Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 14
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¿Cómo evitar las atrocidades de Olivia, su pareja, el amor de su vida?
Antonio se lo preguntaba una y otra vez por las mañanas cuando despertaba o por las noches cuando se iba a la cama. Se sentía atrapado en una prisión de silencio y eso le dolía, como si las palabras que no podía articular le abrasaran en su interior, desde la boca del estómago hasta la punta de la lengua.
También estaba aterrado. Ella había perdido la razón. Se había convertido en una quimera imposible; implacable.
¿Tanto odio había acumulado con el tiempo?, se preguntó a sí mismo. Luego le preguntó a ella:
—¿Regresarás para comer?
—No lo creo —respondió Olivia sin quitar la vista del periódico que sostenía entre sus menudos dedos con delicadeza—, me ha llamado Alejandra y me ha pedido que me pase por su casa. Lo más seguro es que coma ahí mismo.
—¿Qué pasa con Alejandra?
—Es solo que hace mucho que no nos vemos y ya ves cómo se pone de delicada cuando pasa mucho tiempo sin hablar conmigo.
—Entonces, ¿te veo en la noche?
Ella ya no respondió. No le gustaba que le inquirieran con una ráfaga de preguntas intrascendentes. Eso no era libertad, pensaba cada vez que algo así pasaba. ¡Y ella era libre! Libre como un ave; peligrosa y libre como un halcón o una águila de ésas que solía ver en algún documental de algún canal de la bbc.
Ante su mutismo, Antonio dio media vuelta, desapareciendo a través del umbral de la puerta en dirección al ascensor. Una punzada de angustia recorrió su médula. Sabía bien que Alejandra no estaba en la ciudad. Su marido le había dicho que estarían de visita en Argentina durante un mes. Una de las mejores amigas del marido de Alejandra se casaba allá y se lo había dicho cuando se encontró con él un día mientras hacía la compra en el supermercado.
Que hubiera mentido solo podía indicar una cosa: que sentía de nuevo aquella profusa sed que parecía cada vez más insaciable en ella. Una sed por vengar la sombra de un pasado que la acosaba cada vez con mayor frecuencia.
Antonio llegó al estacionamiento y abrió el seguro de su Mercedes-Benz gris desde la distancia. Se subió, encendió el motor y esperó un par de minutos a que el motor se calentara. Sujetaba el volante con fuerza, tanto, que sus nudillos se habían tornado blancos. Pensaba una y otra vez en qué podía hacer para entender la enfermedad que infectaba los pensamientos de la mujer que tanto amaba.
La puerta automática de estacionamiento se abrió y Antonio salió de ahí a gran velocidad. Ya había perdido el apetito por los deberes que estaba a punto de realizar. Debía repasar algunas cuentas de sus negocios para ver que todo estuviera en orden. Era ya parte de su rutina y no lo hacía porque desconfiara de sus empleados sino porque en realidad gozaba de mucho tiempo libre y se aburría.
Era cierto que era rico, pero también estaba atado de modo indefectible a sus negocios. No podía simplemente ir a pasear a la Toscana para tomar el sol veraniego bebiendo un café negro por las mañanas. No, él sentía que estaba brincando de una prisión a otra. Cuando no era el dinero, era el miedo que comenzaba a crecer en su interior debido a la posibilidad de perder a Olivia para siempre.
Al menos era un escenario que se estaba gestando en algún punto de un futuro que aún no llegaba, pero que estaba ahí, acechando a la espera de convertirse en su presente. De dejar de ser una posibilidad para convertirse, irremediablemente, en un hecho. En un hecho lamentable.