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3.1 Relación poder y violencia

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El empleo correcto de los conceptos no es sólo una cuestión de gramática, la polisemia del concepto está ligada a sus cambios semánticos y su significado está determinado históricamente en una relación directa con las prácticas de las que busca dar cuenta. En un intento por desvincularse de la tradición que piensa instrumentalmente la violencia, Arendt se propone distinguir entre conceptos como: “poder”, “potencia”, “fuerza”, “autoridad” y “violencia” (Arendt 2005: 59). La función de la violencia en la formación del estado (o la centralización del poder) fue ya introducida por autores como Maquiavelo (1532) y Hobbes (1651), para quienes la violencia ocupa un papel central en toda acción política. En la relación entre poder político y violencia, esta aparece como un factor ineludible en las distintas formas de socialización. Desde esta perspectiva la cuestión crucial consiste en señalar

¿Quién manda a Quién? Poder, potencia, fuerza, autoridad y violencia no serían más que palabras para indicar los medios por los que el hombre domina al hombre; se emplean como sinónimos porque poseen la misma función. (Arendt 2005: 59)

A partir de esta diferenciación, Arendt cuestiona la tesis que sostiene que la violencia es la mayor manifestación de poder. Equiparar el poder con la administración de la violencia se corresponde con una noción específica de poder y de autoridad derivada de aquél. El estado, como garante del poder, es el lugar de concentración de la violencia. Max Weber definió en La política como vocación (1919) el medio específico del estado moderno, como monopolización de los medios de coerción física a través de una institución política especialmente legitimada para ello, y cuyos orígenes violentos han caído en el olvido. “El Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (Weber 1979: 83). Desde esta perspectiva la violencia no representa un problema ya que el estado, en su pretensión de acabar con la violencia particular o privada, monopoliza la violencia como instrumento para su control y el fortalecimiento de su autoridad.

El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal). Para subsistir necesita que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. (Weber 1979: 84)

Comprender el poder como dominio, basado en instrumentos de violencia legitimada y legalizada, implica una concepción del poder entendido como la eficacia de imponer la voluntad de uno(s) sobre la de otros. Esta idea del poder se justifica, entre otras formas, por medio de una noción de legitimidad basada en la legalidad; en el supuesto de la validez de preceptos legales y en su competencia sobre normas racionales, exige la obediencia de las obligaciones legalmente establecidas. La pregunta que surge será por los medios en que se apoya esta dominación, por las formas de justificación y los fundamentos de su legitimación. Es decir, la pregunta por la violencia se equipara con la pregunta legitimidad del poder. Esta concepción del poder será fuertemente cuestionada a partir del siglo XX. Para Arendt, contrariamente el poder

corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras el grupo se mantenga unido […]. En el momento en el que el grupo, del que el poder se ha originado, desaparece, ‘su poder’ también desaparece. (Arendt 2005: 60)

Arendt desvincula el poder de la relación mando-obediencia y cuestiona su identificación con la noción instrumental de violencia. Para Arendt, el poder es un fin en sí mismo porque no requiere de una justificación externa a sí, lo que requiere es de legitimidad (Arendt 2005: 70). El poder surge ahí donde las personas se reúnen y actúan concertadamente; contrariamente, el dominio se ejerce violentamente. Donde el poder se ve amenazado se reemplaza por violencia. Así, poder y violencia no sólo se oponen sino que son antitéticos. El empleo indiscriminado entre conceptos claves puede explicarse, según Arendt, porque todos parecen coincidir en su función instrumental, es decir, indican los medios por los que un sujeto domina y el otro obedece. Al distinguir entre poder y violencia Arendt busca mostrar que el poder no necesariamente se manifiesta como violencia y que podemos aspirar a sociedades democráticas, en las que su fuerza y autoridad no radique en su monopolio sobre la violencia y en las que el ejercicio de poder no se ejerza como dominación.

Es fundamental reconocer que no todo el poder es de carácter violento, sin embargo, la separación tan nítida que traza Arendt (1970), la llevó a concebir el poder y la violencia como fenómenos sin gradaciones (Imbusch 2003: 18). Además, Arendt no discute el cómo o por qué “poder y violencia, aunque son distintos fenómenos, normalmente aparecen juntos” (Arendt 2005: 71). En esta obra (1970) no profundiza sobre la estrategia o los mecanismos por los cuales la violencia se legitima como forma de administración, como sí lo hace en otros textos como Los orígenes del totalitarismo (1951) o Eichmann en Jerusalén (1963). De acuerdo a su propuesta, la legitimación por consenso sólo es lograda por el poder. Sin embargo, el caso de fundación de una comunidad política contradice esta tesis. En el proceso de implantación de un gobierno el poder se manifiesta como violencia, una vez establecido este se autolegitima organizando legalmente las normas y prácticas que salvaguardan determinado orden, y sólo así deja de ejercerse violentamente. Esto no quiere decir que la violencia ha desaparecido, sino que esta se ha justificado en tanto medio de defensa del orden público, al prohibir cualquiera uso externo al poder que la monopoliza. La identificación entre poder y violencia, no implica la reducción del poder al ejercicio, administración y control de la violencia. Su problema radica en su concepción instrumental y su justificación por medio de una operación jurídica, tal como mostrará Foucault.

En Defender la sociedad, en el ciclo lectivo de 1975–76 en el Collège de France, Foucault reflexiona sobre una noción no sustancial del poder y se pregunta por sus mecanismos, efectos, relaciones, dispositivos y ámbitos en los que opera. Para ello, distingue entre dos formas de concebir el poder: el poder como soberanía y el poder como dominación. A la teoría del poder aquí ejemplificada con Weber y que Arendt critica, Foucault la denomina la concepción jurídica del poder (o poder como soberanía). El poder se considera un bien que uno puede transferir o enajenar mediante un acto jurídico.

El poder es poder concreto que todo individuo posee y que, al parecer cede, total o parcialmente, para constituir un poder, una soberanía política […] la constitución del poder político se hace según el modelo de una operación jurídica que sería del orden del intercambio contractual. (Foucault 2001: 27)

A partir de aquí, Foucault busca desarrollar una concepción no economicista del poder, al mostrar que el poder entendido como soberanía, en el que la cuestión sobre su legitimidad y la obediencia que reclama ya no es lo fundamental, sino la pregunta sobre cómo se constituyen poco a poco, progresiva y materialmente los súbditos, el sujeto a partir de cuerpos, fuerzas, energías, materias, deseos, pensamientos etc. Se trata de “los modos concretos en que el poder penetra en el cuerpo mismo de los sujetos y sus formas de vida” (Agamben 2016: 14). El poder para Foucault “no se intercambia, ni se retoma sino que se ejerce y sólo existe en acto […] No es prórroga de las relaciones económicas sino, primariamente una relación de fuerza en sí mismo” (Foucault 2001: 28). Frente a la teoría del poder como soberanía que abarca los problemas de la mecánica general del poder, de la manera en cómo se ejerce de arriba hacia abajo y la relación entre soberano-súbdito, Foucault propone pensar el poder como un fenómeno de dominación heterogéneo. El ejercicio del poder se juega contemporáneamente entre un derecho de la soberanía y una mecánica de la disciplina y dominación (Foucault 2001: 45), entre el derecho como discurso de la soberanía y la mecánica de las coerciones ejercidas por las disciplinas.

En los años de 1975–76 Foucault analiza el poder en términos de represión y de guerra. El mecanismo del poder es la guerra, mientras el fondo de la relación de poder es el enfrentamiento belicoso de las fuerzas. La opresión es resultado de la relación jurídica del poder, en cuanto abuso de la soberanía en el orden jurídico. “El poder como derecho originario que se cede, constitutivo de la soberanía, y con el contrato como matriz del poder político” (Foucault 2001: 30) corre el riesgo de desbordar los términos mismos del contrato y convertirse en opresión. Por ello, su justificación se discute en términos de legitimidad/ilegitimidad. Frente a la concepción jurídica del poder, Foucault opone otra forma de poder entendido como dominación, según la cual, se concibe

el poder político ya no de acuerdo con el esquema contrato/opresión, sino según el esquema guerra/represión […] la represión no sería lo que era la opresión con respecto al contrato, vale decir, un abuso, sino, al contrario, el mero efecto y la mera búsqueda de una relación de dominación. (Foucault 2001: 30)

La pregunta que surge en este esquema alternativo de poder, se formula en la oposición entre lucha y sumisión. El medio específico del poder reside en sus mecanismos puestos en acción por el poder (de represión) y en una determinada relación (de guerra). El poder ya no se concibe como un fenómeno de dominación homogéneo, se piensa como algo que circula, que sólo funciona en cadena. Foucault identifica el poder con la dominación y la caracteriza como: disciplinamiento, represión, control, coacción y vigilancia de los cuerpos. Mientras que el poder opresivo se encuentra centralizado en el estado, en la concepción jurídica del poder, el poder como dominación ya no se circunscribe al estado sino que opera en distintas relaciones sociales, sobre los cuerpos.

Esta forma del poder, que en años posteriores (1978–1979) Foucault denominará biopoder, entendido como “ese dominio de la vida sobre el que el poder ha establecido su control” (Mbembe 2001: 20), implica un giro en el que el dominio, ya no se realiza exclusivamente por la fuerza, es decir, violentamente, tal como plantea el modelo jurídico del poder sino que revela que la dominación coincide con la libertad. En sus estudios sobre el liberalismo y el neoliberalismo (Seguridad, territorio y población y Nacimiento de la biopolítica) se vislumbran los bosquejos preliminares para entender el modo en que la libertad forma parte de una tecnología de gestión de la conducta (Castro-Gómez 2010).

No se trata simplemente de dominar a otros por la fuerza, sino de dirigir su conducta de un modo eficaz y con su consentimiento, lo cual presupone necesariamente la libertad de aquellos que deben ser gobernados. (Castro-Gómez 2010: 12)

Bajo el proyecto de la historia de la gubernamentalidad se halla la relación entre poder y libertad. Foucault mostrará que el poder se revela en los diferentes mecanismos y tecnologías de dominación, y que este no siempre se ejerce violentamente, sino que implica la guía eficaz de la conducta de otros para el logro de ciertos fines. El desplazamiento operado así por Foucault parece que nuevamente pone en la periferia la violencia, al sostener que los mecanismos y las tecnologías del poder hacen que los gobernados hagan coincidir sus propios deseos, esperanzas, decisiones, necesidades y estilos de vida con objetivos gubernamentales fijados de antemano y no por ellos mismos, sin intervención o ejercicio de la violencia.

Achille Mbembe en Necropolítica (2006) sostiene que “la noción de biopoder es insuficiente para reflejar las formas contemporáneas de sumisión de la vida al poder de la muerte” (Mbembe 2011: 75). Para Mbembe la soberanía, es decir, el poder consiste en el derecho a matar. Siguiendo a Foucault concibe lo político como una relación de guerra y propone pensar el terror como el medio específico del poder. Así, pone en el centro nuevamente la pregunta por la violencia, los mecanismos y las tecnologías de dominación. Avanza la propuesta de Foucault al recuperar para la discusión sobre el poder su vinculación con la violencia en el contexto de los nuevos regimenes coloniales, el extractivismo y los procesos de territorialización. El poder de la muerte o “necropoder”, como lo denomina Mbembe, se revela en las nuevas tecnologías de guerra, destrucción, eliminación y masacre. Mbembe sostiene que estas formas de violencia ya no pueden entenderse “a través de las antiguas teorías de la violencia contractual” (Mbembe, 2011: 53). El poder reside contemporáneamente en la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. El necropoder se expresa como terror, se caracteriza por su estructura espacial y capacidad de inscribir sobre el terreno físico y geográfico un nuevo conjunto de relaciones sociales y espaciales. La soberanía significa territorialización y sus mecanismos son la ocupación, separación, creación de fronteras, vigilancia, aislamiento y sumisión. Las tecnologías de destrucción analizadas y el giro espacial presentado por Mbembe, hacen de la violencia y sus diferentes mecanismos el elemento distintivo del poder.

Si el poder depende siempre de un estrecho control sobre los cuerpos (o sobre su concentración en campos), las nuevas tecnologías de destrucción no se ven tan afectadas por el hecho de inscribir los cuerpos en el interior de aparatos disciplinarios como por inscribirlos, llegado el momento, en el orden de la economía máxima, representado hoy por la “masacre”. (Mbembe 2011: 63)

Para Mbembe, la soberanía como el ejercicio del derecho a matar ya no se basa en el monopolío de los estados sobre la violencia y lo ejemplifica con el caso de África:

Numerosos Estados africanos ya no pueden reivindicar un monopolio sobre la violencia y los medios de coerción en su territorio; ni sobre los límites territoriales. La propia coerción se ha convertido en un producto del mercado. (Mbembe 2011: 57)

La relación del estado con las diferentes organizaciones armadas, o “máquinas de guerra” como Mbembe las llama, se distingue y varía de acuerdo a la organización politica y sociedad mercantil en cada caso. Que los estados ya no posean el monopolio sobre la violencia, no significa que pierdan su poder y lo sustituyan por violencia tal como sostendría Arendt. Tampoco implica que sean “estados fallidos” que al no cumplir con una definición normativa occidental del estado, pierdan su carácter político y su capacidad para organizar la vida social y política. El cambio en la organización del poder desde una noción centralizada del poder (concepción juridica del poder) a la formulación no sustancialista de necropoder (poder como dominación de la vida y la muerte), implica concebir el poder como el encadenamiento de diferentes formas de dominación: disciplinar, biopolítica y necropolítica (Mbembe 2011: 52), en las que el estado es solo una de esas fuerzas. Es decir, consiste en una noción pluralista de poder y con ello, de la violencia. Así, se pone en primer plano el estudio de sus formas concretas y el analisis contextual de sus elementos estructurales. La formulación del problema de la relación entre poder y violencia, revela que toda concepción de la violencia está determinada por una concepción de poder y que su justificación no implica su legitimación, como veremos en el segundo debate.

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

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