Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 18

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Los neumáticos del Mercedes-Benz chirriaron cuando se detuvo frente al edificio en el que el gps le indicaba que se había introducido Olivia.

Antonio no sabía qué esperar, pero sin duda esperaba lo peor. Ya antes había sido testigo mudo de la atrocidad que su amada pareja estaba dispuesta a hacer para enterrar un pasado lleno de ignominia, que ahora estaba cobrándose algunas facturas al precio más alto. Sin duda las más caras que jamás se atrevieron a imaginar los siniestros personajes de aquel pasado aparentemente olvidado.

Se apeó del coche, dejándolo mitad sobre la banqueta y la otra mitad estorbando el tráfico que, en esa parte de la ciudad, no era demasiado.

Entró al edificio. La puerta estaba entreabierta, solo tuvo que empujarla un poco para que pudiera acceder desde el exterior. El edificio era una pocilga maloliente. A leguas se notaba que el barrio en el que se encontraba llevaba mucho tiempo sin recibir la menor atención, a la suerte del detrimento urbano.

Antonio siguió andando hasta que dio con las escaleras. En las paredes todo tipo de grafitis adornaban con groserías el interior del edificio sin ninguna clase de pudor. Subió cada uno de los escalones que le conducían a las plantas superiores de forma pausada, con precaución. No quería encontrarse de frente a una Olivia fuera de sí, con el índice en el gatillo de su Glock y los ojos desorbitados.

De algún sitio de uno de los pisos de arriba llegó el ruido del llanto de un bebé seguido por una breve discusión a voces apagadas. Luego el abrir y cerrar de una de las puertas de los apartamentos en los que se encontraba.

Antonio se quedó inmóvil un momento tratando de agudizar el oído al máximo, pero era imposible concentrarse. Lo único que podía escuchar de forma intermitente era el bombeo de su propia sangre chocando fuertemente en sus oídos. La adrenalina se le había disparado en una explosión por el frenesí de sus propias expectativas antagónicas: por un lado deseaba encontrar a Olivia, llevarla a casa sana y salva; por el otro, esperaba encontrar una escena como la del día anterior.

Antonio no se había percatado pero de pronto notó un penetrante olor a pólvora emanando de uno de los pisos de arriba e inundando lentamente el ambiente viciado de todo el edificio. Entonces lo supo, ¡era demasiado tarde! Ella ya había consumado su venganza y realizado su cometido. Pero no la había visto salir del edificio. El gps de su móvil seguía situando la ubicación del punto intermitente dentro del edificio, luego de que él hubiera entrado.

El hedor a pólvora se fue haciendo más intenso conforme él seguía ascendiendo escalón por escalón hasta que, en la lejanía, el ulular de una sirena le hizo andar más de prisa, preguntándose más tajantemente por el paradero de Olivia hasta que, sin más, vio aparecer a algunos vecinos que, sorprendidos, se habían aventurado tímidamente a salir de sus apartamentos para arremolinarse en torno a una de las puertas abiertas en el tercer nivel, lo que le permitió comprender lo tarde que había llegado.

En el fondo del apartamento, cuya puerta estaba abierta de par en par, el cuerpo yaciente, ensangrentado y sin vida de un hombre de aproximadamente cincuenta años de edad yacía sobre un descuidado catre casi al nivel del suelo. A un costado, un tornamesa con un disco de vinilo tocaba el fragmento de una canción que sonaba:

«Me dejaste solo…»

Y de nuevo se repetía como si en ese punto el disco estuviera rayado:

«Me dejaste solo…», «me dejaste solo…».

Antonio sintió una arcada y estuvo a punto de vaciar el interior de su estómago pero el ulular de unas sirenas cada vez más cercanas lo situaron de nuevo en la urgencia de encontrar a Olivia. A su lado, un niño de aproximadamente nueve años contemplaba la escena con los ojos muy abiertos.

—¿Hay salida de emergencia en este sitio? —le preguntó sacando un billete de su bolsillo y alargándoselo con la mano.

El niño abrió aún más los ojos al ver el dinero y, tomándolo, señaló hacía el final del pasillo.

—Gracias, niño —soltó Antonio girando sobre sus talones hacia su franco izquierdo, abriéndose paso entre la multitud que comenzaba a aglomerarse afuera del apartamento donde yacía aquel hombre bañado en su propia sangre.

Antonio comprobó que, efectivamente, la salida de emergencia constaba de unas escaleras metálicas y oxidadas, empotradas a la parte posterior del edificio. La puerta de acceso estaba abierta. Pensó que Olivia debió haber desaparecido a través de esta, escaleras abajo. Él también bajó con rapidez y rodeó el edificio hasta llegar a su coche. Al llegar hasta ahí pudo ver que una patrulla ya se encontraba igual de mal estacionada que su Mercedes, con la torreta encendida pero sin nadie en el interior.

Ya había pasado el crepúsculo y el fulgor de las sirenas azules y rojas pintaban los edificios aledaños con sus colores intermitentes. Seguramente el par de oficiales que había llegado ya se encontraban subiendo las escaleras por las que él mismo había pasado hacía apenas un par de minutos.

Subió a su coche y encendió el motor.

Por el retrovisor pudo ver que otro juego de luces azules y rojas se sumaba al resplandor reflejado en los edificios de tabique anaranjado.

Dejó caer el peso de su pie en el acelerador y el motor del coche rugió, haciéndolo desaparecer de la escena en un segundo.

Un par de cuadras más adelante se detuvo a mirar su teléfono. El punto intermitente en la pantalla iba de regreso en la misma trayectoria del metro que la había llevado hasta ahí.

Iba de regreso a casa.

Muerte en el crepúsculo

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