permanencia derivó en gran medida de la percepción de la superioridad cultural británica. Esa superioridad no era sólo una cuestión de arrogancia subjetiva por parte de la clase gobernante imperial sino una perspectiva compartida por muchos de los súbditos no británicos [...] La superioridad cultural, afirmada con éxito y aceptada con calma, tuvo como efecto la disminución de la necesidad de depender de grandes fuerzas militares para mantener el poder del centro imperial. Antes de 1914 sólo unos pocos miles de militares y funcionarios británicos controlaban alrededor de siete millones de kilómetros cuadrados y a casi cuatrocientos millones de personas no británicas.

La única manera de liberar a un pueblo

En algunos de los Estados que han sido sometidos por las potencias hegemónicas a una política de subordinación ideológico-cultural surge, como reacción, un pensamiento antihegemónico que lleva adelante una insubordinación ideológica la cual es, siempre, la primera etapa de todo proceso emancipatorio exitoso. Cuando ese pensamiento antihegemónico logra plasmarse en una política de Estado se inicia un proceso de “insubordinación fundante”[4] que, de ser exitoso, logra romper las cadenas que atan al Estado desde los aspectos cultural, económico y político con la potencia hegemónica.

Asimismo –como lo hemos demostrado en nuestra obra La insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones–, un análisis histórico objetivo y profundo de los países periféricos en general y, más específicamente, de Estados Unidos de América, Alemania, Japón y China –citados en el orden de sus respectivas revoluciones nacionales– permite verificar que todos los procesos emancipatorios exitosos fueron producto de una “insubordinación fundante”, es decir que todos los procesos emancipatorios exitosos resultaron de una conveniente conjugación de una actitud de insubordinación ideológica para con el pensamiento dominante y de un eficaz impulso estatal que, en las condiciones de los siglos XIX y XX, se materializó fundamentalmente en la aplicación de un adecuado proteccionismo económico basado sobre todo en la teoría de la defensa de la industria naciente, expuesta por Alexander Hamilton, en 1789, en el Congreso de Estados Unidos.

Digamos al pasar que el proceso político independentista iniciado en el Río de la Plata el 25 de mayo de 1810 se condenó a sí mismo al fracaso al aceptar, el 26 de mayo de ese mismo año –o sea al día siguiente–, el libre comercio irrestricto con Gran Bretaña. Así, la Revolución de Mayo no pudo parir un proceso emancipatorio exitoso porque al adoptar como política de Estado el librecambio aceptaba la ideología política que Gran Bretaña, como la gran potencia mundial de ese momento, fomentaba en el mundo como herramienta de dominación.

La duplicidad británica

La contemplación del sistema internacional, desde la antigüedad oriental hasta nuestros días, permite observar el hecho axial de que siempre han existido pueblos y Estados subordinantes y pueblos y Estados subordinados. Este hecho lleva a la formación, dentro de cada ecúmene y en cada período histórico, de un sistema centro-periferia marcado por una fuerte asimetría en la que provienen del centro las directrices regulatorias de las relaciones internacionales y hacia el centro se encaminan los beneficios, mientras la periferia es proveedora de servicios y bienes de menor valor, quedando, de este modo, sometida a las normas regulatorias del centro.

Como es lógico, las características que determinan el poder de los Estados y las relaciones centro-periferia varían históricamente. Sin embargo, es necesario destacar que a partir de la denominada Revolución Industrial se produce un profundo cambio en los factores que determinan la supremacía del poder, los factores que hacen que un Estado se vuelva subordinante y dominante y que los demás se conviertan en subordinados y, en cierta forma y diverso grado, en dominados.

Estamos postulando aquí, de modo más que sintético, que existe una serie de elementos o factores cuya posesión o no por parte de un Estado, en un momento histórico dado, determina su posicionamiento en el sistema internacional.

A efectos de remarcar este vuelco sustancial que se produce a partir de la Revolución Industrial conviene recordar que fue Gran Bretaña, a partir de su industrialización, la que obtuvo, antes que ninguna otra nación, tal factor de poder, y a partir de esa primacía consiguió subordinar de un modo más o menos tangible al resto de los Estados. Gran Bretaña, no está de más aclararlo, fue la potencia subordinante a la cual, informalmente, la Argentina estuvo subordinada desde 1810 a 1943, con la honrosa excepción conformada por el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas. Es destacable aclarar que una vez que Gran Bretaña obtuvo una supremacía incontrastable en el desarrollo industrial de su época alcanzó un nuevo “umbral de poder”, más elevado que cualquiera que se hubiese conocido hasta ese momento, y por ello se dispuso a defender esa supremacía mediante una política que podríamos denominar, con palabras de Helio Jaguaribe, de deliberada duplicidad. Una duplicidad consistente en actuar de un modo fronteras adentro y de predicar, puertas afuera de esas fronteras, una ideología, disfrazada de “ciencia”, completamente diversa. Una cosa era aquello que Gran Bretaña había hecho y hacía efectivamente para industrializarse y progresar, en ese proceso de industrialización creciente y mantenerse a la vanguardia del mismo, y otra, perfectamente opuesta, era la ideología que Adam Smith y otros voceros exportaban hacia los países que intentaban subordinar. Luego el ejemplo sería seguido por Estados Unidos de América y hoy, además, por otros países como Alemania, Corea del Sur, China y Brasil, entre otros.

La industrialización británica se basó, fundamentalmente, en un estricto proteccionismo de su mercado interno, con un apropiado y fuerte auxilio del Estado a ese proceso de industrialización.[5] Como esta política le brindaba buenos resultados, Gran Bretaña se esmeró en sostener, para los demás Estados, los principios del librecambio y de la libre actuación del mercado, condenando como contraproducente cualquier intervención del Estado en la vida económica e imprimiendo a esa ideología de preservación de su hegemonía la apariencia de un principio científico universal de economía. De este modo logró persuadir, por un largo tiempo (de hecho, pero teniendo como centro a Estados Unidos, hasta nuestros días), a los demás pueblos que, así, se constituyeron pasivamente en un mercado para los productos industriales británicos (y después para los norteamericanos) y permanecieron como simples productores de materias primas.

Es por ello que, a partir de que Gran Bretaña consiguió subordinar ideológicamente a las elites de conducción de la gran mayoría de los Estados periféricos, todo proceso emancipatorio exitoso sólo pudo ser el resultado de un proceso de insubordinación fundante, es decir, de una conveniente conjugación de una actitud de insubordinación ideológica para con el pensamiento dominante (insubordinación que, como ya sostuvimos, rompe el primer eslabón de la cadena que ata a todos los Estados al subdesarrollo y la dependencia) y de un eficaz impulso estatal que provoca la reacción en cadena de todos los recursos que se encuentran en potencia en el territorio del Estado.

La historia oculta

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