Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 11
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La noche le había caído encima de pronto y Juan realizó la habitual escala en el bar.
Abrió la puerta y, como siempre, los comensales curiosos voltearon a mirar al que acababa de aparecer bajo el umbral.
Juan, impasible, se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero junto a la puerta que acababa de cerrarse tras él. Se dirigió a la larga y gruesa barra de madera y se sentó en uno de los taburetes. Ni siquiera tuvo que pedir a la que atendía la barra. Ella simplemente se acercó para dejar un vaso frente a Juan, luego tomó una de las botellas de vodka de la estantería y lo llenó con el incoloro líquido. Él agradeció con un movimiento de cabeza apenas perceptible y ella le devolvió el gesto con una diáfana sonrisa. Había cierta atracción entre ellos. Una secreta atracción a la que ninguno de los dos se atrevía a hacer patente.
—Te veo cansado —dijo ella arrancándolo de sus pensamientos y devolviéndole la postura endurecida.
—Es el trabajo que nunca termina.
—Lo sé —respondió ella apoyando los codos en la barra, frente a él—. Cada vez se hace más imposible vivir en esta ciudad.
—La gente ha perdido la cabeza.
—Eso no es nada nuevo.
—Los índices criminales están por las nubes —le espetó Juan después de dar un profuso trago a su vodka—. Eso es nuevo.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó ella volviendo a llenar su vaso inocentemente.
—Eso es lo peor.
—¿Qué cosa?
—Que cuando uno piensa que las cosas ya no pueden empeorar, resulta que se estaba muy equivocado. Todo simplemente va a peor.
Dos comensales comenzaron a discutir al calor de las copas notoriamente reflejado en el rostro. Al parecer uno de ellos empujó al otro al momento de levantarse al baño. Los dos estaban de pie muy cerca el uno del otro gritándose y amenazándose con llegar a los puños. Un mesero tuvo que intervenir para evitarlo, pero la letanía de majaderías continuó todavía unos segundos más.
Juan se había volteado hacia el lío. Seguía con la mirada al par de borrachos agrediéndose. Nunca le había gustado intervenir en peleas de bares y en realidad, cuando lo hacía, simplemente dejaba que ambos se golpearan hasta el cansancio antes de mostrar su placa y tratar separarlos por su mera autoridad. Pero el odio y el alcohol eran una mala combinación y los agresores poco caso hacían a una placa de hombre de la ley. Así que Juan se limitaba a evitar que uno de los agresores resultara muerto. Sin embargo, ahora, se encontraba en su bar habitual y no iba a permitir que hicieran un desplante frente a aquella mujer que le estaba atendiendo. Por fortuna los dos comensales se calmaron lentamente.
—¿Lo ves?
—¡Con toda claridad! —respondió ella terminando de secar un vaso con una franela.
—El mundo se ha desquiciado.
El vodka de su vaso desapareció tras otro trago y ella volvió a llenar el vaso. Mientras lo hacía sus miradas se cruzaron. A ella, habituada a ganarse la vida tras una barra, le gustaban los tipos duros y Juan, a pesar de ser un poli, era también una persona reservada, educada, hasta algo lacónica. Eso le confería aún mayor atractivo a su persona. Al menos eso pensaba ella.
También Juan sentía aquella fuerza gravitatoria que dirigía su atención hacia ella. Era más joven que él, por lo menos diez años menor, pero veía en ella la fuerza de una mujer que se abre camino por la vida a golpe de forzar el destino a su propio modo. Ella nunca se había casado, una vez había estado a punto, pero las cosas habían salido mal al grado de hacerle perder la ilusión de estar atada a alguien de por vida. Había perdido la fe en el sexo opuesto hasta que conoció a Juan que, de repente, había vuelto a sembrar en ella la ilusión de encontrar a alguien honesto, simpático y serio, pero sobre todo, a alguien interesante.
Una vez que terminó su tercer vodka, Juan se levantó dejando un billete sobre la barra. El día no había ido del todo bien. El último crimen lo había sumido en un estado de impaciencia. Aquel fragmento de la canción que se repetía una y otra vez había sido un claro reto lanzado hacia su persona, y eso le había crispado los nervios. Eso y la incapacidad de recordar aquel rostro salpicado con su propia sangre.
—Sabes que no es necesario —le soltó ella mirando el billete que había dejado él. Ella se sentía protegida cada vez que él se presentaba y no había forma de agradecerle eso sino invitándole un par de copas.
Juan hizo caso omiso de su comentario y, a pesar de querer soltarle una sonrisa, esta quedó reprimida bajo una mueca de satisfacción por el trato que le brindaba aquella mujer.
—Gracias, Marcela —se limitó a decir.
Dio media vuelta, tomó su chamarra y desapareció por aquella puerta del mismo modo que había aparecido casi una hora antes. Los mismos comensales que le habían puesto los ojos encima al entrar al bar, lo siguieron con la mirada hasta que dejó el lugar. Un policía siempre era un poli a leguas y eso incomodaba a mucha gente al igual que hacía sentir protegida a otra.
Pero era tarde y Juan Guadarrama debía ir a casa a luchar con el insomnio.