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Un modelo para entender las desavenencias

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A Manuel, un niño delgado y pequeño de un colegio particular religioso, sus compañeros de curso lo apodaban el “basura”. Un día, lo agarraron en el recreo y lo pusieron adentro de un tarro de residuos. Manuel no quería volver al colegio. Eso ocurrió en el quinto año básico rural de la décima región de Chile. Unas niñitas huilliches contaban que también a ellas las discriminaban, marginándolas de los juegos y de las actividades escolares dentro del aula (ver González, 2004, p. 7). Cuando se llega a esos hechos es porque se recorrió un importante trecho en el camino entre la paz y la guerra interpersonales. En algún momento se rompió la armonía entre Manuel y sus compañeros y la hostilidad fue creciendo contra él, ante su impotencia y quizá cierto clima favorable para las agresiones, hasta llegar a una zona de guerra contra Manuel, donde era atacado cruelmente.

Como se puede apreciar en la Figura 1, podemos entender las relaciones interpersonales como un proceso continuo entre la esfera de la paz –donde prevalecen las relaciones de concordia y armonía– y la zona de guerra, donde la violencia prevalece buscando destruir al adversario. Entre ambos extremos se encuentra el conflicto, donde las relaciones están en tensión y confrontación.

El conflicto en sí mismo no es bueno ni malo, es una realidad propia de la convivencia. Incluso, como dice Loreto González (2004, p. 15): “Enfrentar conflictos es un proceso muy enriquecedor, un proceso de aprendizaje. En el proceso de resolución pacífica de conflictos se adquieren y desarrollan habilidades sociales y cognitivas muy necesarias justamente para que los seres humanos nos relacionemos adecuadamente unos con otros”. El problema es cuando el conflicto no cumple esa función educativa y continúa escalando hacia la guerra, generando agresiones crecientes, que dañan psicológica y físicamente a uno o las dos partes implicadas.

En las relaciones pacíficas predominan las coincidencias y la armonía. Es normal y hasta sano que existan diferencias y desacuerdos de opiniones, entre quienes piensan distinto. En esos momentos, la tarea del maestro es clave para que puedan confrontar las ideas y aceptar el disenso sin que este perjudique las buenas relaciones. Eso es trabajar para la paz y la democracia. Se trata de una enseñanza prioritaria para construir una sociedad sana y feliz. Desafortunadamente muchas veces la discusión se traslada al ámbito personal –especialmente entre los niños– para generar malestares y un clima de hostilidad. En esas circunstancias suelen aparecer el rechazo y diferentes formas de violencia. Allí emergen los comportamientos descalificadores, la animadversión, el hostigamiento, los abusos y el acoso continuo, como la perversa discriminación que sufrió Manuel. En el estado de guerra, domina la violencia abierta y desatada, con el propósito deliberado de dañar o destruir al otro.

En estos niveles avanzados de disputa y enemistad, el problema por lo general trasciende lo interpersonal para extenderse al grupo, incluyendo a otras personas en el litigio, que van incorporándose ya sea como aliados o como rivales, favoreciendo uno u otro de los contendientes. Es decir, se van constituyendo bloques de enfrentamiento, con diferentes grados de intervención. Los primeros que suelen integrarse a la querella son los familiares, compañeros de clase o amigos allegados a los protagonistas. Todo lo cual incrementa la rivalidad y el malestar, haciendo más difícil la reconciliación o el retorno de la relación a la esfera de la paz.

Nos parece útil plantear este marco general para entender mejor la inserción de los métodos de resolución de conflictos, como son el perdón y la reconciliación. ¿Dónde se ubica la reconciliación en este modelo de entender los conflictos interpersonales? Como puede apreciarse en la Figura 1, es un procedimiento asistencial para reparar los vínculos trastornados por los procesos de conflicto o violencia.

La maestra de Luis y Juan se preguntaba: “¿Qué estoy haciendo acá? ¿En qué me he convertido? ¿Debo ser un policía del orden?” Los maestros son educadores y, también agentes de salud interrelacional. Deberían intervenir en los pleitos personales y grupales de sus alumnos, a lo largo del continuo paz-guerra, para mantener e incrementar la buena convivencia. Deben constituirse en promotores de la paz social, ser constructores de la conciencia comunitaria para crear una convivencia solidaria, donde predomine la unidad y la reciprocidad. Por supuesto, esto es más fácil decirlo que lograrlo. ¿De qué manera se pueden materializar los ideales de la paz social? Hay muchos procedimientos, recursos y métodos que pueden implementarse, algunos de los cuales estaremos considerando a lo largo del presente libro.

Hay que reconocer que hay una acción de promoción de las buenas relaciones y de prevención del conflicto. ¿Qué se puede hacer cuando estallan las discordias? Allí vienen las medidas asistenciales, la aplicación de los tratamientos orientados a remediar los males o por lo menos impedir que estos continúen y avancen. Es el nivel de atención secundaria de la salud interrelacional. Hay varias intervenciones posibles que pueden instrumentarse para neutralizar o resolver el conflicto; si estos fracasan, puede llegar a derivar a otras instancias que superan la institución educativa que pueden trasladar las acciones a especialistas de la salud mental e incluso a la instancia policial y/o judicial. Consideraremos en los siguientes capítulos los procedimientos para resolver los conflictos. Aquí nos focalizaremos en lo que podríamos llamar la atención primaria de la salud relacional, cómo hacer para retrotraer el conflicto interrelacional al ámbito de la paz, es decir, como recuperar la armonía perdida y principalmente de qué manera estimular los procesos de pacificación para impedir el conflicto.

Figura 1: Modelo general del continuo paz-guerra

Reconciliación

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