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2.1 Ontología y estética

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En los discursos clásicos sobre la identidad latinoamericana se suele establecer el vínculo entre la cultura y la violencia con argumentos ontológicos. La violencia aparece como el destino trágico de América Latina. El laberinto de la soledad (1950) por ejemplo caracteriza la identidad mexicana como una repercusión existencial de la Conquista. A ello se deben, según Octavio Paz, los estallidos de agresión en México y las posturas amenazantes de las personas que proceden de allí. Las estadísticas recientes sobre realidad y preocupación existencial de los habitantes de los países latinoamericanos y el talk of crime (término acuñado por Teresa Caldeira 2001) omnipresente (Huhn/Oettler/Peetz 2005: 190–193) parecen corroborar este ser del “continente más violento”. Sin embargo, las investigaciones sociológicas explican la violencia de forma estructural con la persistencia de la desigualdad social (Imbusch/Misse/Carrión 2011; Blanke/Kurtenbach 2017: 13; Moloeznik/Trefler 2017: 13) y otros factores múltiples:

Roberto Briceño-León, sociólogo venezolano, propone una útil distinción entre factores que originan la violencia (en primer lugar la desigualdad económica y social), factores que la fomentan (como la segregación social o la cultura de la masculinidad) y factores que la facilitan (entre otros el acceso a armas de fuego) (Lienhard 2015: 12).

A pesar de estos análisis diferenciados, y de forma simultánea a ellos, sigue habiendo genealogías de la violencia que prolongan el pensamiento de Paz. “O novo homem cedeu lugar ao homem violento”, dice Ronaldo Lima Lins (1990: 51). Otros remontan las injusticias sociales –como lo hace el mismo Dorfman (1970: 11)– a los procesos civilizatorios violentos y a la opresión de la población indígena en los siglos XVI y XVII (Fandino Marino 2004; cit. en Cardoso 2015).

El imprescindible libro de Dorfman proyecta esta visión ontológica sobre la literatura cuando manifiesta “la esperanza de poder comprender, a través de los ojos que nos prestan los narradores de este siglo, exactamente […] qué es América” (1970: 9; la cursiva es mía). Lo novedoso de este estudio es su diferenciación entre la violencia vertical (opresión por el estado), la violencia horizontal (agresividad entre individuos), la violencia interiorizada del “personaje latinoamericano […] condenado a la violencia” (1970: 37) y –como aporte fundamental a la estética literaria– la violencia que ejerce el libro sobre el lector, por ejemplo, en el conocido argumento de “Continuidad de los parques” (1964), de Julio Cortázar (1970: 35–37). Esta última categoría puede ser vista como la semilla de conceptualizaciones tan actuales como las “ficciones que duelen” (Borst/Michael/Schäffauer 2018). Sin embargo, y no obstante el método estructuralista y el aporte sistemático a la discusión, considerar las páginas de los relatos sobre la violencia como “la piel de nuestros pueblos, los testigos de una condición siempre presente” (1970: 9) supone dotar de un índole endémico y casi natural a la cuestión de la violencia –una hipótesis que se puede poner en duda por varias razones.

Es obviamente problemático ceñir la literatura latinoamericana a una temática o a un marco interpretativo único. La popularización del término “narrativa de la violencia” y el nexo cada vez más natural establecido entre este tipo de género y la región latinoamericana se puede considerar en sí mismo como resultado de un “prejuicio colonial” (Hurtado/Hernández 2017: 10). Para cuestionar este hábito crítico, no basta mirar la “tradición universal” (Lowe 1982: 101) de la estética literaria de la violencia puesta de relieve por la literatura comparada (cf. Wertheimer 1986). La inquietud por “problemas universales”, el intento “de ubicar su literatura en el contexto de una tradición occidental mayor” (Lowe 1982: 102) pueden propiciar incluso una idea de la narración latinoamericana que, a pesar de su apertura estética, no deja de estar centrada en Europa y los Estados Unidos.

Para evitar este universalismo, el ya citado artículo de Kohut propone relativizar la tesis de Dorfman a partir de una estética específicamente latinoamericanista. Esta se puede resumir en dos tesis:

(1) si bien la presencia de la violencia como elemento definidor de la literatura latinoamericana del siglo XX tiene sus raíces, sin duda alguna, en la realidad política e histórica del subcontinente, es decisiva la sensibilidad particular de los escritores e intelectuales ante ella;

(2) por lo menos en la literatura del Boom y Posboom, el tema de la violencia se diversifica y cambia, según los distintos países y según la época, tanto en la fuerza de su presencia como en su representación literaria. (2002: 203)

Las explicaciones locales, latinoamericanas y universales atañen no solamente a la realidad social y material de la violencia sino también a una representación literaria, cuyas formas y funciones se pueden rastrear a distintos niveles. Un buen ejemplo para la riqueza y diversidad de estas construcciones específicas de la violencia es la “poética del machete” en la vanguardia de Ecuador, tal y como la analiza Facundo Gómez (2012).

En la misma perspectiva, Hermann Herlinghaus plantea la necesidad de tomar en consideración la dimensión existencial y política de la literatura sin por esto excluir su función estética. Ya habría llegado el momento de superar la contraposición entre una escritura/lectura comprometida y la relativización lúdico-autorreflexiva; mientras la crítica de los años setenta se divide por estas opciones estéticas, los marcos de interpretación recientes las saben conciliar:

The relationship between the “secondary levels” of aesthetic experience (linked to modes of reflexivity) and “primary aesthetic identification” (on the basis of explicit judgments and strong emotions) is not simply a stylistic question that postmodern writing has succeeded in dehierarchizing and ironizing […]. It is a relationship that may have its actual matter in affective as intellectual commitment, to the extent that literary writing is susceptible to turning into polemical ethical discourse. (2009: 136)

O sea, no hay solución de continuidad entre el juego y el compromiso, la ficción metaliteraria y el género testimonial: entre el distanciamiento, el relativismo estético y la glorificación de la violencia que son las opciones tradicionales (cfr. Nieraad 2003) se abre un abanico de experiencias diversas, cuya investigación sigue siendo dificultada por las fórmulas habituales de la tradición estética europea, desde Aristóteles a Adorno.

El campo donde más se ha avanzado en la comprensión de esta dimensión de la violencia son los estudios sobre el trauma, el duelo y la memoria histórica, que son una de las áreas candentes de los estudios literarios alemanes de la última década (Pabón 2015; Spiller et al. 2015; Camacho Delgado 2016; Genschow/Spiller 2017; Spiller/Schreijäck 2019). Las repercusiones de la violencia en la vida de las personas que la experimentaron directa o indirectamente y su impacto en la literatura exigen un marco interpretativo diferenciado. En el presente volumen, los capítulos de Frauke Bode sobre “Apocalipsis de Solentiname” (1977) y de Albrecht Buschmann y María Teresa Laorden sobre Moronga (2018) ejemplifican esta interpretación con vistas a dos estéticas diferentes: la fantástica y la realista.

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

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