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IV

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La historia de la tradición del texto de las Meditaciones es bastante extraña. En el s. III parece que Herodiano y Dión Casio conocían la obra. A mediados del s. IV, Juliano el Apóstata y el orador Temistio recuerdan con elogio a Marco Aurelio. En Temistio (en el año 364) se encuentra la primera referencia a su obra con un título expreso, el de Admoniciones de Marco (Márkou parengélmata). El biógrafo de Avidio Casio en la Historia Augusta alude a unas Exhortaciones que Marco Aurelio habría declamado durante tres días antes de partir a la guerra contra los marcomanos. (Este biógrafo, que da esta noticia, tal vez confundida, puede ser de la época de Juliano.) Después, desde el s. IV al IX, nadie va a acordarse de los escritos de Marco Aurelio. Así, por ejemplo, no hay ni una cita suya en la amplia selección de filósofos y poetas recopilada por Estobeo a mediados del siglo V.

Pero a comienzos del X, Aretas, un humanista y bibliófilo bizantino, que luego fue arzobispo de Cesarea en Capadocia, escribe a Demetrio, arzobispo de Heraclea, que le envía un volumen antiguo de las Meditaciones, un viejo libro muy deteriorado, del que él ya se ha sacado una copia. Esta copia se ha perdido, pero es probable que esté en el origen de la tradición manuscrita de nuestras ediciones modernas. Hacia 950, en su inestimable diccionario, Suidas se refiere a los escritos éticos de Marco Aurelio: Eis heautón en 12 libros. Y dos siglos después, Tzetzes (1110-1185) cita algunos párrafos en sus Chilíades.

La primera edición impresa es la de Zúrich, 1558-59, hecha por Andreas Gesner, con traducción latina de Wm. Xylander de Augsburgo (1532-76). El texto de esta editio princeps se basa en el de un manuscrito palatino, «de la biblioteca del Príncipe Palatino, Otto Heinrich», que Xylander corrigió levemente en algunos pasajes. La importancia del texto editado por Gesner en 1558 aumenta por el hecho de que el manuscrito palatino se perdió luego, de modo que las lecturas de esa impresión (designada como P o bien como T [Toxitanus] en los aparatos críticos) representan el testimonio más fidedigno de la tradición textual. Junto a esta fuente P, tenemos otro importante manuscrito: el códice Vaticanus Graecus, 1950, designado como A, que contiene las Meditaciones en una copia de finales del s. XIV al XV. Existen otros manuscritos que son posteriores, o bien ofrecen excerpta del texto. Evidentemente, aquí no podemos entrar en pormenores de esa transmisión ni en la confrontación de A con P (que parecen remontarse a un arquetipo perdido, acaso al texto copiado por Aretas), ni exponer en detalle los nombres de los principales filólogos que se ocuparon de nuestro autor. Remitimos para ello a las introducciones de Trannoy o de Farquharson. En general, puede advertirse, en cualquier edición, las numerosas conjeturas y variantes que sugiere el texto, muy frecuentemente corrupto.

Además de Gesner y de Xylander (apellido latinizado de W. Holzmann, que se ocupó de la primera traducción al latín y de una segunda edición corregida en Basilea en 1568), vale la pena recordar unos pocos nombres. La primera traducción a un idioma moderno fue la de Pardoux Duprat al francés en 1570. Casaubon realizó la primera traducción al inglés en 1634, añadió una excelente introducción y notas críticas en su segunda edición en 1635, y editó el texto griego en 1643, acompañado de una traducción latina (la de Xylander retocada).

En Cambridge y en 1652 apareció la edición del texto griego con nueva traducción latina y un excelente comentario por Thomas Gataker, que hizo época, y se reimprimió varias veces.

Entre los editores y comentaristas modernos ocupa un lugar destacado A. S. L. Farquharson por su obra en dos volúmenes, publicada póstumamente en 1944, dos años después de la muerte de quien le había dedicado muchos años de su vida con una auténtica vocación personal.

Las Meditaciones han sido traducidas a todos los idiomas europeos. Un estudioso (J. W. Legg) señala que en el s. XVII hubo 26 ediciones de esta obra; en el XVIII, 58; 81, en el XIX, y 28 en los ocho primeros años del siglo actual.

En fin, conviene quizá añadir aquí como nota irónica o pintoresca, el nombre de un escritor español que contribuyó, más que ninguno en el s. XVI, a popularizar el nombre de Marco Aurelio no sólo en España, sino en toda Europa. Me refiero a Fray Antonio de Guevara, cuyo Libro áureo de Marco Aurelio apareció impreso por primera vez en Sevilla en 1528. Este texto, recogido y ampliado en el Relox de príncipes (Valladolid, 1529), gozó de un sorprendente éxito de público, tanto en España (unas 30 ediciones hubo entre uno y otro título en los siglos XVI y XVII) como en Europa, donde se multiplicaron sus ediciones en latín, en francés, en italiano, en inglés, en alemán, en danés y en holandés. Todavía se tradujo al armenio en el s. XVIII. Esta obra, que según Menéndez y Pelayo fue tan leída como el Amadís de Gaula y la Celestina, alcanzando un total de 58 ediciones en Europa entre el XVI y el XVII en tan varias lenguas, difundió una curiosa imagen del Emperador filósofo desde treinta años antes de la aparición de la editio princeps de Marco Aurelio. Esta «extravagante novela» —que algún docto contemporáneo denunció pronto como superchería histórica— surgió de la facundia y la imaginación de este falaz humanista hispánico, a partir de unos mínimos textos antiguos, con una fabulosa desfachatez. Así que, cuando Jacinto Díaz de Miranda, en el prólogo a su traducción en 1785, criticaba que, frente a las ediciones múltiples en otros países europeos, «España es la única que ha escaseado a este Emperador un obsequio tan corto y trivial (como el de traducirlo y publicarlo)», añadía en nota: «Antes, para colmo de desatención, el obispo de Mondoñedo, Guevara, le prohijó atrevidamente en su Relox de príncipes desconcertado, contribuyendo la celebridad de Marco Aurelio a que corriese con el aplauso que por sí no merecía, y se imprimiese en los más de los países, traduciéndolo en latín, francés, italiano y alemán».

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