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I
ОглавлениеMarco Aurelio nació en Roma el 26 de abril del año 121. Murió en Vindobona (Viena) el 17 de marzo del 180. Entre esas dos fechas, interdistantes casi sesenta años, y esos dos escenarios geográficos —una acomodada mansión patricia en la metrópolis imperial y, al otro lado, un campamento militar en la turbulenta frontera danubiana—, está enmarcada la vida de este extraño personaje, filósofo y emperador. Estuvo al frente del Imperio Romano veinte años y fue un gran gobernante, el último emperador de lo que historiadores próximos consideraron como la Edad de Oro del Imperio.
Sus apuntes personales, las Meditaciones, están escritos a lo largo de sus últimos años de vida. Estas notas filosóficas adquieren su dimensión dramática definitiva referidas a su trasfondo biográfico. La coherencia entre su conducta y sus reflexiones confirma la magnanimidad personal de Marco Aurelio, que fue, según Herodiano (I 2, 4), «el único de los emperadores que dio fe de su filosofía no con palabras ni con afirmaciones teóricas de sus creencias, sino con su carácter digno y su virtuosa conducta».
El papel histórico del rey filósofo o, más sencillamente, del filósofo con actuación política, es arriesgado por la tensión perenne entre las urgencias de la praxis concreta y la abstracta ética filosófica. En el mundo romano podemos encontrar dos figuras políticas interesantes desde esta perspectiva: la del estoico Séneca, ambiguo y retórico, y la de este estoico emperador, cuyo rasgo distintivo es, como A. Puech afirmaba, la sinceridad. Todo eso justifica que, según el uso tradicional, anotemos los datos más notables de su biografía, precediendo al estudio de sus escritos.
Las Meditaciones comienzan con una evocación escueta de cuatro figuras familiares: la de su abuelo paterno, su padre, su madre y su bisabuelo materno. Son las personas que influyeron en la niñez y adolescencia del futuro emperador, y las primeras con quien él quiere cumplir una deuda de gratitud al recordarlas.
La más lejana de ellas es la de su padre, que murió cuando él tenía unos diez años. Por eso alude a «la fama y la memoria dejadas por mi progenitor». Y menciona de él «el sentido de la discreción y la hombría» (I 2).
Su abuelo, M. Anio Vero, que seguramente trató de suplir con sus atenciones tal ausencia, era un personaje importante en la política de la época. Fue prefecto de Roma (del 121 al 126) y cónsul en tres ocasiones. De él destaca Marco Aurelio «el buen carácter y la serenidad», rasgos amables en un político y en un abuelo.
Marco Aurelio traza (I 3) un emotivo recuerdo de su madre, piadosa, generosa y sencilla en sus hábitos cotidianos, una gran señora romana, dedicada en su viudedad a la educación de sus hijos. Aunque nos dice de ella que murió joven (I 17), Domicia Lucila debía de tener unos cincuenta años cuando murió, entre los años 151 y 161. En la correspondencia de Frontón, éste alude varias veces a la madre de Marco Aurelio como dama de gran cultura, en su casa palaciega en el monte Celio. Allí recibió como huésped al famoso orador y benefactor de Atenas, Herodes Ático, en una de sus visitas a Roma (en el 143).
Su bisabuelo materno, L. Catilio Severo, ocupó también altos puestos en la administración: gobernador de Siria, procónsul de Asia, dos veces cónsul y luego prefecto de Roma (cargo del que le depuso Adriano en el 138, tal vez para que no hiciera sombra a Antonino, designado como próximo emperador). L. Catilio Severo era un hombre de gran cultura, relacionado con el círculo de Plinio, quien lo menciona elogiosamente en varias de sus cartas. A él le agradece Marco Aurelio el no haber frecuentado las escuelas públicas y haber gozado de los mejores maestros en su propio domicilio, sin reparar en gastos para la educación (cf. I 4).
En su formación, Marco Aurelio podía distinguir tres influencias graduales: la amable atención de su abuelo Vero en su niñez; la constante preocupación de su madre y, tras ella, de su bisabuelo L. Catilio Severo, por su educación intelectual; y luego, la de la presencia ejemplar de su padre adoptivo, T. Aurelio Antonino. Marco Aurelio expresa su admiración sin reservas por su antecesor en el trono, Antonino Pío, al dedicarle el capítulo más largo y detallado de sus recuerdos (I 16; cf. otra evocación más breve en VI 30). Antonino, casado con Ania Faustina, hermana única del padre de Marco Aurelio, fue, por tanto, tío político, padre adoptivo (desde 138) y suegro (desde 145) de su sucesor, y antes, colaborador asiduo en el trono imperial. Más tarde volveremos a tratar de él.
Si nos demoramos un momento en el ambiente familiar de Marco Aurelio, en el que transcurrió su niñez y juventud, podemos destacar el aire señorial, con el mejor tono patricio, de que se vio rodeado. La familia de los Veros, de origen hispánico (su bisabuelo Anio Vero había venido a Roma como pretor desde la Bética en tiempos de Vespasiano), se había ennoblecido pronto y firmemente establecido en altos cargos de la administración. El emperador Adriano honraba a este abuelo Vero con una amistosa confianza, y a través de esa amistad llegó a apreciar a su nieto, al que designó como su mediato sucesor en la adolescencia de Marco. La madre, culta y piadosa, era una gran dama, heredera de una notable fortuna (que Marco Aurelio cederá como dote a su hermana Ania Cornificia, con total desprendimiento), con una hermosa villa en el Monte Celio, donde transcurren los años primeros de ese muchacho meditativo y ascético, que a los diecisiete años es designado futuro emperador. Su biógrafo Capitolino nos cuenta que, al tener que trasladarse por tal motivo al Palacio de Tiberio, en el Palatino, adoptado por la familia de T. Aurelio Antonino, dejará esos jardines con gran pesar. La anécdota es de dudosa autenticidad, pero significativa. Y es curioso que en su libro de recuerdos agradecidos, Marco Aurelio no aluda siquiera de paso al emperador Adriano, que, en un gesto de simpatía, le legó la corona imperial. (En latente contraste, cuando ensalza la sencillez de Antonino, pueden leerse, entre líneas, censuras a la conducta de Adriano.)
La muerte temprana de su padre es probable que impresionara a este muchacho sensible y reflexivo. Es la primera en la numerosa serie de muertes familiares que Marco Aurelio ha de vivir, en el sentido de que sólo se viven las muertes de los demás. Será una experiencia muy repetida luego: su padre, su abuelo, Adriano, Antonino, su madre, su hermano adoptivo L. Vero, su esposa, más de la mitad de sus hijos, irán muriéndose cerca de él a lo largo de los años. Esta vivencia de las muertes familiares, más que las muertes broncas y amontonadas de las guerras y la peste, puede haber influido en el sentir de Marco Aurelio hondamente. En las Meditaciones, la idea de la muerte reaparece constantemente, y el emperador, que parece sentir la suya acercarse, está siempre en guardia contra su asalto sorprendente e inevitable. Con cierto tono melancólico, Marco Aurelio menciona asociada a ella no la gloria ni la inmortalidad, sino el olvido.
La educación juvenil de Marco Aurelio fue muy esmerada, con los mejores maestros particulares. Sus nombres y sus mejores cualidades están rememorados, a continuación de los de sus familiares y antes de la evocación de Antonino (es decir, de I 5 a I 15). Su preceptor, Diogneto, Rústico, Apolonio, Sexto, Alejandro el Gramático, Frontón, Alejandro el Platónico, Catulo, Severo, Máximo, desfilan por los apuntes del antiguo discípulo agradecido. Junto a las lecciones de gramática, retórica y filosofía, aprecia en ellos otras, más duraderas, de carácter o de moral, y sus trazos rápidos recuerdan, sobre todo, esas enseñanzas de bondad o de firmeza ética. Entre estos profesores hay que destacar la posición antitética de los que profesaban retórica o gramática y los que profesaban la filosofía (platónica o estoica). La disputa clásica entre los adeptos de una u otra disciplina como orientación vital —la misma que había enfrentado a Platón e Isócrates en la Atenas del s. IV a. C.— revivía en el s. II d. C. Frontón habría querido hacer de su discípulo un gran orador, un retórico cuidadoso de las fórmulas verbales, pero Rústico lo atrajo decididamente a la filosofía. Q. Junio Rústico, de quien Marco Aurelio recuerda que le prestó su ejemplar privado de los Recuerdos de Epicteto, era, más que un profesor de filosofía, un noble romano, estoico de corazón y de convicción. Marco Aurelio le nombró cónsul por segunda vez en el 162 y prefecto de Roma desde el 163 al 165.
Conviene anotar marginalmente que la época de Marco Aurelio asiste a una brillante renovación de la cultura griega, mediante el renacimiento intelectual que protagonizan las grandes figuras de la Segunda Sofística, virtuosos de la retórica que, con su «oratoria de concierto», logran atraer a vastos auditorios en sus espectaculares demostraciones. La elección de Marco Aurelio, al desdeñar la retórica, pese a los consejos de su querido Frontón (con quien le unía un afecto sincero, testimoniado por los fragmentos de su correspondencia que hemos conservado), va un tanto a contrapelo de la moda intelectual. Sin duda, a tal elección le predisponía su carácter austero y sencillo. La bien conocida anécdota de que Adriano, jugando con el cognomen familiar de Verus, le llamaba Verissimus, para acentuar la sinceridad característica del Marco adolescente, apunta este mismo rasgo.
Como ya dijimos, ningún otro es evocado en las Meditaciones con tanta extensión ni con un afecto tan entero como T. Aurelio Antonino, tío político, padre adoptivo, suegro y compañero ejemplar en las tareas de gobierno durante muchos años. Pío y feliz, Antonino debió de ser un hombre admirable en muchos sentidos. Como administrador diligente del Imperio durante veintitrés años en paz, y como persona de carácter humanitario y sencillo, la fama de este emperador —sobre el que, casualmente, tenemos muy pocos testimonios históricos— nos lo presenta en una imagen favorable. Ya en el 138 el Senado, que detestaba a Adriano, extravagante, enigmático y atrabiliario en sus últimos años, acogió con alivio la designación de este maduro y aplomado jurisconsulto, al que consideraba uno de sus miembros eminentes, y que parecía personificar las virtudes domésticas de un romano de vieja cepa. (Aunque, como los Veros, los Antoninos eran también una familia de origen provinciano de ascensión bastante reciente.) Es un contraste curioso el suscitado por la contraposición de Adriano y Antonino, un contraste que, como ya advertimos, las notas de Marco Aurelio sobre este último parecen evocar, «tal vez inconscientemente». Farquharson lo explicita con claridad: «Su amor por las formas antiguas, su conservadurismo religioso se opone a la variabilidad y al capricho de Adriano, su economía pública y su frugalidad privada a la extravagancia de Adriano, su sencillez a la pasión de Adriano por las construcciones, los suntuosos banquetes y los jóvenes favoritos. Adriano era, además, envidioso e intolerante hacia sus rivales, aun con gente de gran talento como el arquitecto Apolodoro; y la fantástica extravagancia de su famosa villa en Tívoli puede habérsele ocurrido a Marco Aurelio en extraño contraste con las anticuadas residencias campestres de Antonino Pío. Cuando leemos acerca del sencillo y práctico caballero campesino, nos acordamos del hombre genial desazonado, irritable a menudo (especialmente al final de su vida), infeliz y enfermo Adriano» (Farquharson, I, pág. 276).
Pero el contraste entre uno y otro lo ofrecía la realidad misma de sus caracteres respectivos. La inquietud de Adriano parece humedecer con poética nostalgia su breve poemilla, que comienza Animula, vagula, blandula..., esos admirables versos en que el tono preciosista no borra la afectividad. Antonino, antes de morir, da la última consigna a la guardia: Aequanimitas, «una gentil sugerencia a su sucesor, una amable alusión a la doctrina estoica». Esa «ecuanimidad» parece resumir, lema final, la ambición de este emperador pacífico, que no era un intelectual ni un retórico, y que tal vez no sentía una desasosegada curiosidad por el fondo metafísico de la existencia.
Con su sencillez, su tesón en el trabajo, sereno y sin recelos, parco en gestos grandilocuentes y desconocedor de los énfasis militares, Antonino fue para Marco Aurelio un ejemplo viviente del gobernante equitativo, con una autoridad firme, pero sin rigidez. Cuando Marco Aurelio se da a sí mismo consejos como el de «compórtate como un romano» o «no te conviertas en un César», piensa en su antecesor como modelo: «en todo sé un discípulo de Antonino» (VI 30).
Una anécdota, referida por el biógrafo de Marco Aurelio en la Historia Augusta, cuenta que, al morir el preceptor de Marco (evocado en I 5), el joven se echó a llorar y ciertos cortesanos lo censuraban, cuando Antonino les replicó: «Dejadle ser humano: que ni la filosofía ni el trono son fronteras para el afecto». En las Meditaciones (I 11) se alude a la falta de efectividad de «los llamados patricios» (junto a la hipocresía que rodea al tirano). Antonino, como Frontón, no ocultaban su humanidad.
Como emperador, Antonino se vio favorecido por su talante práctico y austero, pero también por la fortuna, que le deparó un largo período de tranquilidad. (Consecuencia, en gran parte, de las campañas victoriosas de Trajano y de la administración provincial diligente de Adriano.) Su carácter piadoso —es decir, atento a las ceremonias religiosas— no se vio enfrentado a trances apurados o catastróficos. La suerte de su sucesor sería muy diferente.
En 161, a la muerte de Antonino, Marco Aurelio heredó el cargo de Emperador. Así estaba previsto desde mucho atrás, por obra y gracia de Adriano. Ahora tomó el nombre de Marcus Aurelius Antoninus, definitivamente. Tenía cuarenta años. Había ocupado las más altas magistraturas: aquel año desempeñaba su tercer consulado. Como su antecesor, no había luchado por el poder. Pero había tenido tiempo para acostumbrarse a la vocación de emperador, si no le ilusionaba al principio.
Aquel año, su esposa Faustina dio a luz una hermosa pareja de gemelos, uno de los cuales moriría a los pocos años. El otro, el único varón superviviente de su descendencia, sería el sucesor de Marco Aurelio: Cómodo, una calamidad para el futuro del Imperio.
El primer acto importante del Emperador fue asociar, como colega en el trono, con sus mismos títulos, a Lucio Aurelio Vero. Este coemperador, unos diez años más joven que él, era hijo de L. Ceionio Cómodo, el malogrado César que Adriano designara en el 138 como candidato al trono. Luego, Antonino había adoptado al joven Lucio, junto con Marco Aurelio. Con su generoso gesto, Marco Aurelio entronizaba a su hermano adoptivo, eliminando un posible pretendiente rival al trono. (La manera más habitual de tales eliminaciones era otra más drástica, que no iba bien con el carácter de Marco Aurelio.) Los historiadores han discutido la oportunidad de ese nombramiento, dictado por la política y tal vez por el afecto. Lucio Vero no poseía ni dotes de mando ni inteligencia política, y su conducta personal no se regía por el sentido del deber. Era un hombre frívolo, amante de los placeres y los lujos, un libertino un tanto irresponsable. Cuando fue delegado por su hermano contra los partos, permitió que sus generales le obtuvieran las victorias, mientras él gozaba de la refinada vida de Antioquía junto a su bellísima amante Pantea de Esmirna, elogiada por Luciano. Marco Aurelio le envió como esposa a su hija Lucila, de quince años. Lucila no logró corregir a Lucio Vero; antes fue ella la influenciada por el ambiente festivo y licencioso. L. Vero regresará con la victoria a Roma en el 105. (Sus tropas traerán consigo, además, la peste.) Más tarde, Marco Aurelio lo llevará consigo a la guerra contra los marcomanos. Al regreso de la expedición, L. Vero muere de un ataque de apoplejía (169). El emperador ordenó unos magníficos funerales en su honor. (Como en otras ocasiones, la calumnia sugirió que había sido envenenado por sus familiares.) Y es probable que esta muerte también le afectara de verdad. Podemos imaginar a L. Vero como dotado de una jovialidad y una alegría de vivir que contrastaban con la seriedad de Marco Aurelio. Éste lo recuerda con palabras de sentido afecto (I 17, y en VIII 37 alude a Pantea llorando sobre su tumba).
El largo reinado de Marco Aurelio estuvo lleno de tribulaciones desde sus comienzos. Primero fue la guerra en Oriente: los temibles partos invadieron Armenia. En respuesta, hubo que organizar una campaña guerrera de largas y costosas operaciones, dirigida nominalmente por L. Vero; y, de hecho, por sus generales y legados, entre los que destacó Avidio Casio. Al fin, en el 166, quedó asegurada la victoria de Roma. (Pero las tropas que regresaron a Italia trajeron consigo una devastadora epidemia de peste que diezmó la población de la península.)
Luego, los bárbaros del limes danubiano, inquietos ya desde años atrás, invadieron la Retia, la Nórica y la Panonia, y llegaron amenazadores a las puertas mismas de Aquilea (166). Los dos emperadores levan un ejército y parten hacia el Norte. La situación económica es crítica, y Marco Aurelio se ve obligado a condonar impuestos y a vender todos los objetos de lujo de su propiedad, los tesoros del palacio imperial, en pública subasta, para hacer frente a los gastos de la campaña. Una interesante anécdota (referida por Dión Casio, LXXI 3, 3) nos informa de la conciencia y el valor de Marco Aurelio en situaciones críticas. Cuando sus soldados, tras la dura victoria sobre los marcomanos (en el 168), le reclaman un aumento de sus haberes, se lo negó con estas palabras: «Todo lo que recibáis sobre vuestra soldada regular es a costa de la sangre de vuestros padres y vuestros parientes. En cuanto al poder imperial sólo Dios puede decidir». (La última frase alude a los peligros de una negativa como la que expresaba ante el ejército.) Al regresar a Roma, en el 169, muere repentinamente L. Vero.
De nuevo los bárbaros del NE invaden las fronteras, y Marco Aurelio debe emprender una guerra a fondo contra esas tribus belicosas. Contra los marcomanos, los cuados, los sármatas y los yáziges, combates interminables en dos largos períodos (de 169 a 175 y de 177 a 180) ocupan a Marco Aurelio, de natural sedentario y pacífico, convertido por las urgencias del mando en un emperador viajero y militar. Entre largos meses en el Danubio y cortas visitas a Roma, a su familia, Marco Aurelio envejece. De salud enfermiza —toma pequeñas dosis de opio para calmar sus dolores más fuertes—, avanza al frente de sus ejércitos por esas comarcas boscosas y frías, entre el légamo amarillento y la neblina gris, costeando el largo río, contra las hordas de unos enemigos que parecen multiplicarse y desaparecer como en una pesadilla.
Cuando en el 175 parece haber obtenido la victoria, mientras trata de organizar las nuevas provincias de Marcomania y Sarmacia, llega de Oriente una terrible noticia: Avidio Casio se ha proclamado emperador en Siria. Por fortuna para Marco Aurelio, que se preparaba a combatirle, sus propios soldados asesinaron a este duro y ambicioso soldado a los tres meses de su rebelión, y le trajeron la cabeza del usurpador. Aunque el peligro remitía con ello, la tentativa era un golpe brutal para la confianza del emperador. Marco Aurelio perdona a los conjurados y prefiere silenciar los nombres de los comprometidos en este complot, ordenando destruir las pruebas del mismo. Se dirige a Oriente, visitando Antioquía, Alejandría y llegando hasta Tarso. En el camino de vuelta muere su mujer (en Halala, luego Faustinópolis, en el 176).
La muerte de Faustina causó a su esposo una pena difícil de medir. Era la hija de Antonino, una compañera desde la adolescencia y la madre de trece hijos (de los que sólo Cómodo y cuatro hijas les sobrevivían). Marco Aurelio le dedicó un templo, celebró su funeral solemne concediéndole los títulos de Diva y Pía, y fundó un colegio de huérfanas, las Puellae Faustinianae, dedicado a su memoria. En sus Meditaciones (I 17) da gracias a los dioses por haberle dado «una esposa tan obediente, tan amorosa, tan sencilla».
Sin embargo, Faustina ha dejado fama —a través de cronistas chismosos como Casio y Capitolino— de emperatriz intrigante y casquivana, que había engañado a su esposo con la compañía de algunos apuestos soldados o gladiadores. Es difícil saber el fundamento de estos rumores cortesanos. Los biógrafos modernos tienden a rechazarlos como meras calumnias de un ambiente propenso a la murmuración. Ni Renan, ni Farquharson, ni W. Goerlitz, ni A. Birley, les conceden crédito. Por otra parte, la generosidad de Marco Aurelio, que sólo recuerda los beneficios al citar a las personas, podría haber perdonado faltas menores. El papel de mujer de un filósofo es ingrato. Le debió de ser difícil a la joven Faustina, desposada cuando era una muchacha de famosa belleza, compartir las preocupaciones de su austero esposo, comprender sus inquietudes filosóficas y convivir con él en el marco cortesano tan corrompido de la Roma del siglo II.
En septiembre del mismo año 176, Marco Aurelio visita Atenas, donde funda cuatro cátedras de filosofía (una para cada una de las grandes escuelas: la platónica, la aristotélica, la epicúrea y la estoica) y se inicia en los misterios de Eleusis.
A su regreso, Marco Aurelio obtuvo una acogida triunfal en Roma. Al año siguiente (177) elevó a Cómodo al puesto de emperador adjunto, que había ocupado L. Vero. Dos sucesos importantes de la misma época fueron la reapertura de hostilidades en el limes y la matanza de cristianos en Lyón.
La represión del cristianismo, conducida con rigor feroz en algunas provincias, es un hecho sorprendente de la política de este emperador filósofo y humanitario. (Tanto más, al parangonarla con su indulgencia para con otros cultos, por ejemplo, con las prácticas de Alejandro de Abonutico.) Muchos son los que han considerado extraña esta intransigencia oficial contra una secta ilegal, pero tolerada por los emperadores anteriores, desde la época de Nerva. Marco Aurelio había recibido algunas apologías del cristianismo, como las de Atenágoras y Justino (condenado a muerte en Roma en el 165, cuando Rústico, el estoico, era prefecto de la ciudad). No sabemos si las leyó. La única referencia a los cristianos en sus apuntes (en XI 3; atetizada por Haines, pero defendida como cita auténtica por Farquharson, II, pág. 859) habla de su desprecio de la muerte por mera obstinación. La oposición del estoico a la secta cristiana —que tiene en esta época y los decenios siguientes una escandalosa difusión, con progresiva propaganda en los altos círculos— es sintomática. Al parecer, Marco Aurelio consideraba a los cristianos una secta de fanáticos, necrófilos y extravagantes enemigos del Estado; y, por ello, cedió a la excitación popular, soliviantada en circunstancias penosas, en los sucesos crueles de la Galia Lugdunense en el 177.
Los apologetas cristianos creyeron que podrían encontrar en el emperador un oyente benévolo. Pero la oposición entre el estoico, que basa su conducta en una razón divina, expresada en el daímon interior de la conciencia propia y reflejada en el orden cósmico, y el cristiano, adepto de una fe dogmática, basada en las creencias reveladas y unos cultos mistéricos, era demasiado infranqueable. El servicio al Estado era un deber sagrado para un estoico romano, que no podía sentir simpatía por la actuación política, harto turbia, de los cristianos como grupo social. Frente a las promesas de una recompensa ultramundana que el filósofo desdeñaba como ilusorias, al estoico no le quedaba otra satisfacción que la de cumplir con su ética autónoma, en armonía con el cosmos y su divinidad inmanente.
En el caso personal de Marco Aurelio el enfrentamiento es un tanto más patético, porque sentimentalmente su humanitarismo le aproximaba al sentir cristiano. En Marco Aurelio «se encuentra igualmente el concepto, ausente del antiguo estoicismo, de la piedad, de la caridad incluso con los que le ofenden» (Reardon). «Lo propio del hombre es amar incluso a quienes nos dañan», escribe Marco Aurelio (VII 22 y 26). Y esta generosidad en el perdón no era sólo teórica; la practicó una y otra vez, silenciando los nombres de sus enemigos, olvidando las rencillas y las traiciones. Esa bondad natural, cercana al concepto cristiano de la caridad hacia el prójimo, era innegable. Aún más, a su filantropía Marco Aurelio unía un ascetismo y un desprecio de las vanidades mundanas que encuentran ecos en el cristianismo, un cierto contemptus mundi, como ya Renan subrayó en su obra.
«Marco Aurelio tenía la fe y tenía la caridad; lo que le faltaba era la esperanza», escribió U. Wilamowitz sagazmente. Una frase que conviene matizar: la fe del estoico es racionalista, y su caridad, gratuita. Pero, desde luego, la falta de esperanza es un rasgo definitivo en la contraposición. Por un lado esa resignación desesperada es característica de la época última del estoicismo (y puede responder a ciertos motivos ideológicos bien detectados por G. Puente en su libro sobre el tema). Frente a la confiada actitud de los mártires cristianos en una recompensa ultraterrena —en el que se compensarían con creces las injusticias de este mundo y donde se patentizaría la Justicia divina—, el estoicismo no tenía nada que ofrecer, salvo su ideal del sabio, feliz en su autarquía apática, inquebrantable ante los golpes de la Fortuna, como el peñasco ante los embates del mar, un ideal aristocrático, egoísta y frío. En el conflicto entre el estoicismo racionalista y las nuevas religiones mistéricas, con sus evangélicas promesas, con sus dioses compasivos, aquél tenía perdida la partida. Tanto los cultos de Isis y de Mitra como el cristianismo, resultaban más atractivos para unas gentes abrumadas por la opresión estatal, angustiadas por la incertidumbre del futuro, ansiosas de un credo salvador. El reinado de Marco Aurelio cae al comienzo de esa época que el profesor Dodds ha denominado «an Age of Anxiety» («Una época de angustia», según el traductor de su libro).
En Marco Aurelio la resignación estoica asume un tono personal íntimo y se vela de melancolía. No sólo es desesperanza metafísica, sino desesperanza en la sociedad y en la historia. No espera nada del futuro: todo se repite y pasa al olvido. No confía en la gloria ni en la inmortalidad personal. Frente al dogma estoico de que el cosmos está regido providencialmente por la Razón divina, atenta al bien del conjunto —una idea optimista que, como Rostovtzeff indica, convenía a la ideología del totalitarismo oficial—, esa desesperanza en el futuro del individuo no deja de ser una amarga decepción.
En el 178 se traslada de nuevo al frente del Danubio. Se repiten las marchas, los combates, las victorias cruentas. Y, al fin, en marzo del 180, la peste da muerte al emperador, tras siete días de agonía. Herodiano (I 4) da cuenta de su último discurso oficial, en el que confía el mando a su hijo Cómodo y se despide de sus generales estoicamente. (Poco más tarde, Cómodo, hastiado de la guerra, firmará con los bárbaros una paz vergonzante y regresará a Roma para escandalizar al Senado con sus caprichos y excesos.)
Por una ironía del destino, Marco Aurelio pasó la mayor parte de su gobierno empeñado en esas guerras interminables contra los bárbaros. Quien había recibido tan esmerada educación intelectual se vio envejecer en los frentes de campañas, en aquellos combates para los que nadie le había adiestrado.
Tras un largo período de paz, las convulsiones de los partos y de los germanos, preludio amenazador de las futuras invasiones que descuartizarán el Imperio Romano, le obligaron a asumir ese papel militar. Recibió los títulos de Armeniacus, Medicus, Parthicus, Germanicus y Sarmaticus por las victorias de las tropas, él que prefería otros títulos más sencillos.
Supo continuar la labor jurídica de Antonino. Como él, trabajó asiduamente en la organización de los servicios públicos. Hizo redactar alrededor de 300 textos legales, de los cuales más de la mitad tienden a mejorar la condición de los esclavos, de las mujeres y de los niños. Se ha discutido si esta actividad humanitaria está basada en sus convicciones estoicas (cf. P. Noyen en L’Antiquité Classique, 1955, págs. 372-83; G. R. Stanton en Historia, 1969, págs. 570-87; y Hendrickx en Historia, 1974, págs. 225 y ss.) o si, más bien, se debe a razones pragmáticas. En todo caso, si Marco Aurelio renunciaba a la utopía platónica como algo imposible (cf. IX 29), se preocupó por mejorar, poco a poco, la condición de sus súbditos más necesitados.
En algunos bustos —de varia época—, en algunos excelentes relieves de su Columna y de su Arco de Triunfo —reliquias de esta construcción, hoy destruida— y en su broncínea estatua ecuestre —hoy en la colina del Capitolio—, podemos ver la fisonomía del emperador. La imagen mejor es la de la gran estatua de bronce (conservada tal vez porque los cristianos la respetaron al creerla de Constantino). Marco Aurelio avanza con solemnidad. Cubierto de su armadura, como imperator, con la mano alzada en un gesto dominante y pacificador. El rostro barbado le da la prestancia de un viejo filósofo. La mirada serena se adivina perdida a lo lejos, sobrepasando la escena inmediata, ensimismado tal vez. Sus representaciones confirman su actitud, y esa voluntad romana y estoica de cumplir con el deber asignado por la divinidad; en su caso, el de luchar por el Imperio —amenazado interiormente por su anquilosada estructura social y sus agravadas crisis económicas, y en el exterior, por las presiones de los bárbaros.
«El arte de vivir —escribe Marco Aurelio— se acerca más al de la lucha que al de la danza.» Y esa postura del guerrero, digno y noble ante lo que le acontezca: muertes familiares, desastres públicos, engaños e hipocresías, cuadra al personaje. Como buen actor desempeñó su papel en la vida, sin irritarse con el director de escena cuando éste le obligó a retirarse. «Porque fija el término el que un día fue también responsable de tu composición, como ahora de tu disolución. Tú eres irresponsable en ambos casos. Vete, pues, con ánimo propicio, porque te aguarda propicio el que ahora te libera.» Así concluye el último libro de las Meditaciones, con ese símil teatral que recuerda una cita de Epicteto. (Menos pesimista que el símil de que los hombres son marionetas movidas por hilos, repetido en otros textos de Marco Aurelio.) Hizo lo posible por ofrecer la imagen del sabio que se propuso: la del peñasco inquebrantable al oleaje, y por servir la consigna de Antonino: «Ecuanimidad» en todo momento.