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INTRODUCCIÓN Hacia una discusión sobre la megaminería a cielo abierto

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Maristella Svampa y Mirta Alejandra Antonelli

Aunque con diferente alcance y envergadura, tres parecen ser los “modelos de desarrollo” que caracterizan la Argentina contemporánea: el modelo agrario, el industrial y el extractivo-exportador. Mientras que los dos primeros han sufrido drásticas transformaciones en las últimas décadas, y continúan operando de manera explícita o implícita como narrativa social fundamental y horizonte de expectativas de nuestras sociedades, el perfil del tercero, ligado a la explotación de los recursos naturales, pese a su expansión exponencial, aparece desdibujado y apenas está presente en el imaginario cultural de los argentinos.

En este libro colectivo, Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales, nos abocamos al análisis de una faz poco explorada de este proceso, ligada a la expansión del modelo minero en la Argentina. Ciertamente, el paradigma extractivista cuenta con una larga y oscura historia en América Latina, marcada por la constitución de enclaves coloniales, altamente destructivos de las economías locales y directamente relacionado con la esclavización y el empobrecimiento de las poblaciones. El símbolo de esta cultura de la expoliación ha sido sin duda Potosí, en la vecina Bolivia, que a partir del siglo XVI supo alimentar las arcas y contribuir al temprano desarrollo industrial de Europa. Ahora bien, pese a que la explotación y exportación de bienes naturales no son actividades nuevas en nuestra región, resulta claro que en los últimos años del siglo XX, y en un contexto de cambio del modelo de acumulación, se ha venido intensificando la expansión de proyectos tendientes al control, la extracción y la exportación de bienes naturales a gran escala. La megaminería a cielo abierto es un ejemplo elocuente. Como señala Anthony Bebbington (2007), ya en el período 1990-1997, mientras la inversión en exploración minera a nivel mundial creció 90%, en América Latina aumentó 400%. En consonancia con ello, durante los 90 la mayor parte de los países latinoamericanos involucrados llevaron a cabo una profunda reforma del marco regulatorio, para conceder amplios beneficios a las grandes empresas transnacionales, que ya vienen operando a escala global. Esa reforma fue respaldada por diferentes organismos internacionales (Banco Mundial, BID, entre otros), a fin de facilitar, promover y garantizar el auge regional de la nueva minería.

En este marco, la expansión del modelo extractivo-exportador (como la relativa al de agronegocios) no puede comprenderse sin involucrar también la perspectiva histórica y, muy especialmente, la política de privatizaciones. En efecto, es necesario recordar que la política de privatizaciones estuvo orientada no sólo hacia los servicios públicos sino también hacia los hidrocarburos y, de manera más amplia, hacia la totalidad de los recursos naturales. Así, por ejemplo, mediante diferentes reformas constitucionales y legislativas las nuevas normas jurídicas institucionalizaron la autoexclusión del Estado como agente productivo y la consecuente exclusividad del sector privado como único actor autorizado a explotar los recursos naturales.

Se sentaron entonces las bases del Estado metarregulador, lo cual implicó la generación de nuevas normas jurídicas que garantizaron la institucionalización de los derechos de las grandes corporaciones así como la aceptación de la normativa creada en los espacios transnacionales. En menos de diez años, las grandes compañías transnacionales hegemonizaron el mapa socioproductivo en el sector minero, pesquero, petrolero, entre otros. El fenómeno de reprimarización de la economía, basado en la explotación de los recursos naturales no renovables por parte de actores transnacionales y sus socios locales, estaba en marcha.

En este sentido, resulta importante destacar cuatro cuestiones mayores, que recorren y dan encarnadura específica a este libro. En primer lugar, aclarar a qué tipo de minería hacemos referencia cuando hablamos de nueva minería o minería a gran escala. Aun si las consecuencias económicas pueden ser homologadas, lejos estamos de aquella minería de socavón, propia de otras épocas, cuando los metales afluían en grandes vetas, desde el fondo de las galerías subterráneas. En la actualidad, los metales, cada vez más escasos, se encuentran en estado de diseminación y sólo pueden ser extraídos a través de nuevas tecnologías, luego de producir grandes voladuras de montañas por dinamitación, a partir de la utilización de sustancias químicas (cianuro, ácido sulfúrico, mercurio, entre otros) para disolver (lixiviar) los metales del mineral que los contiene. En suma, lo particular de este tipo de minería (a cielo abierto), diferente de la tradicional, es que implica niveles aun mayores de afectación del medio ambiente, generando cuantiosos pasivos ambientales, al tiempo que requiere tanto un uso desmesurado de recursos –entre ellos el agua y la energía, imprescindibles para sus operaciones– como la intervención de manera violenta en la geografía de los territorios para la explotación.

En segundo lugar, si las implicaciones socioambientales son ciertamente gravosas y nos colocan ya en el centro de un paradigma productivista, sumamente cuestionado desde diferentes vertientes del pensamiento (ecología política, indigenismo, economía social), a esto hay que añadir que lejos también estamos de asistir a la expansión de un modelo “nacional” de desarrollo. Antes bien, en nuestro país la expansión y el control de la nueva megaminería a cielo abierto es potestad exclusiva de las grandes empresas transnacionales, gracias al marco regulatorio sancionado en los 90 y confirmado por las sucesivas gestiones (desde Carlos Menem, pasando por Néstor Kirchner, hasta Cristina Fernández de Kirchner). Así, la reprimarización de la economía auguraba que, en el curso de pocos años, el Estado nacional consagraría a la megaminería, incluida la uranífera destinada a energía, “planes estratégicos” declarados de interés público por el gobierno argentino.

La continuidad de la política, el involucramiento de la estructura del Estado nacional y, por supuesto, el compromiso aún mayor de sus homólogos provinciales demuestran hasta qué punto este tipo de minería se ha convertido en política de Estado. Como se afirma en uno de los artículos de este libro, un ejemplo por demás elocuente de ello es el veto presidencial producido a fines de 2008 a la ley de protección de los glaciares (ley 24.618), votada por una amplia mayoría del Congreso Nacional, y que constituye de parte del actual gobierno un claro gesto de apoyo a los intereses de la minería transnacional, en este caso en favor de la compañía Barrick Gold. A través del proyecto binacional Pascua-Lama, compartido con Chile, esta empresa se encamina a desarrollar una explotación de oro y plata sobre los glaciares de altura en la región cordillerana. Asimismo, en diciembre de 2008 la presidenta Cristina Fernández de Kirchner declaraba de “interés nacional” la explotación de potasio en Mendoza, por parte de la transnacional Rio Tinto; antes de conocerse el informe de impacto ambiental, y de manera simultánea en diciembre último, entregaba a esa empresa 60 hectáreas en el puerto de Bahía Blanca. En tal sentido, y sin minimizar el papel protagónico de los estados provinciales, no cabe duda de que ha sido y es el gobierno nacional el que ha ratificado y fortalecido la megaminería, poniendo todo el aparato del Estado, sus instituciones, al servicio del modelo minero.

El tema no es menor porque si bien, como hemos dicho, lejos estamos de cualquier tipo de “modelo de desarrollo nacional”, esto no ha sido impedimento para que el Estado asumiera una narrativa desarrollista, en consonancia con las grandes empresas trasnacionales, en busca de la legitimación social del modelo y en nombre de una “responsabilidad social”, que oculta de manera sistemática los graves impactos sociales y ambientales de tales emprendimientos. Claro que esta narrativa desarrollista no es exclusiva de la Argentina. En efecto, en los últimos años, la expansión vertiginosa del modelo extractivoexportador, del modelo de agronegocios y los grandes proyectos de infraestructura de la cartera del IIRSA han traído consigo en gran parte de la región latinoamericana una suerte de “ilusión desarrollista” (Svampa 2008a), habida cuenta que, a diferencia de los años 90, las economías se han visto favorecidas por los altos precios internacionales de los productos primarios (commodities), como se refleja en las balanzas comerciales y el superávit fiscal. La eficacia simbólica de esta narrativa puesta al servicio del “desarrollo” no puede ser desestimada, muy especialmente luego del largo período de estancamiento y regresión económica de las últimas décadas. Antes bien, ella propiciará el despliegue de nuevos esquemas binarios, que buscarán retrazar una distancia entre el ayer de la crisis y el presente productivo, devenido futuro promesante (Antonelli, 2007a). De modo que, en esta coyuntura favorable, a menos hasta la actual crisis económica internacional, no son pocos los gobiernos de la región que han relegado en un segundo plano o sencillamente escamoteado las discusiones acerca de los modelos de desarrollo posible, habilitando así el retorno en fuerza de una visión productivista.1

Convengamos que se ha escrito mucho acerca de las dificultades que una gran parte de los movimientos sociales actuales tienen para comprender e involucrarse en la compleja dinámica de reconstrucción del Estado, en el marco de procesos nacionales caracterizados por una fuerte retórica antineoliberal. Incluso se ha criticado la visión simplificada y, por momentos, dogmáticamente autonómica de movimientos y organizaciones sociales, proclives a ignorar las ambivalencias y los dilemas que afrontan aquellos gobiernos que hoy supuestamente se proponen como objetivo un cambio en las relaciones de fuerza social. Sin embargo, muy poco se ha hablado acerca de la narrativa desarrollista que hoy sobrevuela el continente, asociada especialmente al paradigma extractivista, y del ocultamiento de las consecuencias que estas dinámicas conllevan tanto en términos de reconfiguración productiva como de horizonte de expectativa social.

Hay que destacar que la Argentina no posee un pasado minero importante, como efectivamente sucede con otros países latinoamericanos, como Chile, Bolivia y Perú. Sin embargo, debido a las posibilidades de explotación que ofrecen estas nuevas tecnologías, en la actualidad nuestro país ocupa el sexto puesto en el mundo en cuanto a su potencial minero, y los informes consignan que 75% de las áreas atractivas para la minería todavía no han sido sometidas a prospección. No obstante, pocos argentinos están al tanto de que la actividad minera proyecta extenderse por toda la larga franja cordillerana, precordillerana y zonas montañosas, desde el norte del país hasta el extremo sur de la Patagonia. Si hemos de seguir los escasos datos aportados por la Secretaría de Minería, visiblemente interesada en mostrar el crecimiento espectacular del sector (la mirada productivista), pero ocultando información fundamental sobre la descripción y el estado de avance de los proyectos, entre 2003 y 2007 el total de inversiones acumuladas en el país fue multiplicado por más de ocho: pasó de 660 millones de dólares a 5.600 millones de dólares. El crecimiento acumulado de proyectos fue más increíble todavía: aumentó un 740% en esos cuatro años, para llegar en 2007 a un total de 336 proyectos, en diferentes grados de avance. De este modo, aunque en el presente el modelo minero posee un rol “subordinado” o “secundario”, su proceso de implementación presenta características vertiginosas y muy similares a las de otros países latinoamericanos, hechos que favorecen la desinformación y dificultan, por ende, la discusión pública sobre la problemática.

En esta misma línea, en la medida en que nuestro país no proviene de una economía minera a gran escala, el modelo minero presenta una particular producción sociodiscursiva y cultural a nivel de todos los actores involucrados. Ésta es una diferencia cualitativa que aporta una especificidad al escenario de las transformaciones en la Argentina, y que abordamos en este libro. Por ello, a diferencia de otros “modelos de desarrollo” que, más allá de sus transformaciones, se sitúan en la “continuidad imaginaria” (un país agrario) o en el “retorno de la normalidad” (la Argentina industrial), el modelo ligado a la megaminería a cielo abierto requiere no sólo inscribirse en las significaciones del presente modelando visiones de futuro sino fundar un linaje, una genealogía honorable y unos mitos de origen, para volver deseable y razonable la “Argentina minera”. En función de ello, como afirmamos en uno de los capítulos de este libro, el de Mirta Alejandra Antonelli, adquieren especial importancia las estrategias narrativas, argumentativas, retóricas y dramatológicas (o de puestas en escena) mediante las cuales se construye, enuncia y visibiliza la legitimidad dominante del modelo minero y su autorización estatal en discursos público-mediáticos de actores hegemónicos.

Por otro lado, muy poco se ha hablado de las resistencias sociales que han venido generando los emprendimientos mineros a lo largo de nuestra extensa geografía. Así, uno de los datos novedosos, al compás del crecimiento de los conflictos ambientales, es precisamente el surgimiento de numerosas organizaciones de autoconvocados, en más de quince provincias argentinas, organizaciones que adoptan un formato asambleario. En la actualidad, existen unas setenta asambleas de base, nucleadas desde 2006 en la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) y erigidas hoy en verdaderos territorios de resistencia. Como será dicho en varias oportunidades en este volumen, la primera experiencia –exitosa, por cierto– desarrollada por una población para evitar la instalación de una explotación minera fue protagonizada por los vecinos de Esquel, provincia del Chubut, en 2003. Sin embargo, la experiencia que tuvo el mérito de colocar en la agenda pública la nueva cuestión socioambiental, a nivel nacional, fue Gualeguaychú, entre 2005 y 2006, a causa del conflicto por la instalación de las pasteras sobre el río Uruguay, que trajo como correlato un enfrentamiento sordo entre el gobierno argentino y el de la República del Uruguay. Recordemos que este conflicto fue considerado por el entonces presidente Néstor Kirchner, en 2006, como una “causa nacional”; pese a que luego el propio gobierno de Cristina Fernández de Kirchner impulsaría activamente el cuestionamiento y hasta la demonización de la Asamblea Ambientalista de Gualeguaychú, muy especialmente a inicios de 2009, con el objeto de que levantaran el corte al puente internacional que une la Argentina con Uruguay, luego de casi dos años de bloqueo. Por paradójico que pueda parecer, la instalación de la agenda socioambiental, capitalizada políticamente por el gobierno de los Kirchner, lejos estuvo de servir a la apertura de la discusión de otras causas socioambientales; antes bien, sirvió para el ocultamiento y la denegación de otros conflictos que ya comenzaban a recorrer a diferentes provincias argentinas, a raíz de la introducción del modelo minero.

Como afirmamos en este volumen, los nuevos movimientos contra la minería a cielo abierto son conscientes de que han sido arrojados a un campo de difícil disputa y de posiciones claramente asimétricas, en el cual los adversarios van consolidando cada vez más una densa trama articulada, con efectos multiplicadores y complejos, en pos de la legitimación del modelo minero. Así, el correlato del dispositivo hegemónico, puesto al servicio de un modelo de desarrollo, va desde el avasallamiento de los derechos de las poblaciones –entre ellos, los derechos territoriales de las poblaciones indígenas, reconocidos por los más diversos tratados internacionales incluidos en nuestra Constitución Nacional–, la destrucción de patrimonios arqueológicos, la instalación de explotaciones en zonas protegidas, hasta las más diversas estrategias de disciplinamiento, que incluyen desde la violación de procesos ciudadanos, por ejemplo, a través de la derogación de leyes prohibitivas de la minería o el silenciamiento a la población, impidiendo u obturando la posibilidad de llevar a cabo consultas populares en las comunidades afectadas. En este contexto, la megaminería a cielo abierto termina configurándose como una figura extrema, un suerte de modelo descarnado, en el cual las más crudas lógicas del saqueo económico y la depredación ambiental se combinan con escenarios regionales caracterizados por una gran asimetría de poderes, que parecen evocar la lucha desigual entre David y Goliat.2

En este sentido, resulta interesante destacar que, en los últimos años, este tipo de minería ha sido prohibida en Turquía (1997), República Checa (2000), Nueva Gales del Sur, Australia (2000), estado de Montana, Estados Unidos (1998) y los condados de Gunnison (2001), Costilla (2002) y Summit (2004) del estado de Colorado, Estados Unidos, y República de Alemania (2002). En América Latina, el único país que ha sancionado una ley prohibiendo la minería a cielo abierto con sustancias tóxicas es Costa Rica (2002). La lucha iniciada en 1997 contra la instalación de una empresa minera en Cotacachi, Ecuador, hizo que éste se convirtiera en el primer “cantón ecológico”, por ordenanza municipal. Luego, le siguieron mediante la vía de la consulta popular, Tambogrande, Perú (2002, el primer plebiscito por este tema en América Latina) y Esquel, Argentina (2003). En años recientes, se han realizado dos consultas más en Perú, Piura y Cajamarca (ambos en 2007) y tres en Guatemala: Sipacapa (2005), Huehuetenango (2006) e Ixtahuacan (2007).

Como veremos en este volumen, en nuestro país, luego de la consulta popular de Esquel, y gracias a la articulación de las resistencias, siete provincias argentinas han sancionado una legislación que prohíbe la minería, con algún o varios tipos de sustancias tóxicas. Sin embargo, como lo muestra de manera escandalosa el caso de La Rioja (donde la ley de prohibición a la megaminería fue sancionada en 2007 y derogada un año más tarde, por el mismo gobernador), en la Argentina las diferentes leyes provinciales lejos están de constituir una garantía absoluta, frente a los grandes intereses económicos en juego. Así, pese a la preocupación que existe en medios empresariales por la multiplicación de las resistencias y las nuevas legislaciones del no, las inversiones en minería han aumentado notablemente en el último año: como señalaba un medio especializado, en enero de 2009, con un lenguaje claramente productivista:

La exploración de riesgo en la actividad minera argentina marcó un nuevo pico histórico durante 2008. De acuerdo con datos oficiales, se perforaron 665.945 metros en todo el país, alcanzando un crecimiento del 11% respecto del año 2007 […] El volumen de reservas minerales desde 2003 a la actualidad se cuadruplicó, encontrándose nuevos potenciales yacimientos en las provincias de Santa Cruz, Neuquén, San Juan, Jujuy y Salta, entre otras. (http://puestaenobra.blogspot.com/2009/01/mineria-nuevo-record-para-el-sector-en.html)

Por último, la reticencia calculada desde el ámbito político-empresarial respecto de no propiciar condiciones para el debate público sobre el modelo extractivo exportador minero nos plantea preocupantes interrogantes sobre el escenario democrático argentino en relación con cuestiones centrales. La primera de ellas concierne a los procesos electorales, las prácticas de representación delegativa y la capacidad de injerencia y presión de las corporaciones sobre las decisiones ciudadanas y judiciales. La segunda involucra a la opacidad del Estado en cuanto a su obligación de garantizar a la ciudadanía el derecho al acceso a la información de interés público. Este aspecto reviste particular gravedad, por ejemplo, en lo que a las obras de infraestructura de IIRSA respecta, puesto que su carácter velado inhibe que se puedan producir y dar a conocer estudios de derechos humanos y medio ambiente. Asimismo, permite mantener en un cono de sombras los endeudamientos internacionales para su realización y el otorgamiento de fondos que los superpoderes destinan al ministerio de Obra Pública e Infraestructura, a cargo de Julio De Vido, para las obras que las empresas transnacionales requieren. Esta opacidad es la que posibilita, además, retóricas políticas y usos coyunturales: la del progreso y la celebración del Bicentenario, primero, y “el desafío para afrontar los efectos de la crisis internacional”, actualmente. Por último, preocupa también el casi monolítico silencio estratégico del Poder Ejecutivo Nacional ante los numerosos y fundados pedidos de informes sobre distintas problemáticas y hechos relevantes sobre la megaminería, en los que están involucrados actores empresariales, políticos y funcionarios públicos de distintas jurisdicciones y áreas del organigrama del Estado nacional y provinciales. En tal sentido obra en el Congreso Nacional un conjunto significativo de estos pedidos, elevados por diputados y senadores nacionales de distintas provincias y diferente extracción partidaria.3

El escenario así esbozado nos confronta, a manera de “termómetro de la democracia”, no sólo con la administración sesgada de la información por parte del Estado sino también con la capacidad de manejo de la información por parte de las empresas transnacionales. Más allá de la colonización del discurso público y la descalificación hacia las asambleas ciudadanas –constatación no menor para dar cuenta de los obstáculos para la construcción de agenda y el debate públicos–, resulta preocupante, a la vez que sintomático, el rol que están cumpliendo para la construcción de consenso social acrítico, empresas de medios de comunicación, tanto de alcance nacional, como de las provincias de la “Argentina, haciéndose minera”.

Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales

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