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Entrada, plato principal y postre

Todas las pasiones son buenas cuando uno es dueño de ellas, y todas son malas cuando ellas nos esclavizan.

JEAN ROSSEAU

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La vida es como el menú de un restaurante: hay unas opciones más tentadoras que otras, pero no siempre son las más saludables. Tú escoges lo que pondrás en tu plato. En una oportunidad una persona me comentó: “Antes de desgastarme en una lucha, lo pienso porque en esta vida hay que saber escoger las batallas”. Y es que desde pequeños nos han enseñado que uno nunca debe rendirse, que la esperanza es lo último que se pierde. Sí, estos pensamientos son bastante románticos y alentadores. Pero, ¿hasta qué punto pensar así nos estanca?

Lo cuestiono porque en el amor hay dos cosas básicas que debemos aprender para vivirlo de forma saludable: disfrutarlo sin miedo y sin complejos, pero a la vez saber cuándo renunciar por causa justificada. Y hoy se lo dedico a la segunda porque, muchas veces, caemos en la trampa de nuestros propios miedos.

Si estás en una relación en la que no respetan quién eres, tus principios se ven invalidados, te humillan (o más bien te humillas a ti misma), pierdes más de lo que ganas y te sientes emocionalmente drenada, al punto que ya no te reconoces, es evidente que no te conviene, independientemente del amor que exista.

El hecho de que sea bueno no necesariamente significa que sea bueno para ti.

Las personas suelen pensar que el amor debe ser incondicional, que si no se sufre no es verdadero amor. Pareciera ser que las novelas se han metido en nuestro interior, en nuestra psiquis, y terminamos pensando que si no sufrimos como las protagonistas, el amor que vivimos no es verdadero ni apasionado. Una suegra horrenda, una cuñada que nos odia, intereses que no nos permiten conocer a la familia de nuestro enamorado, diferentes clases sociales, etc., etc. A menudo escuchamos decir: “A pesar del daño que nos hacemos, nos amamos demasiado y eso es lo que importa”. “En el afán de conservar el objeto deseado, la persona dependiente, de una manera ingenua y arriesgada, concibe y acepta la idea de lo ‘permanente’, de lo eternamente estable. El efecto tranquilizador que esta creencia tiene para los adictos es obvio: la permanencia del proveedor garantiza el abastecimiento. Aunque es claro que nada dura para siempre (al menos en esta vida el organismo inevitablemente se degrada y deteriora con el tiempo), la mente apegada crea el anhelo de la continuación y perpetuación ad infinitud: la inmortalidad”.11

Pensar, como lo explica Walter Riso, en un amor inmortal, eterno e indestructible, una especie de ave fénix que resucita permanentemente de las cenizas del desamor o del despecho, es una de las creencias más comunes de los enamorados del amor, pero es un concepto que no hace para nada bien a quienes lo padecen.

Amarse demasiado, necesitarse, buscarse apasionadamente, atraerse, tener piel es muy bonito pero yo me pregunto: ¿de qué sirve amarse tanto, si ese amor te cae mal y poco a poco te está destruyendo? Estas relaciones son como la comida chatarra que nos encanta, sabe riquísimo y puede convertirse en una adicción. Como un combo de comida rápida es de lo más tentador, nos satisface en el momento, pero en el fondo no le hace bien a nuestro cuerpo. Ser adictas a un amor que nos enferma, que no nos enseña a crecer, a volar, a depender de nosotras mismas, no es una actitud sana. A veces hay que aceptar que, a pesar de que amas al otro, estás mejor sin él.

Algunas personas están hechas para amarse, pero no para estar juntas. Y renunciar a una relación no significa que perdiste, que no crees en el amor o que eres una persona a la que no le gusta el compromiso. Todo lo contrario, significa que eres una persona sensata que está pensando en su salud y que cree en el amor verdadero: el amor sano y equilibrado. Aprender a perder es aprender a ganar, cuando aprendes la lección. Fracasar en tal caso sería no tener la visión para aprender de las caídas. Y parecería magia pero, al dejar de forzar las cosas sobre todo en el amor, automáticamente todo comienza a fluir.

Cuando somos jóvenes y aventadas, solemos pensar que entre más rápido nos emborrachamos mejor se disfrutan los momentos. De repente, nos encontramos mezclando todo tipo de licores; puede que hasta tomemos de los de más baja calidad, y ni hablar de los chatazos12 mortales. ¿El resultado? Una pérdida total de la conciencia, seguido de los comportamientos más vergonzosos, un terrible malestar y arrepentimiento.

Pero cuando pasan los años y tu cuerpo te pasa la factura de todos tus excesos, ocurre algo automático: ya no disfrutamos de emborracharnos, ahora queremos ser catadoras de vino… ¡y de los buenos! Así pasa en ocasiones con el amor. Cuando el amor es sano, puedes embriagarte de él que no te hará mal. Cuando el restaurante tiene una comida exquisita con buenos ingredientes, la comida que vas a comer es de excelente calidad y está sazonada con las mejores especias, puedes comer entrada, plato principal y postre que no te caerá mal. Así es el amor cuando es sano y fuerte, cuando no se enaltece, cuando sabe dar y recibir, cuando sabe hablar y callar, cuando sabe acompañar y ser, cuando ama y se deja amar. Cuando el amor es así, puedes comer todo de él que nada te hará daño. ¡Y qué mejor que sentarse a degustar un buen plato!

Es tu decisión si quieres seguir nutriéndote de comida chatarra. La vida es generosa, está llena de cosas sabrosas y saludables, pero jamás debes permitir que el amor se convierta en algo tóxico. Recuerda que esa persona a la que amas también tiene derecho a vivir plenamente. Sé que en ocasiones uno no sabe lo que tiene hasta que ya es muy tarde; pero también es cierto que no sabes lo que te estabas perdiendo hasta que le das una oportunidad a lo nuevo de entrar en tu vida.

Una cita contigo misma

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