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II

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El título de la obra de Marco Aurelio varía ligeramente en las versiones a otros idiomas. El griego: Ta eis heautón puede deberse al propio autor o al secretario que ordenaba sus libros o al editor de la obra. El artículo ta sobrentiende un plural neutro: biblia (libros) o hypomnémata (comentarii, recuerdos, c. III 14). Eis heautón puede significar «acerca de sí mismo». (Pudo ser, por ejemplo, el título puesto sobre ciertos rollos de su biblioteca, en oposición a otros escritos vecinos de carácter público.) O bien «a sí mismo». (En tal caso aludiría a la idea de reflexión o recogimiento interior, expresada por el autor en varios pasajes: cf. IV 3, VI 11, VII 28, IX 42.) Ya Casaubon, en 1643, notaba esa ambigüedad en su traducción latina, titulada De Seipso et Ad Seipsum. Gataker (1652) lo vertía en una perífrasis aclaratoria: De rebus suis sive de eis quae ad se pertinere censebat.

Tal vez una versión aséptica en castellano habría sido la de «Notas o apuntes personales», que, sin embargo, nos resulta demasiado fría. La más tradicional es la de «Soliloquios», consagrada por la traducción de F. Díaz de Miranda (1785) y recogida por otros (p. e., por M. Dolç en 1945), que nos parece hoy de sabor un tanto arcaizante. Hemos preferido el título de «Meditaciones», ya utilizado por otros traductores. (Corresponde bien al título Meditations, tradicional en inglés. Los traductores franceses prefieren Pensées, tal vez por el eco pascaliano que les suscita la palabra o incluso el de Pensées pour moi-même, que parece un tanto rebuscado. En alemán se han utilizado el de Selbstbetrachtungen o el de Wege zu sich selbst [W. Theiler].)

La obra está dividida en doce libros, bastante breves. El origen de una tal división en libros parece remontar al autor mismo. Así, el libro I es claramente autónomo, y fue compuesto probablemente al final, para servir de prólogo o epílogo a los demás. También otros, como el II, el III y el V, tienen un cierto carácter unitario, con un principio y un final marcados estilísticamente. El II y el III ofrecen una referencia inicial al lugar donde fueron compuestos: la región de los cuados y el campamento de Carnuntum. En otros casos no se percibe la razón de la separación por libros conforme al orden tradicional, y, en cambio, pueden sugerirse otras pausas. (Así, por ejemplo, Farquharson piensa que, por el contenido, conviene marcar una tras XI 18 y que desde XI 19 al final del libro XII podría obtenerse así un libro bastante definido formalmente.) En un análisis detallado pueden advertirse muestras de dislocación entre unos fragmentos y otros. Sobre el tema se han sugerido varias hipótesis (por ejemplo, que los escritos, dejados en cierto desorden, habrían sido reagrupados y ordenados por un editor, póstumamente, o que Marco Aurelio los habría dejado sin revisar del todo en forma definitiva, o que algunos libros proceden de una selección de escritos), que es difícil admitir. No es necesario exigir una ordenación demasiado sistemática a apuntes de este tipo. Por otra parte, es cierta la advertencia de que ciertos pasajes de extractos y citas de carácter poético o filosófico aparecen como intercalados en VII 35-51 y IX 22-39, y la continuidad de los pensamientos anotados se entendería mejor considerando aparte estos párrafos. (Aunque, desde luego, tales citas proceden de lecturas predilectas de Marco Aurelio.)

En fin, cualquier intento de substituir la actual ordenación por otra (más sistemática, por temas, por ejemplo), nos parece arriesgada y artificial. Tal vez el aparente desorden de nuestro texto ayude a comprender, en cierto modo, la manera en que fue compuesto, por anotaciones esporádicas, con reiteración de motivos, con retoques y saltos, y elaborado en ratos sueltos, en vigilias arduas, y sin una intención escolástica.

El estilo de los apuntes personales refleja el carácter de Marco Aurelio, despojado de artificios retóricos, conciso y austero. En su intención parenética, unas veces intenta alcanzar expresiones punzantes, a modo de máximas lapidarias; acaso al modo de aquellas de ciertos presocráticos (Heráclito o Demócrito) que gusta de evocar. Así, por ejemplo, VI 54: «Lo que no conviene al enjambre, tampoco a la abeja», o V 28: «Ni actor trágico ni prostituta», o VI 6: «El mejor modo de defenderse es no asimilarse (a ellos)». Otras veces trata de exponer en cierto orden algunos temas de meditación, un tanto tópicos en la filosofía estoica, reiterados aquí con un sincero empeño personal. (Así, por ejemplo, en los primeros párrafos del libro III.) Tales temas son los elementos de ese botiquín filosófico de primera urgencia, que Marco Aurelio aconseja tener a mano siempre (III 13). En general, estos pasajes están compuestos en un estilo cuidado y preciso, en contraste con algunos otros párrafos más descuidados y un tanto confusos, incluso en su construcción gramatical. (Estos pasajes más oscuros pueden haber sido dañados por la tradición del texto, pero es probable que la dificultad de algunos proceda de la falta de revisión por parte del propio autor.)

El léxico de Marco Aurelio es notablemente variado. Usa formas coloquiales —por ejemplo, ciertos diminutivos—, no es partidario de fórmulas fijas para referirse a temas filosóficos, y, por otra parte, admite términos cultos y un tanto eruditos. Herodiano (I 2, 3) nos informa de que gustaba del arcaísmo en sus escritos (lóg9n te archaiót7tos 7n erast<s). En conjunto, su lengua no tiene la vivacidad de la de Epicteto. Al fin y al cabo era una lengua aprendida en la niñez y mantenida como instrumento intelectual a través de lecturas, más que de uso cotidiano. La versión de ciertos giros y expresiones resulta difícil, porque, al traducirlos, hay que parafrasearlos, eliminando así la concisa precisión de la frase griega, o la referencia a la terminología estoica.

El tono de los apuntes filosóficos es severo y un tanto adusto, acorde con los temas tratados, con esas consignas de resignación ante los reveses del azar y las injusticias humanas, y la meditación frecuente de la muerte irremediable. Sobre ese trasfondo gris destacan los símiles, de una plástica vivacidad. Alguna vez, tras ellos, se adivina la referencia personal. Tal es el caso cuando (en X 10) compara al vencedor de los sármatas a la araña que captura moscas. (El Emperador había recibido el título de Sarmaticus en 175, como homenaje a la victoria tras una larga campaña.) Otras veces son símiles más generales: el hombre que se resiste a su destino es como el cochinillo que da chillidos mientras le llevan al sacrificio (X 28), el sabio es la roca que resiste incólume los embates de las olas (IV 49), la piedra preciosa a la que nadie puede impedir serlo (IV 20), la virtud es llama que brilla hasta extinguirse (XII 15), la muerte debe ser acogida con agradecimiento, como la madurez de la aceituna que cae gozosa de la rama (IV 48). Todas estas imágenes intentan conciliar el pesar de la existencia humana al reintegrarlo en una imagen de la naturaleza, regida por un ritmo eterno. Son hermosas y apaciguadoras, como los símiles del viejo Homero, al intercalarse como pausas entre pasajes que recuerdan la lucha y el desánimo. Intentan desvanecer el aspecto irrepetible que la vida individual presenta. El hombre no muere de modo tan sencillo como las aceitunas, porque no se repite como ellas; y el combate del sabio contra los infortunios es más sensible y doliente que el del peñasco contra las tempestades. Marco Aurelio intenta combatir con esos pensamientos consoladores a su enemigo: el tiempo, tenaz aliado de la muerte, y a la historia.

Las Meditaciones no son un diario, ni siquiera la dramática «historia de un alma» (M. Dolç), en el sentido de que en ellas no hay referencias al momento en que fueron escritas. (A no ser de modo indirecto, por ejemplo, las localizaciones de los libros II y III, o la referencia a la guerra contra los sármatas en el pasaje aludido hace poco.) No hay en ellas ni fechas ni paisaje. Nos habría gustado a los modernos saber a qué se refieren este o aquel párrafo de disgusto o de admiración, y en qué momento de la noche o ante qué frío paraje danubiano se había escrito tal o cual meditación. Pero, en su desprecio por lo corporal y mundano, Marco Aurelio sólo anota lo esencial: el razonamiento desnudo de lo accesorio y la incitación moral.

Como pensador, Marco Aurelio no es un filósofo original ni complicado. Como otros estoicos de la época imperial (es decir, de la Estoa Nueva), como Séneca y Epicteto, su originalidad básica consiste en la reducción de la filosofía a la ética, dejando de lado otros aspectos teóricos, como la teoría física, o la gnoseología de la escuela. Tampoco pretende ser un maestro de virtud. Se propone, sí, un cierto ideal estoico del sabio como modelo; aunque es consciente, demasiado tal vez, de la distancia que le separa de este modelo. Lo más atractivo en él es la sinceridad con que intenta vivir según esas pausas éticas. Por eso su estoicismo tiene el atractivo de la doctrina vivida, y no de la predicada. Esa sobrecarga de «moralina» (según el término de Nietzsche) que edulcora la abstracta predicación escolar, queda anulada en sus apuntes por el latente dramatismo de su itinerario espiritual. Como escritor, Marco Aurelio es más monótono y gris que el hábil Séneca, más dotado para el estilo elegante de confesor espiritual, sagaz «torero de la virtud». Y es menos ágil que Epicteto, y menos optimista también. Diríase que el antiguo esclavo estaba menos recargado de deberes y era más libre que el solitario Emperador. Hay en Marco Aurelio una cierta tonalidad pascaliana en su intento, cerebral y cordial, por aferrarse a una explicación del mundo que le permita vivir con dignidad, con razón, frente al azar absurdo. La ética estoica da sentido a su vida, y su experiencia cotidiana es confrontada a la doctrina. Practica la filosofía como un fármaco personal, al tiempo que cumple su deber. Marco Aurelio no era un intelectual al frente del Estado romano. Precisamente porque no lo era, desconfiaba de las fórmulas abstractas y no tenía un programa de reformas ideales, ni creía en las utopías. Ya Renan señaló bien que no era un filósofo dogmático. En efecto, tiende a simplificar la teoría, reduciéndola a los dogmas fundamentales. Él mismo recomienda ese afán de simplificar para quedarse con lo esencial. Parte de unos principios de creencia que acepta como incuestionables. Así, por ejemplo, el de la composición tripártita del hombre en cuerpo (s9ma, sarx), alma o principio vital (psyché, pneuma) e inteligencia (nous). De esas tres partes, la última es la específicamente humana, y se identifica con el elemento divino interior (el daímon) que habita en nosotros y el principio director o guía de nuestra vida (el h7g7monikón). La conducta recta y racional exige que el nous, como guía y divino, no se deje perturbar por las otras dos partes del ser humano. Es el modo más sencillo de superar las pasiones, y el dolor y el placer.

Otro segundo principio es el de saber qué cosas dependen de nosotros y qué cosas no, y cifrar la felicidad en las primeras. El papel mediador de la conciencia en cuanto único criterio de valor permite diferenciar entre bienes y males, que son aquellos que afectan al yo interior, y toda una larga serie de sucesos y cosas exteriores, calificadas como indiferentes. Marco Aurelio no llega a mantener el rigorismo originario sobre las cosas indiferentes; pero reitera tales consejos ascéticos, muy bien explicitados por Epicteto.

Un tercer dogma es el de la sumisión del individuo al conjunto, de la adaptación al cosmos, regido inmanentemente por un designio divino y racional. La racional providencia cósmica es uno de los dogmas básicos del estoicismo. Marco Aurelio lo adopta con una sentida y profunda adhesión personal (IV 23, X 28, etc.). Esta creencia, en principio claramente optimista, asume un valor ideológico, transferida de su contexto físico al terreno más cercano de la praxis social, en el marco del Imperio Romano. «La idea de la superioridad de los intereses del Estado o de la colectividad sobre los del individuo es acentuada por Marco Aurelio (v. VI 44, VII 55, IV 29)», apunta M. Rostovtzeff (II 236) en una breve nota, señalando que en «la conciencia de agobio» que era «el rasgo más destacado de la vida económica y social» de esa época, en que se acentuaba «la presión del Estado sobre el pueblo» de modo casi intolerable, resultaba un excelente motivo para justificar la actuación del poder, que intentaba «salvar al Estado a costa de la colectividad y de los individuos». Ya en Epicteto (II 10, 4-5) se encuentra esa consideración de que «el todo es más importante que la parte, y el Estado que el ciudadano». Pero es Marco Aurelio el que insiste en este punto como algo fundamental de toda su ética y quien avanza más sobre tal postulado.

La motivación ideológica de su actitud ha sido analizada penetrantemente por G. Puente (o. c., págs. 229-238), quien señala con claridad el conservadurismo social y el conformismo de esta ideología de resignación. (Cf. especialmente sus conclusiones en pág. 237: «La ideología de resignación del estoicismo tardío responde a un sorprendente mecanismo psicológico en virtud del cual el civis romanus resuelve vivir en un doble mundo: el sistema político imperial —civitas humana jerarquizada y articulada en clases dominantes y clases explotadas, sujetas ambas a la vis coactiva del orden jurídico— y el orden cósmico racional —civitas divina anclada en la actividad de la conciencia individual como locus privilegiado de la razón—. El hombre interior constituye la referencia permanente de ese doble mundo, y es el artificio moderador de las encontradas lealtades que imponen, de una parte, los deberes de la convivencia social y política, y de otra, el inalienable albedrío de la conciencia moral. Se trataba, así, de una existencia en funambulesco equilibrio entre la esperanza y la desesperación, entre la exultación moral y el pesimismo resignado, entre el repliegue en sí mismo y la puntual entrega a las contingentes exigencias de la vida diaria. Esta solución paradójica funcionaría aún durante algunos siglos, y llegaría a encarnarse —en un admirable coup de théatre de la historia— en la persona de un emperador. La figura de Marco Aurelio resulta, en verdad, un fenómeno fascinante para el estudioso de las ideologías, pues su entraña psicológica radica en esa unitaria incorporación viviente de una ideología cuya operación práctica se apoyaba en la radical escisión de la conciencia: la duplicidad de un hombre que, como primer ciudadano, servía fielmente a un orden de dominación que, como sujeto moral, había de eludir constantemente para alcanzar la beatitud. Ambos imperativos se le presentaban como igualmente derivados de cierta concepción del kósmos en cuanto proceso unitario y fatal del lógos universal».)

Psicológicamente la personalidad de Marco Aurelio atrae nuestro interés por su ascetismo y su descontento interior. Descontento de sí mismo —en su afán de ser mejor y de comportarse de acuerdo con sus intenciones éticas en todo— y de los demás (cf. V 10 y muchos otros textos), Marco Aurelio se reitera una y otra vez los mismos consejos y máximas, como si no acabara de convencerse. La insistencia en repetir el remedio sugiere que éste no es del todo eficaz. Un cierto escepticismo latente en esta filosofía de consolación le da un tono dramático; como si las heridas y los dolores acallados, como si las quejas reprimidas y los impulsos detenidos necesitaran, en su subconsciente rebelión, de una nueva dosis de la farmacopea. La resignación aristocrática, el ascético desprecio del mundo y la carne, la sumisión al deber —de filósofo y de ciudadano romano en lo más alto de la jerarquía— son muestras de una actitud que rehúye el patetismo, pero que no puede alcanzar esa apatía inhumana del sabio estoico.

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