Читать книгу Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández - Страница 8

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Ya habían pasado varias horas desde que, de manera anónima, Antonio dio aviso a la policía para que encontraran el cuerpo de Nicolás Fábregas sobre aquel maltrecho catre. Había llegado apenas le habían asesinado. Nauseabundo y frustrado todavía pudo ver cómo la sangre brotaba a través de las heridas de la víctima. Nada hubiera podido hacer para impedir que muriera. Había llegado tarde. ¡Demasiado tarde!

Conocía al asesino.

Lo conocía lo suficiente para denunciarlo. Para que dieran con su paradero y los sentenciaran a cadena perpetua en un agujero del demonio en alguna de las prisiones del país. No obstante, su intención no solo era impedir que siguiera cometiendo crímenes, sino que no lo agarraran en el acto.

También conocía su móvil, al menos remotamente. Algo le había contado alguna vez sobre lo que le hicieron hacía mucho tiempo, pero no había entrado en demasiados detalles. Incluso él lo comprendía, por eso sentía que su trabajo no era denunciarlo con el Departamento de Policía, sino hacerle desistir sin que el asesino fuera privado su libertad. No lo quería encerrado. Era lo último que quería, pero ahora las cosas se estaban desquiciando y este asesino se perfilaba a perder el control de la situación. Había pasado del plan a la ejecución de forma tan violenta como dramática. Y, cuando la conducta era gobernada por la pasión, el desenlace no solía ser el esperado. Demasiados factores intervenían para que el plan original no saliese como se había pensado. La pasión cegaba, como el amor. Distorsionaba. Tergiversaba la realidad e interponía un velo de locura ante lo que se miraba.

Él lo sabía muy bien amando a una mujer a la que se entregó en cuerpo y alma hasta la locura.

Olivia era el nombre de la chica. La misma que ahora le preocupaba tanto.

La había conocido en la estación del tren una tarde lluviosa de agosto. Pese al frío de aquella tarde, la calidez de aquella compañía había hecho pasajeras las horas que había tenido que esperar por la demora de un tren. Juntos lo abordaron y juntos viajaron a través de anodinos parajes bajo una bóveda húmeda y nublada hasta su destino. Luego el indefectible y frío adiós los había separado para, envueltos en pensamientos en torno al otro, volver a juntarlos en la misma estación algunos días después. Y así volvieron a viajar a la vera de su compañía hasta que la atracción fue dando paso a un incipiente amor que, como aquel imponente tren, fue abriéndose camino a través de vertiginosas y sinuosas veredas. Entonces ya no pudieron prescindir de su mutua compañía y se volvieron amantes. Sí, porque son los amantes los que, con o sin compromiso previo con alguien más, ¡se entregan fervorosamente al amor!

Ahora, sentado en el sofá de su hogar, sosteniendo entre sus manos un vaso con whiskey de doble malta a medio llenar, recordaba cómo había sido aquel encuentro que dio paso a una aventura de la que hasta el día de hoy no había podido, o bien, no había querido escapar.

Así eran los amantes: siempre furtivos, arrastrándose entre las intempestivas horas entre la noche y el amanecer. Siempre a hurtadillas a través de un meridiano y otro buscando saciar sus más profundos deseos. Entregándose a la concupiscencia de sus más bajos y carnales instintos hasta que el amor los retiene uno al lado de otro de forma tan peligrosa como si de un equilibrista sin red de seguridad se tratase: siempre danzando grácilmente sobre el hilo que separa lo adecuado de lo incorrecto; lo posible de lo imaginable; lo efímero de lo sustancial que tienen todos los amantes cuando no están juntos y al mismo tiempo… lo están.

Muerte en el crepúsculo

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