Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 17
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Justo frente a la comandancia de la policía, Antonio esperaba en su Mercedes-Benz con las manos sudorosas bien puestas sobre el volante forrado en fino cuero negro. Algo le invitaba a entrar en aquel edificio. Era el llamado a que sus pasos lo condujeran hasta el Departamento de Homicidios para ver al detective en turno. Pero de nuevo el miedo se apoderó de él, paralizándolo.
No podía permitirse perder a Olivia.
De ninguna manera, pensó taciturno.
La amaba profundamente y en los últimos meses se había convertido en su mundo. En su universo. En la fuerza gravitatoria de un ferviente amor que lo sujetaba a la superficie de su tersa y lívida piel.
Él había estado ya antes con mujeres hermosas. Pero Olivia era diferente. Le había robado el corazón no solo con su belleza, sino con su manera de ser algo desentendida de los asuntos mundanos, como si parte de ella se volcara en su interior, volviéndola taciturna y lacónica por largos momentos. Entonces ella parecía ausentarse, dejando únicamente su belleza como si fuera una piel que de cuando en cuando habitara para complacer sus deseos, manipulándolo a su antojo. Luego ella volvía de donde había ido y su regreso impactaba en la mente de Antonio en una lasciva explosión de concupiscencia, clavándose todavía más en su mente, en su corazón al que nunca había pedido permiso para entrar en primer lugar, para poseerlo como él la poseía cada noche hasta el cansancio. Hasta la saciedad.
Ella era sencillamente etérea. Como si pudiera escaparse de las manos de Antonio aún mientras yacía con ella.
Así había comenzado aquella relación. Y así era desde entonces: Antonio se sentía atrapado en la fluctuante personalidad y agudísima belleza de Olivia. Y ahí estaba ahora, a punto de traicionar su secreto como un cobarde y una asquerosa rata de alcantarilla.
Llevó su mano derecha hasta el botón de encendido del motor y lo presionó con fuerza en un movimiento brusco. El motor rugió suavemente, como un gran felino que despierta, ronronea y se dispone a espabilar para volver a la caza. Apretó el acelerador y el Mercedes-Benz dejó su estado de inactividad para surcar las calles de aquella ciudad de regreso a un hogar que seguramente encontraría vacío hasta ya bien entrada la noche.
Antonio llegó a su edificio frustrado, triste, casi desesperado por la situación en la que se encontraba su novia. Las puertas del ascensor se abrieron y presionó la clave de seguridad en el teclado. Las puertas se cerraron nuevamente y el ascensor se elevó hacia su fastuoso penthouse. Se aflojó la corbata color marrón que hacía un adecuado contraste con su impoluta camisa blanca de corte italiano hasta que las puertas se abrieron nuevamente. Había dejado el saco en el Mercedes. En seguida, su lujoso hogar se dibujó ante sus grandes ojos verdes.
—¿Olivia?
Esperó a que ella contestara.
Había visto su vehículo en el estacionamiento, al igual que el día anterior. Era martes y no era tan común que ella dejara su coche en casa y saliera así a las calles de la ciudad.
—Olivia, ¿estás en casa? —insistió.
De nuevo el silencio respondió por ella.
Antonio dejó caer su maletín sobre uno de los sillones de la sala mientras resollaba, insuflando las aletas de su nariz. Fue hasta su habitación y se quedó de pie, inmóvil frente al armario. Tomó la perilla de la puerta derecha y la corrió con brusquedad. Días antes había descubierto el escondite de Olivia detrás de sus vestidos, en un compartimento que había sostenido ingeniosamente a la parte posterior del armario. Lo abrió y se quedó mirando con los ojos entrecerrados. Una de las armas de las dos que debían estar ahí, no estaba. También faltaban algunas balas. Pudo constatarlo por los huecos vacíos en la caja del parque.
Antonio sabía que aquellas armas habían sido un regalo. En alguna ocasión le había dado a entender que había sido su padre quien se las había regalado, pero en seguida el mutismo relacionado a un tópico doloroso, como lo era su padre, la retuvo de nuevo en una mazmorra de silencio. El tema quedó rápidamente en el olvido y, lo único que supo Antonio, fue que la relación con un padre siempre ausente se había roto hacía muchos años, en su adolescencia. Como fuere, se trataba de un regalo extraño, de alguien excéntrico sin duda y con muy pocos escrúpulos. No le parecía de buen gusto regalar un artefacto creado para quitar vidas como lo eran las armas, al menos que se tratara de armas de colección, entonces la cosa cambiaba porque más que utilitarias serían de exhibición. De cualquier forma, se tratara de un regalo o no, Antonio las había descubierto nuevamente después de que le hubiera casi jurado que pensaba deshacerse de ellas, en el escondrijo al fondo del armario que tenía frente a sí.
¿Por qué le había mentido?, se hubo preguntado Antonio durante varias noches en la que tuvo que detener sus ganas de echárselo en cara.
Al final se había resuelto por el silencio. Al menos hasta el día anterior, cuando se dio cuenta de la razón de aquella omisión piadosa, o vil mentira.
—¿Qué pasa contigo, Olivia? —le soltó al silencio que imperaba su hogar.
Lo que Olivia no sabía era que, cuando él había sospechado que lo engañaba, que podía tener un romance con alguien en la ciudad, él se encargó de cocer en el forro de sus bolsos un minúsculo dispositivo de rastreo cuya aplicación tenía instalada en su teléfono móvil.
A pesar de sus ganas de no ubicarla a través de la aplicación, tal como había ocurrido el día anterior cuando encontró su coche en el estacionamiento pero ni rastro de ella en el penthouse, volvió a sacar el aparato de su bolsillo y abrió la aplicación de manera casi compulsiva.
En seguida, un diminuto punto parpadeante apareció en el centro de su pantalla. Ella estaba en movimiento. Por el mapa, al fondo de su pantalla, se dio cuenta que iba en el metro de la ciudad, porque se movía rápidamente y en línea recta.
Con el mismo aparato, marcó su número. Después de dos repiques su voz contestó:
—Hola, cariño.
—Hola, Olivia.
—¿Cómo te fue? ¿Todo bien?
—Has dejado tu coche, lo he visto al llegar a casa.
—Sí, cariño. Alejandra me ha hecho el favor de pasar por mí a casa. Te manda saludos, por cierto.
Antonio apretó los párpados con fuerza.
—Sí, gracias. Dale recuerdos también.
—Bueno, ¿te veo por la noche? Llegaré tarde a casa, te lo dije, ¿verdad?
—Trataré de esperarte despierto. Ha sido un día pesado.
—Trataré de no llegar muy tarde —mintió Olivia, sabiendo que Antonio se iba a la cama temprano.
La línea se cortó y Antonio se sintió presa del pánico, tal como había ocurrido la tarde anterior. Corrió hacia el ascensor y presionó la tecla correspondiente al estacionamiento. Las puertas se cerraron cuando entró. Nunca había notado cuán lentas se abrían o cerraban.
El ascensor comenzó su descenso y él no paró de ver el diminuto punto parpadeante en la pantalla de su teléfono. Llegó hasta su coche. Puso en marcha el motor. La verja en donde se encontraba el edificio de apartamentos se abrió y el Mercedes pasó casi rosando a toda velocidad una de las puertas.
Antonio no podía siquiera imaginar lo que Olivia estaba dispuesta a hacer durante esa tarde que apenas comenzaba a perder claridad debido a que la luz del sol menguaba lentamente.
Pronto el crepúsculo caería sobre la ciudad.
La voz del gps de su coche de lujo le indicó que doblara a la izquierda, en el siguiente retorno. Había sincronizado su teléfono con el coche y ahora escuchaba las indicaciones que le llevarían hasta el punto parpadeante, intermitente como la lucidez de sus propias ideas en el interior de su cabeza.