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La Cuarta Ola

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Sin embargo, ya había un cambio en el aire, y sería precisamente con el epíteto “Cuarta Ola” que en distintas partes del mundo se empezaría a hablar de lo que parecía un resurgimiento feminista. Ya señalé que, en lugar de enmarcar el movimiento feminista a partir de generaciones, la perspectiva de Chamberlain acerca de la temporalidad afectiva da cabida a las cambiantes condiciones de los feminismos, que producen “una colisión de temporalidades que moldean impulsos intensos de acción política” (2017:52). Esto coincide con lo que señalan Goodwin, Jasper y Polleta (2007) en relación con el fenómeno de cómo en los movimientos sociales se dan convergencias de emociones, que sirven para unir voluntades e impulsan el activismo. Un indicio muy citado como inicio de la Cuarta Ola es la “Marcha de las Putas” (Slut Walk) que se llevó a cabo en varios países en 2011. A pesar del nombre, no se trata de una marcha de trabajadoras sexuales sino de todo tipo de mujeres para protestar que se justifique la violencia sexual con el pretexto de la apariencia provocadora de las víctimas. El comentario escandaloso de un policía —“Las mujeres deben evitar vestirse como putas para no ser víctimas de la violencia sexual”— encendió en Toronto la indignación de las universitarias y más de tres mil mujeres salieron a la calle en abril de 2011 vestidas como “putas” para expresar que no importa la vestimenta que se use, nada justifica la violencia sexual. Además, se burlaron de la idea de que hay hombres a los que esos atuendos excitan al grado de perder el control. El mensaje fue claro: las agresiones sexuales son responsabilidad de quienes las llevan a cabo y no de las víctimas.¹² Así, la Marcha de las Putas se diseminó a otras ciudades: Montreal, Londres, Matagalpa, Melbourne, Seattle, Los Ángeles, Tegucigalpa, etcétera. En la Ciudad de México se llevó a cabo el domingo 12 de junio de 2011.¹³ Apropiarse del término estigmatizante de puta es una actitud desafiante y liberadora, que marcó un cambio generacional en todo el mundo.

Sería en torno a 2014 que la popularización del feminismo cobraría un ímpetu mediático inaudito, y en muchas partes del mundo “ser feminista” se convertiría en algo valorado entre las chicas más jóvenes. En ese año la onu lanzó, con la joven actriz Emma Watson, su campaña “HeForShe”. Esta campaña, que logró el apoyo de grandes empresas, gobiernos y universidades públicas y privadas, ha sido cuestionada por muchas feministas por alentar a los varones a “apoyar” las demandas feministas de las mujeres, en lugar de plantear la necesidad de que ellos se hagan una autocrítica y cuestionen sus privilegios masculinos. El libro We Should All Be Feminists, que surgió de la charla ted que Chimamanda Ngozi Adichie, una joven escritora nigeriana, dio en diciembre de 2012, se publicó en 2014 y se volvió un bestseller mundial. El mensaje Todas las personas deberíamos ser feministas fue velozmente difundido, y así como el modelo inspirador de Chimamanda impulsó a muchas jóvenes a asumirse como feministas, también alentó a Maria Grazia Chiuri, la primera mujer directora artística de la casa Christian Dior, a incluir en la colección de 2015 una camiseta blanca con la frase de la autora: We Should All Be Feminists. A continuación, la industria de la moda imprimió el término feminista o feminismo en distintas prendas de ropa, a precios mucho más accesibles que los 550 euros de la camiseta de Dior. Posteriormente la propia Chimamanda dio una entrevista respecto a tal comercialización de su título, donde señaló que: “El feminismo todavía es muy polémico y controvertido, y todavía está muy cargado de estereotipos negativos. Una camiseta no va a cambiar el mundo, pero pienso que el cambio ocurre cuando diseminamos ideas” (Bird 2019). Sí, pero como diría Wendy Brown, el capitalismo reconfigura todos los aspectos de la vida, incluso los mensajes feministas, en términos económicos.

Entre 2014 y 2017 un fenómeno inunda los medios de comunicación: celebridades del mundo del entretenimiento y personajes del arte, la cultura y la política proclaman orgullosamente sus identidades feministas. Un caso muy publicitado fue el de Beyoncé¹⁴ por su aparición en el escenario frente a un letrero con letras gigantes iluminadas que decía “feminist”. Al mismo tiempo, algunos libros feministas se vuelven bestsellers y las tradicionales revistas femeninas (moda y belleza) incluyen entrevistas con temas de feminismo. No sólo las mujeres “están de moda” y sus problemas son noticias de primera importancia (la prensa publica reportajes acerca de la desigualdad salarial o el abuso sexual que antes hubieran rechazado), sino que además el feminismo se vuelve cool¹⁵ (atractivo) y, por todas partes, personajes públicos se declaran “feministas”. Rosalind Gill¹⁶ y Shani Orgad (2017) analizan este fenómeno y plantean que ha ocurrido una especie de reformulación (remaking) del feminismo a través de la construcción de una cultura de la seguridad en una misma (confidence) que no sólo exhorta a las chicas y las mujeres a modelarse ellas mismas, sino que también reconfigura las preocupaciones feministas.

Una versión anterior de esta “seguridad en una misma” fue el “empoderamiento”. Desde los años ochenta empezó a circular el mensaje de que si las mujeres nos empoderábamos podríamos cambiar el mundo, en especial, que podríamos convencer a los hombres de transformar las injustas y desiguales relaciones en que todes estamos inmerses. Pronto, la problematización crítica que varias feministas hicieron al término lo resituó dentro de la tendencia empresarial/liberal del feminismo.¹⁷ Las críticas se centraron en si es posible que todas las mujeres (incluyendo a las indígenas, las campesinas, las viejas, las que tienen una discapacidad, etcétera) se “empoderen” o si para lograr tal “empoderamiento” se debe trabajar para una emancipación colectiva. Las conferencias de corte empresarial hablaban de empoderamiento de las mujeres para referirse a la promoción de éstas en altos puestos de trabajo asalariado, de representación política y de gestión pública y, sobre todo, como las nuevas consumidoras. Obvio que tal empoderamiento político y económico de algunas mujeres no llega a la inmensa mayoría que sigue inmersa en desigualdades sustanciales, asociadas a su clase, sus orígenes étnicos y demás características sociales. Y, aun en el caso de las privilegiadas que supuestamente estaban “empoderadas”, muy pocas lograron emanciparse del mandato cultural de la feminidad. Sí, de lo que incluso esas mujeres privilegiadas no se han emancipado aún es de las prescripciones culturales que han internalizado: ser buenas, obedientes, recatadas y hacerse cargo, “por amor”, del cuidado de los demás.

Mientras que en el Tercer Mundo el término empoderamiento se utilizó por los grupos feministas para fortalecer a las mujeres que enfrentaban distintas formas de opresión machista, en el Primer Mundo adquirió una connotación negativa para ciertos sectores críticos del feminismo, como algunos de izquierda, que lo analizaron desde lo que ahora se denominan tecnologías del yo, siguiendo a Foucault.¹⁸ Las tecnologías del yo o técnicas de sí mismo son mecanismos que permiten a los sujetos hacer, con sus propios medios o con ayuda de otras personas, un cierto número de operaciones sobre sus cuerpos y pensamientos, conducta y formas de ser, para transformarse mientras buscan lograr un estado de felicidad o sabiduría. Y como señala la teórica feminista Teresa de Lauretis (1987), también hay tecnologías de género. Tenemos pues que, así como antes la cultura mediática fue instrumental en inculcar aspiraciones respecto a una feminidad tradicional, ahora promueve una especie de feminismo light en esa formación discursiva contemporánea, a la que Gill y Orgad nombran confidence culture. Ésta implica:

una reformulación del yo, y funciona como una tecnología de género para producir un nuevo tipo de sujeto: una mujer responsable de sí misma volcada hacia dentro de sí misma, que con trabajo personal y autogobierno, mejora y fortalece su seguridad y su ambición (2017:27).

Desde el poder cultural de los medios masivos de comunicación aparecen anuncios comerciales en la televisión y en revistas femeninas llamando a las mujeres a que tengan confianza en sí mismas, con mensajes de “empoderamiento” del tipo: “Sólo tú te puedes ayudar a ti misma” o “La seguridad en ti misma es sexy”. Imágenes muy sexualizadas de mujeres emprendedoras transmiten la idea de que es posible ser sujeto y objeto de deseo. Estas imágenes, clasistas y racistas en su mayoría, ofrecen un mismo mensaje para todas las mujeres, sin distinguir diferencias y sin tener la menor interseccionalidad. Un eje principal de los mensajes es: la inseguridad femenina es aborrecible y la asertividad es sexy. Esto es parte de esos procesos sociales que generan una reformulación casi terapéutica de los malestares individuales mediante lo que Nikolas Rose (1998, 1999) califica como “el gobierno del alma” y “el modelamiento del yo”. En esta tendencia se inscribe la confidence culture, que se ha desplegado desde principios del siglo xxi, y que habla muy poco de las desigualdades estructurales, o de cómo el poder patriarcal se ha inscrito en la subjetividad de las mujeres mediante exigencias respecto al cuerpo, fomentadas por la industria de la belleza y la moda. Cuando desde esta perspectiva se reconocen algunos agravios y daños que viven las mujeres se enfatiza que su solución depende de ella mismas, pero “no de una acción colectiva sino de un programa intensivo de reprogramación cognitiva, conductual, corporal, neurolingüística, que logrará sacar a la luz un Yo nuevo y seguro de sí mismo” (Gill y Orgad 2017).

La intensificación y extensión de las formas de supervisión y vigilancia que monitorean y disciplinan los cuerpos femeninos es muy evidente en síntomas como la anorexia y la bulimia. Hace varios años, en 2003, el jugo gástrico de los vómitos por bulimia de las alumnas en la Universidad Iberoamericana dañó las cañerías de acero galvanizado en uno de los baños de mujeres.¹⁹ El artista visual Yoshua Okón recuperó algunos tubos dañados para hacer una obra de denuncia de los estándares de belleza que exponen a cientos de jóvenes a graves desórdenes alimenticios como la anorexia y la bulimia. No hay que pensar que este tipo de enfermedades son privativas de una clase social ni hay que despreciar el sufrimiento de quienes las padecen.²⁰

La exigencia cultural que viven las mujeres en relación con su apariencia corporal ha sido tema de interés de varias autoras feministas que investigan los procesos de imposición y normalización del imperativo cultural occidental de belleza, que enaltece la delgadez y repudia la gordura.²¹ Un aspecto del poder que tiene dicho imperativo se deriva, en gran medida, de lo que Bourdieu (2000) califica de violencia simbólica, o sea, la manera en que las personas internalizan los mandatos culturales al punto de creer que ellas mismas están eligiendo la vigilancia sobre su aspecto y el disciplinamiento del cuerpo. En ese mismo sentido va la propuesta del “makeover”.²² Esta operación de conseguir un nuevo aspecto también implica una reformulación valorativa de la propia subjetividad. En México, Martha Debayle, quien encarna de forma paradigmática esa figura postfeminista y segura de sí misma, ha asumido la propuesta del makeover, y realiza en su programa de radio un concurso para elegir a la persona “afortunada” que va a tener su cambio total de apariencia, con cirugía estética incluida. Las mujeres que no tuvieron la “fortuna” de ganar, si quieren lograr esa imagen deberán pagar altas sumas para conseguir acercarse al modelo racista y clasista.

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