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Conflicto en el aula

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Al entrar al aula, luego del segundo recreo, los chicos estaban alborotados. Uno de ellos lloraba desconsoladamente. Se trataba de Luis, un alumno de siete años, delgado y pequeño. Alrededor de él revoloteaban sus compañeros curiosos e inquietos, mientras, a los gritos, llamaban a la maestra. Cuando ella llegó, con cierto esfuerzo consiguió que todos se sentaran en sus lugares. La docente procuró, con dificultad, llegar hasta Luis a través del poco espacio libre. El niño continuaba llorando angustiado; después de algunos minutos dedicados a apaciguarlo, consiguió hablar. Contó que en el recreo otro niño de doce años, Juan, de físico imponente, le dijo que si no le daba cinco pesos le iba a pegar. Luis estaba aterrorizado. Otros días había tenido dinero y evitado la golpiza, pero ese día no tenía con qué pagar.

La docente se sintió muy molesta al percibir cómo una atrocidad de ese tipo estaba ocurriendo. Otros quince chicos confesaron que a ellos también Juan los golpeaba cuando no le pagaban. “¿Eso pasa en los recreos?”, preguntó furiosa. “¿Qué más ignoramos los docentes?”, reflexionó. Miró a Juan con dureza y le ordenó que se acercara al escritorio. Lo reprendió severamente, ante la mirada displicente y cierta actitud insolente del muchacho. “¿Qué más debo hacer?”, se cuestionó la maestra.

Juan fue disciplinado tres veces y otras tantas su mamá fue citada por la maestra, la directora y la asistente social, sin nunca aparecer. Por lo tanto, hizo una nueva citación, sabiendo que sería en vano, ya que el muchacho está habituado a esas convocatorias y a la familia no le importan.

Al otro día, mientras los docentes y los alumnos estaban en el pequeño patio del colegio, observaron un nuevo episodio de violencia. Juan estaba golpeando a un chico de cuarto año. La maestra intervino tomando del brazo al agresor, sacándolo del patio y llevándolo a la dirección, mientras el niño luchaba fuertemente por liberarse, lanzando golpes en todas direcciones, totalmente fuera de control. La maestra, una mujer de 35 años, trataba de no quebrarse, mientras sentía todas las miradas de alumnos y colegas sobre ella, pensando para su interior, “¿En qué me he convertido? ¿Soy una maestra o un policía? ¿Cómo se puede trabajar en estas condiciones? ¿Qué pasará con este chico en el futuro si ahora actúa como un delincuente? ¿Cómo se podrá ayudarlo?”

Estos episodios ocurrieron en una escuela de educación básica con ruralidad urbana de segundo grado, en un distrito del Gran Buenos Aires. El colegio cuenta con una infraestructura limitada, con falta de aulas para albergar a todos los cursos. Los grupos de segundo grado comparten un salón pensado como biblioteca, donde reúne cada mañana 72 niños, cuando debería tener como máximo 36 alumnos. El espacio es insuficiente (los chicos están hacinados) y generalmente está sucio, por el trabajo de los albañiles. Los niños provienen de una comunidad circundante, carenciada, de clase media-baja. La institución escolar provee guardapolvos, zapatillas, útiles escolares elementales y servicio de comedor diario (ver Barreiro, 2007, pp. 54-56).

Escenas como estas y aún peores ocurren continuamente en el escenario de la convivencia cotidiana, tanto en la escuela como en otros ámbitos, exhibiendo la hegemonía del conflicto e infligiendo a las relaciones dolores, traumas y perturbaciones. Las fuerzas de la destrucción perseveran en su lucha contra los frágiles andamiajes sociales. ¿Qué hacer? ¿Cómo tratar los conflictos en las relaciones humanas? ¿Cómo impedir las crueldades y brutalidades? ¿De qué manera curar las heridas originadas en las batallas de las desa­venencias personales? Responder estos interrogantes son los objetivos de este libro. Consideraremos cómo mantener la concordia y reparar los vínculos dañados, y qué hacer para superar la discordia por la vía de la reconciliación.

Reconciliación

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