Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 20

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Deshacerse de los fisgones siempre era lo más difícil para la policía. Cuando Juan llegó a la nueva escena del crimen se encontró, como la noche anterior, con una bola de gente deseosa de calmar su curioso apetito.

—¡Quítalos de la entrada! —le gritó al primer oficial que se le atravesó en su camino—. ¡El servicio forense tiene que pasar por aquí!

—¡En seguida, detective!

—En seguida es demasiado lento…. —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro de forma negativa sin la intención de ocultar su fastidio a la vez que sus largos pasos lo conducían al interior del edificio.

Dentro era otro cantar. La gente ya había sido echada hacia un lado y media docena de policías cuidaban el orden. Juan pudo andar libremente y subir los tres pisos hasta llegar al corazón de la escena donde se había perpetrado el atroz crimen.

Cuando al fin entró en el apartamento, que más que apartamento se trataba de un cuartucho digno de los suburbios de esa parte de la ciudad, sintió un pinchazo en el corazón. De hecho Juan se quedó un momento de pie bajo el umbral de la puerta contemplando algo que apenas había visto el día anterior. Se sintió asombrado por el poco tiempo que había transcurrido entre un asesinato y otro.

¡Era inverosímil!

Imposible de creerse.

El asesino parecía poseído por una fuerza sencillamente arrolladora por liberarse de su odio. La forma en que arreglaba el escenario, probablemente engañando a su víctima para reproducir una escena en particular, era estremecedora. Y el mensaje que, desde donde se encontraba de pie, aún podía escuchar repitiéndose:

«…cuando te necesitaba tanto».

Algunos peritos ya se encontraban espolvoreando el lugar en busca de pruebas dactilares y otros indicios protocolarios.

Era pura rutina. Juan sabía de sobra que no encontrarían más que las huellas de la víctima ahí. Sin duda el asesino estaba bastante versado en criminalística como para cometer un error de novato como dejar una huella dactilar. Ni siquiera los casquillos estaban regados por el suelo. La mirada de la víctima volvía a ser de sorpresa. Los ojos bien abiertos seguramente habían capturado como última imagen la de un vengador que había resurgido del velado pasado como una mortífera sombra. Ciertamente le había cobrado la factura por algo que había tenido lugar hacía mucho tiempo. La escena lo decía casi todo, Juan podía verlo como si se encontrara leyendo la escena a través de las líneas de una novela policiaca. Todo estaba ahí, menos algunos elementos que poco a poco debían comenzar a cobrar forma con el tiempo.

—Se han llevado los casquillos —le dijo una voz a su lado pero Juan ni se molestó en voltear a mirar a su interlocutor.

—Deben estar tirados en algún basurero de la estación del metro o en algún contenedor de los alrededores —se limitó a responder sin quitar la vista de la ensangrentada víctima.

El catre estaba lleno de sangre al igual que la pared en la que estaba arrimado. De pronto le pareció que la sangre saltaba a la vista. Todo estaba hecho un verdadero chiquero. Y de nuevo el viejo olor a pólvora contenido en el aire llenaba sus pulmones.

—Espero el informe en mi escritorio para mañana jueves a primera hora.

Dicho esto dio media vuelta en dirección a la salida del edificio. No había nada más que hacer ahí. Los pocos detalles en relación a la escena se lo comunicarían por escrito los peritos de balística y el propio médico forense. De nuevo los sumaría a la carpeta en la que estaba trabajando sin cesar.

—Como diga, detective —escuchó que le decía una voz a sus espaldas.

Los tacones de sus botas retumbaron en la oquedad, bajo los escalones del edificio que intentaba dejar atrás. Juan vio el pasillo intermitentemente iluminado por las torretas de las patrullas y entornó los ojos hasta que estuvo fuera del edificio. Ubicó con la vista su Chevelle y se encaminó hacia este. No pudo evitar sentirse profundamente intrigado por ese caso que se abría ante él como una marisma de vivas, pero ocultas probabilidades.

Esa noche Juan Guadarrama estuvo lejos de poder conciliar el sueño. Algo suscitaba en él escalofríos que le recorrían la médula. Se sentía ansioso, como excitado por una creciente emoción que perseveraba sobre las demás.

Era la sensación de que lo estaban retando.

Incitando a entrar en un juego que él conocía demasiado bien.

Muerte en el crepúsculo

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