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Los mandatos de género y el postfeminismo

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Los mandatos de género, que establecen simbólicamente lo “propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, la feminidad y la masculinidad, son un conjunto de representaciones, simbolizaciones y habitus,⁴ internalizados individualmente y compartidos socialmente, que instauran prohibiciones y prescripciones y conectan las dimensiones psicosexuales de la identidad al amplio rango de los imperativos sociopolíticos y económicos. Los mandatos de género son producto de la socialización, o sea, de la incorporación de la cultura y la resultante estructuración psíquica. Su eficacia reside en que estos mandatos socialmente se ofrecen como modelos identificatorios cuya cercanía o distancia a ellos opera para personas y grupos como una medida de la propia valía. La idea que nos hacemos de qué es “ser mujer” o qué es “ser hombre” está filtrada por todo el sistema de representaciones culturales que nos rodea, y se nos inculca desde la crianza con las prácticas, no siempre de manera consciente, y también con el lenguaje y los afectos. Nuestra identidad se va armando a partir de la incorporación y el aprendizaje de formas de percepción, significación y acción, que se organizan como procesos psíquicos y se constituyen en modalidades de acción internalizadas, todo ello mediado por instituciones sociales cuya función principal, casi nunca transparente, es el mantenimiento del statu quo. Además, esto ocurre en contextos particulares, de manera tal que la pertenencia étnica, la “raza”⁵ y el color de la piel, la clase social y la orientación sexual también inciden en el proceso de asunción del género, o sea, en asumirse como “mujer” o como “hombre”. Para analizar cualquier conducta humana es imprescindible, además de visualizar las tendencias sociohistóricas generales, tener una perspectiva que tome en cuenta esos otros elementos que intersectan con el género.⁶ No hay un sujeto unívoco o neutro, sino mujeres, hombres, cis⁷ y trans, así como personas con identidades no binarias, disidentes y queer que, a su vez, tienen edades y pertenencias étnicas diferentes, ocupan posiciones distintas (clase social) en zonas geopolíticas diferentes y, además, las diferencias derivadas de sus capitales sociales, económicos y culturales introducen fuertes distinciones entre ellas (Bourdieu 1998). Desde esta perspectiva “interseccional” se analiza cómo cada uno de dichos elementos impacta, y cómo se combinan y entrelazan (intersectan) con los demás. Aunque existen cuestiones que las jóvenes comparten generacionalmente, cada una encarna las marcas de su clase social y su pertenencia étnica, y no viven lo mismo las de bachillerato que las que ya trabajan como tampoco las que no estudian. Las jóvenes urbanas a quienes el acceso a la educación superior junto con la libertad sexual de los métodos anticonceptivos les abrieron un horizonte de potencialidades personales han sido las principales destinatarias del fenómeno cultural que se expresa en una subjetividad que ha recibido el nombre de postfeminista. Subrayo el término destinatarias porque hace ya muchos años han sido el público objetivo de la mercadotecnia de las industrias culturales, y las de la moda y la belleza.⁸

El término postfeminismo transmite simultáneamente una idea de superación del feminismo, pero también de que el feminismo ya llegó a su fin, incluso que falló. Es ambiguo, pues denota tanto el agotamiento de la política feminista como una expresión más avanzada del feminismo, y se suele interpretar de distinta manera en la academia que en los medios de comunicación (Genz y Brabon 2009).⁹ A finales de los años ochenta se empieza a hablar de postfeminismo en los medios de comunicación de algunos países europeos, Estados Unidos, Canadá y Australia, y su uso cobra fuerza en los noventa. Varias autoras analizan el postfeminismo, y retomo la interpretación de Angela McRobbie (2009), quien plantea que el repudio al feminismo fue alentado por los medios masivos de comunicación, las revistas femeninas, los programas de televisión y la literatura “chick lit”.¹⁰ Se calificaron de postfeministas las actitudes de muchas jóvenes que asumían una imagen de feminidad sexy y se comportaban de manera asertiva, con frecuencia diciendo: “Yo no soy feminista”, aunque en la práctica asumieran planteamientos feministas.

Así, a finales del siglo xx el término postfeminismo adquirió una connotación simultáneamente liberadora y despreciativa, y la subjetividad postfeminista se volvió una tendencia generacional entre muchísimas jóvenes de clase media de las urbes en los países desarrollados. Este proceso, que ocurre en esta etapa del capitalismo tardío en la que las transformaciones socioeconómicas y culturales del neoliberalismo han generado cambios en las maneras de sentirse “mujer” y sentirse “hombre”, a su vez impulsó una nueva dinámica relacional junto con una mayor visibilización de identidades no normativas (trans y queers). Surgieron nuevos códigos de conducta sexual y de apariencia física, que incidieron en la producción de un psiquismo distinto, y aparecieron nuevas personalidades. El ethos hedonista del neoliberalismo, tejido en torno a pautas de consumo y competencia alentadas mediáticamente, atravesó por igual tanto a mujeres jóvenes como a hombres jóvenes, y les ciudadanes pasaron a ser consumidores vueltos sobre su propia imagen. En este contexto de individualismo consumista ciertos reclamos feministas —como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo— empataron con un nuevo régimen de significados sexuales, y el discurso mediático dirigido a las jóvenes les ofreció una forma de igualdad, concentrada en la educación y el empleo, pero inserta en la cultura del consumo (Gill 2016). En los medios de comunicación masiva, las mujeres cis jóvenes empezaron a ser representadas como alivianadas, sexys y asertivas, proyectando imágenes de chicas sonrientes y “echadas para adelante” con sus escotes, tacones y uñas decoradas. El entramado de la visibilidad mediática de jóvenes atractivas y sexualizadas se llevó a cabo con el apoyo de la industria de la belleza y la moda. Las jóvenes postfeministas anhelaron ser autosuficientes, ganar dinero para consumir y, también, gustar y ser deseadas. Entre los modelos de feminidad postfeminista que ofrecieron los medios, Madonna encarnó la imagen paradigmática de “empoderamiento”, disfrute y orgullo de ser mujer, con su éxito económico, su confianza en sí misma y su hipersexualización.¹¹ En México Gloria Trevi intentó representar algo similar, con nefastas consecuencias.

El fenómeno postfeminista, muy de clase media urbana en países de Europa y en Estados Unidos, se difunde en clases medias y altas en otras regiones del mundo. En México, me tocó vivirlo a finales de los años noventa, cuando empecé a dar clases en el itam. En ese entonces, un amplio grupo de universitarias de clase media y alta asumía que el feminismo era algo del pasado, aunque disfrutaban de sus “triunfos” (la libertad sexual y el derecho a ser económicamente independientes); las más politizadas hablaban de “empoderamiento” y veían con buenos ojos las acciones afirmativas (como las cuotas en puestos políticos). Incluso entre quienes tomaban mi clase (Género y política) muy pocas se asumían feministas. En ese entonces lamenté, junto con otras colegas, que las jóvenes no se interesaran en el feminismo. Sin embargo, en 2013 me llevé una sorpresa. Una docena de jóvenes (algunas habían sido mis alumnas y seguían estudiando en el itam) me propusieron hacer un grupo de lectura en mi casa para analizar La mística de la feminidad de Betty Friedan, que cumplía ya medio siglo. ¡Qué extraño su interés por leer a la pionera de la Segunda Ola, y además hacerlo por fuera de la currícula académica! En ese momento, incluso en ese sector privilegiado de estudiantes, la postura calificada de postfeminismo era la generalizada y esas chicas eran una rareza. Ellas no se identificaban a sí mismas como postfeministas, sino como feministas, y crearon un grupo feminista en el itam al que nombraron “La Cuarta Ola”. Posteriormente escribirían acerca de su proceso (Meltis et al. 2014), y en ese texto se describen como jóvenes de entre 20 y 25 años, de clase media y alta, estudiantes de relaciones internacionales y ciencia política, provenientes de varios estados de la república y distintos entornos académicos y sociales. Pese a las diferencias por haber estudiado en escuelas católicas o laicas, compartían un común denominador: “el privilegio de una educación privada” (2014:119). Ellas mismas preguntan: “¿Por qué jóvenes formarían un grupo feminista? Parece algo del pasado” (2014:119).

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