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Ecología, lenguajes de valoración y territorialidades en pugna
ОглавлениеTampoco se trata de una moda o de un negocio de poco tiempo, ¿cuántos años hace que Chile, por ejemplo, vive del cobre? Según la ONUDI, el promedio de un proyecto minero es de treinta años. La idea es aprovechar nuestra orografía, queremos potenciar el desarrollo de cada provincia para diagramar un modelo productivo sustentable con base en los recursos naturales locales. En las provincias mineras no se puede hacer soja o carne o pasar de un grano a otro según el precio del mercado. La mayoría del territorio es un desierto de piedra.
Jorge Mayoral, secretario de Minería de la Nación, Clarín, 18 de febrero de 2007
En el departamento de Iglesia había un pueblito, un pueblo que se llama Tudcum, creo que tiene quinientos habitantes, es muy chiquito el pueblito. Que vive del tema de la agricultura, cría de animales, la animalería: lo que es cabras, vive de eso. Y empezaron a pasar los camiones. Y las casas de ahí son muy viejas, son con adobe, son de barro cocido, con postigos, que se le llama tapias. Y los animales andan por la calle: el burro, los burritos andan por la calle caminando. Es como… un pueblo muy tranquilo. Y empezaron a pasar los camiones. Entonces dijeron: “No, ¿por qué pasan por ahí? No se dan cuenta de que pasan niños; de que los niños andan tranquilos por las calles, caminan, no pasa nadie…”. Entonces, la empresa minera les regaló las bandas fosforescentes para que se vean en la noche. […] para que se la ponga la gente, sobre todo los chicos, cuando salieran de noche, para que los pudieran ver los camiones. Y agarraron la gente, y se las empezaron a poner a los burros, a los perros. Porque dentro de todo, la gente tiene razonamiento, dice: “Bueno, si voy a cruzar, cruzo por la orilla”, pero los burros no tienen esa inteligencia para… entonces se las empezaron a poner a ellos. Entonces la empresa minera dijo: “¡No, esta gente se está burlando de nosotros! Cómo les van a poner bandas fosforescentes al burro, a los animales…”. entonces, lo que pasa es que la riqueza de esta gente es el burrito, porque le trae la leña, porque le trae las cosas que cosechan, sus cosas; porque lo tiene para la ganadería, para cuidar las cabras: para eso les sirve. Ésa es su riqueza. No la riqueza de “ellos”…
Entrevista a un integrante de la Asamblea de Vecinos Autoconvocados de Calingasta, San Juan, abril de 2007
En El ecologismo de los pobres el reconocido ecologista catalán Joan Martínez Allier (2004) propone distinguir entre tres corrientes del ecologismo: el culto de la vida silvestre, el credo ecoeficientista y el movimiento de justicia ambiental. La primera corriente se preocupa por la preservación de la naturaleza silvestre; es indiferente u opuesta al crecimiento económico, valora negativamente el crecimiento poblacional y busca respaldo científico en la biología de la conservación. De ahí que su accionar se encamine a crear reservas y parques naturales en aquellos lugares donde existen especies amenazadas o sitios caracterizados por la biodiversidad. Grandes organizaciones internacionales conservacionistas, muchas veces poco respetuosas de las poblaciones nativas, se instalan en este registro biocéntrico. Su expresión más extrema es la “ecología profunda”, ilustrada por el millonario Douglas Tompkins, quien compró enormes extensiones de tierra en la Patagonia chilena y argentina, así como en los esteros del Iberá (debajo del cual se encuentra el acuífero Guaraní), y sueña con crear un paraíso, despojado de fronteras nacionales y de seres humanos.
La segunda corriente y quizá la dominante dentro del universo de las ONG y ciertos gobiernos del Primer Mundo es el ecoeficientismo, que postula el uso eficiente de los recursos naturales y el control de la contaminación. Sus conceptos clave son “modernización ecológica”, “desarrollo sustentable” y, de manera más reciente, “industrias limpias”, entre otros. En la base de esta concepción subyace la idea de que “las nuevas tecnologías y la internalización de las externalidades son instrumentos decisivos de la modernización ecológica. Ésta tendría dos piernas; una económica, ecoimpuestos y mercados de permisos de emisiones; otra, tecnológica, apoyo a los cambios que lleven al ahorro de energía y materiales. […] Desde esta perspectiva, la ecología deviene así la ciencia que sirve para remediar la degradación causada por la industrialización” (Martínez Allier, 2004: 21-31).
Por otro lado, el “desarrollo sustentable”, acuñado en los 80, fue un concepto introducido en la agenda global a partir de la publicación del documento Nuestro futuro común en 1987 y luego de la cumbre de Río, en 1992. El mismo subraya la preocupación por el cuidado del medio ambiente y la búsqueda de un estilo de desarrollo que no comprometa el porvenir de las futuras generaciones. Este concepto trajo consigo otros que luego fueron puestos en discusión, como el de “responsabilidad compartida, pero diferenciada”; el principio “el que contamina, paga” y el “principio precautorio” (Guimaraes, 2006), que fueron tratados en la cumbre de Johannesburgo, en 2002. Sin embargo, pese a la puesta en agenda de la problemática ambiental y las diferentes discusiones acerca de lo que se entiende por desarrollo sustentable o “durable”, los veinte años que pasaron entre una cumbre y otra pusieron de manifiesto el fracaso de aquellas visiones que consideran la posibilidad de un estilo de desarrollo sustentable a partir del solo avance de la tecnología. Así las cosas, los males producidos por la tecnología se resolverían tanto a partir de la aplicación de mayor tecnología, al tiempo que implicarían la promoción de una “acción socialmente responsable” tanto de los Estados como de las empresas. El movimiento en pos del desarrollo sustentable terminó por capitalizar parcialmente “la pasión del movimiento ecologista”, convirtiéndola en “acción por el progreso a través del financiamiento de proyectos de trabajo en función del ambiente y gracias al opacamiento de las contradicciones e inconsistencias que el concepto de desarrollo sustentable alberga” (Mora, citado por Armando Páez, 2004). En todo caso, este proceso muestra el pasaje hacia un campo minado, pues si en un comienzo el concepto tuvo una gran potencia disruptiva (pretendía marcar un “límite” al crecimiento, sentando la base de nuevos derechos), su reapropiación por parte de las fuerzas del mercado ha terminado por otorgarle otros sentidos.
En definitiva, como lo muestra de manera paradigmática la minería a cielo abierto, en nombre del “desarrollo sustentable”, las posiciones ecoeficientistas proponen plantear debates que luego eluden hábilmente y, en función de una visión supuestamente democratizante, actúan con el pragmatismo propio de la racionalidad instrumental, hasta confundirse e identificarse con los poderosos intereses económicos en juego.
La tercera posición es la que representa el movimiento de justicia ambiental, o lo que Martínez Allier bautizó como “ecología popular”. Con esto nos referimos a una corriente que crece en importancia y coloca el acento en los conflictos ambientales, que en diversos niveles (local, nacional, global) son causados por la reproducción globalizada del capital, la nueva división internacional y territorial del trabajo y la desigualdad social. Esa corriente llama la atención acerca del desplazamiento geográfico de las fuentes de recursos y de los desechos desde los países del norte hacia el sur. “Esto crea impactos que no son resueltos por políticas económicas o cambios en la tecnología, y por lo tanto caen desproporcionadamente sobre algunos grupos sociales que muchas veces protestan y resisten (aunque tales grupos no suelen llamarse ecologistas” (27). Esta tercera corriente, que hoy se halla en plena expansión en los países del sur, al compás de la explosión de los conflictos socioambientales, agrupa no sólo a organizaciones indígenas y campesinas sino cada vez más a poblaciones urbanas, que por lo general desconocen el lenguaje ambientalista, pero comienzan a activar un lenguaje de valoración divergente, en oposición a la concepción binaria que desarrollan las grandes empresas, en alianza con los diferentes gobiernos (nacional y provinciales) respecto de la tierra y el territorio.
En este sentido, el desarrollo de la minería metalífera a gran escala puede pensarse como un ejemplo paradigmático en el cual una visión de la territorialidad se presenta como excluyente de las existentes (o potencialmente existentes), generando una “tensión de territorialidades” (Porto Gonçalvez, 2001). En efecto, el discurso de las empresas transnacionales y los gobiernos suele desplegar una concepción binaria del territorio, sobre la base de la división viable/inviable, que desemboca en dos ideas mayores: por un lado, la de “territorio eficiente”; por otro, la de “territorio vaciable”, en última instancia, “territorio sacrificable”.
Estos conceptos, que se encuentran en la base del discurso del poder político y económico, han tenido una temporalidad diferente. En primer lugar, en el marco de las transformaciones llevadas a cabo durante los 90, los gobiernos instrumentaron la idea de “territorio eficiente”, para traducir una manera distinta de concebir el espacio geográfico nacional, desplazando así la idea de un modelo global de territorio subsidiado desde el Estado (Vaca y Cao, 2004). Esto significó, en muchos casos, el desmantelamiento de la red de regulaciones que garantizaban un lugar a las economías regionales en las economías nacionales. Como consecuencia de ello, la viabilidad o inviabilidad de las economías regionales pasó a medirse en función de la tasa de rentabilidad.11
En segundo lugar, de manera más reciente, la expansión de megaemprendimientos fue instalando la idea de que existen territorios vacíos o “socialmente vaciables”, con el fin de poner bajo el control de las grandes empresas una porción de los bienes naturales presentes en esos territorios. En términos de Robert Sack (1986), esto se produce cuando el territorio carece de artefactos u objetos valiosos desde el punto de vista social o económico, con lo cual éstos se consideran “sacrificables” dentro de la lógica del capital. La eficacia política de estas visiones aparece asociada al carácter de los territorios en los cuales, por lo general, tienden a implantarse los megaproyectos mineros: zonas relativamente aisladas, empobrecidas o caracterizadas por una escasa densidad poblacional, todo lo cual construye escenarios de fuerte asimetría social entre los actores en pugna. Así, las comunidades allí asentadas son negadas e impulsadas al desplazamiento o desaparición y sus respectivas economías locales minimizadas, en nombre de la expansión de las “fronteras”.
En un país como la Argentina, el concepto de “territorio vacío” aparece también asociado a la idea de “desierto”, imagen de fuerte carga histórica y simbólica que fue empleada para justificar la expansión de la frontera en la Patagonia, eliminando las poblaciones indígenas e imponiendo un modelo de Estadonación, bajo el discurso de un progreso homogeneizante y de integración socioeconómica al mercado internacional. En la actualidad, pareciera ser que habría un retorno de esa estrategia en la medida en que la resignificación del concepto de “desierto” y la valorización de esos territorios caracterizados por sus paisajes primarios y sus grandes extensiones permitiría justificar la construcción de una territorialidad que excluye las otras existentes. Funcionarios del gobierno nacional y provincial utilizan esta “metáfora” tan arraigada en el imaginario político y cultural argentino para plantear, incluso, la minería a gran escala como única alternativa productiva en regiones donde impera el “desierto de piedra” (Mayoral, 2007). Esta misma estrategia también es utilizada hoy para justificar la venta de extensos territorios en la Patagonia argentina a empresas y propietarios extranjeros, que incluyen, en algunos casos, pueblos enteros, así como el acceso exclusivo a ríos y lagos. De esta manera, la afirmación de que existen regiones marcadas históricamente por la pobreza y la vulnerabilidad social, con una densidad poblacional baja, que cuentan con grandes extensiones de territorios “improductivos”, facilita la instalación de un discurso productivista y excluyente, al tiempo que constituye el punto de partida de la conformación de diferentes “lenguajes de valoración” en torno al territorio, en el proceso de movilización de las comunidades afectadas. La definición de lo que es el territorio, más que nunca, se convierte así en el locus del conflicto.
En el caso de los movimientos contra la minería a cielo abierto, las acciones presentan un carácter defensivo, iniciándose con reclamos puntuales. Sin embargo, en la misma dinámica de lucha esos movimientos tienden a ampliar y radicalizar su plataforma representativa y discursiva, incorporando otros temas, como el cuestionamiento al modelo de desarrollo predominante y la exigencia de la desmercantilización de aquellos bienes considerados comunes. En ese proceso de confrontación, la construcción de la territorialidad se va cargando de nuevas (re)significaciones y diferentes valoraciones, en contraste con las concepciones generalmente excluyentes que motorizan tanto los gobiernos como las empresas transnacionales.
En este sentido, la potenciación de un lenguaje de valoración divergente sobre la territorialidad pareciera ser más inmediata para el caso de las organizaciones indígenas y campesinas. Sin embargo, los movimientos en contra de la minería a cielo abierto que se desarrollan en pequeñas y medianas localidades de la zona cordillerana y precordillerana del país poseen un registro previo a partir del cual (re)construir mediaciones que conduzcan a la idea de “comunidad de vida y territorio”, en función de la defensa de un estilo de vida que subraya un vínculo más estrecho e inmediato entre paisaje, historia larga de la región, defensa del medio ambiente y oportunidades económicas. Aun más, para el caso argentino, este proceso de construcción de la territorialidad (o de reterritorialización) exhibe de manera progresiva una afinidad electiva con la cosmovisión de los movimientos campesinos e indígenas, históricamente invisibilizados y relegados al margen de la sociedad.
Por último, en la Argentina las movilizaciones socioambientales en contra del actual modelo minero (explotación a cielo abierto) se han venido organizando bajo la forma de “asambleas” de vecinos o de ciudadanos autoconvocados. Desde sus inicios, la composición de las mismas ha venido reflejando un carácter heterogéneo y multisectorial, con una presencia importante de las clases medias (de sectores profesionales, quienes suelen ser los encargados de proponer-elaborar un saber experto independiente), así como de organizaciones campesinas e indígenas (que cuentan con saberes propios por su particular relación con la tierra y el territorio). Son precisamente estos procesos de movilización asamblearia los que han ido conduciendo a una concepción de la territorialidad, opuesta al discurso ecoeficientista y a la visión desarrollista, propia de la narrativa dominante.
Sin embargo, antes de reconstruir algunos de los hitos que dan cuenta de las etapas de formación y articulación de estos movimientos (ver el artículo sobre el tema de Svampa, Sola Álvarez y Bottaro, en este volumen), tratemos de bucear cuáles son las estrategias o núcleos discursivos que se sobreimponen a esta concepción de “territorios sacrificables”.