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1. La teoría del testimonio

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Una síntesis histórica del surgimiento del testimonio como género y la gran difusión que tuvo en América Latina fue realizada por varios críticos que intervinieron en la construcción de La voz del otro. Fredric Jameson, que fue uno de ellos (2002: 143), observa que el testimonio responde al surgimiento de un género literario del tercer mundo, que se desprende de la influencia occidental europea. La idea de literatura formada en América Latina durante los siglos XIX y XX era un ejemplo o un “emblema” de la dominación europea en el extranjero (Jameson 2002: 134), pues estaba sometida a los géneros conservadores europeos. En este orden de argumentación, la idea de lo nuevo contra lo tradicional, establecida como modelo de evolución literaria en la época moderna se fractura con la generalización de las prácticas discursivas que dan acceso a nivel global a la práctica y generación de literatura. El desarrollo histórico de la literatura –que es una idea moderna– queda entonces descartado ante un género completamente nuevo que desde la óptica de la posmodernidad se gestaría como la validación de un discurso menor.

George Yúdice coincide con el cambio de paradigma planteado por Jameson, al señalar la valoración de la identidad surgida con la posmodernidad como uno de los factores que propició el surgimiento del testimonio. Además, añade como ejemplos de esta valoración, dos fenómenos sociales puntuales que contribuyeron a que se diera un “auge” en la escritura de testimonios en América Latina: estos son la teología de la liberación, surgida luego del Concilio Vaticano Segundo a principios de la década del sesenta, y la pedagogía del oprimido, planteada por Paulo Freire en Brasil (Yúdice 2002: 222–223).

Otro factor político determinante para el surgimiento del testimonio según la crítica institucionalizada fue la apropiación del género como emblema de lucha contra las dictaduras hegemónicas, asumido por los países que enfrentaban luchas revolucionarias, y legitimado en los países en los que las revoluciones se instalaron. El ejemplo paradigmático de este fenómeno es Cuba, que es el país en donde se reconoce generalmente la validación histórica del testimonio como género en 1970, al ser instituido un premio en dicha categoría por Casa de las Américas (Yúdice 2002: 222). El otro ejemplo es Nicaragua, en donde el testimonio fue asumido por el proyecto político sandinista como mecanismo para posibilitar la “voz de los sin voz”.

Estos factores propiciaron que en América Latina se produjera una gran cantidad de testimonios durante las décadas del ochenta y noventa, de tal suerte que se generó un corpus de testimonios bastante amplio. La voz testimonial llegó a penetrar tanto el discurso literario que muchos novelistas produjeron una gran cantidad de las llamadas “novelas testimoniales”1, que adoptan algunos recursos del género de testimonio, pero que no podrían clasificarse como tales según las características sentadas en un primer momento para el género.

Por otro lado, el testimonio representó un desafío para la academia que lo legitimó por varios factores. Las relaciones que el género estableció con la verdad histórica, la literatura tradicional y la política fueron problemáticas. El testimonio enfrentó muchas dificultades para ser categorizado como un género literario y admitido dentro del corpus literario e histórico de los países dentro de los que era generado. Las consecuencias de esta dificultad fueron la ocasión para un trabajo desde la academia para definir y validar el género.

Un punto problemático que me gustaría mencionar para iniciar está planteado por John Beverley en la introducción de la primera edición de La voz del otro, en el que establece un diálogo para responder a la crítica de Gayatri Spivak sobre la posibilidad de la construcción de “otro” para Occidente. Dicha crítica podía ser aplicada al testimonio, pues el género podría interpretarse como la respuesta del sujeto soberano de Occidente para construir “otro” con quien dialogar (Beverley/Achugar 2002). Beverley cita la intención de Spivak como destinada a

revelar detrás de la buena fe del intelectual solidario o “comprometido” el trazo de una construcción literaria colonial o neocolonial de un otro con el cual podamos hablar. (Beverley/Achugar 2002: 17)

La acusación de Spivak no es específica contra el género de testimonio. La segunda parte de su ensayo, ¿Puede hablar el subalterno? (1985) publicado siete años antes del texto de Beverley, comienza acusando de violencia epistémica cualquier intento de construir un “otro” desde un sujeto soberano y transparente: “El más claro ejemplo disponible de tal violencia epistémica es el remotamente orquestado, extendido y heterogéneo proyecto de construir el sujeto colonial como Otro” (Spivak 2003: 317). La respuesta de Beverley reconoce esta encrucijada:

En una u otra versión, una aporía “estratégica” parecida está en el corazón de todos los ensayos reunidos aquí [en La voz del otro]: el testimonio es y no es una forma “auténtica” de cultura subalterna; es y no es “narrativa oral”; es y no es “documental”; es y no es literatura; concuerda y no concuerda con el humanismo ético que manejamos como nuestra ideología práctica académica; afirma y a la vez deconstruye la categoría del “sujeto”. (Beverley/Achugar 2002: 20)

A pesar de esta justificación, Beverley advierte que el testimonio “no siempre ‘agradece’ suficientemente el ‘favor’ de su canonización humanista” (Beverley/Achugar 2002: 22). Termina el apartado señalando la necesaria tensión existente entre el testimonio y la literatura “culta”. Esta relación establece la problemática relación entre el testimonio y la literatura.

Me interesa mencionar también otra relación problemática del género. Se trata de los vínculos entre el testimonio y la historiografía. Para ello quiero hacer referencia a la respuesta que Yúdice articula contra la crítica de David Stoll y que deja clara la relación del testimonio con la verdad histórica. En el testimonio se da un cambio en el sujeto de la enunciación, de lo individual a lo comunitario oral, en el que el sujeto subalterno se responsabiliza de su discurso. Dicho cambio es correlativo a un cambio en la concepción del conocimiento, que deja de concebirse en términos “bancarios”, y se concibe como “una práctica que responde al ethos de la comunidad, entendida como interacción dialógica de sujetos cognoscentes”2 (Yúdice 2002: 223). En su ensayo, Yúdice señala que el testimonio no busca representar la totalidad de los movimientos y la situación histórica bajo la que se gesta, pues su fin no es la verdad cognitiva del conocimiento histórico, sino la concientización. Las categorías de verdad y falsedad son inválidas para los textos testimoniales, pues el modus operandi del testimonio es la construcción de una praxis comunicativa solidaria que no persigue la construcción de una verdad cognitiva (2002). De forma similar, el hermeneuta Paul Ricœur en su libro La memoria. La historia. El olvido (2010) hace una relación entre el testimonio y la historia, y sitúa al primero –por ser poseedor de la “energía de la memoria declarativa”– en un plano epistemológico diferente, que le confiere la capacidad de cuestionar a la historia, pero lo despoja de la vulnerabilidad de ser cuestionado por esta. Ricœur califica a la acción de “testimoniar” como el “acto fundador del discurso histórico” (2010: 647).

Pero regresemos a Yúdice. A partir de ese momento, distingue dos categorías del testimonio. Por un lado, los testimonios representacionales y por otro los de concientización. Yúdice asume la representación como el dispositivo discursivo para proyectar la unidad formal que conviene a la ideología liberal (Yúdice 2002: 225). Los testimonios representacionales son aquellos estatalmente institucionalizados para “representar” a las clases subalternas. Los testimonios que pueden categorizarse como representacionales corren el riesgo de reproducir pautas populistas mediante la “alterización y demonización de sectores sociales que se extravíen de los límites ideológicos establecidos institucionalmente por la dirección revolucionaria” (Yúdice 2002: 224). Un ejemplo es el intento de construir un sujeto popular para evidenciar la heroicidad de un hecho histórico específico.

La segunda categoría, el testimonio de concientización, a diferencia del testimonio representacional, “surge de la lucha por la supervivencia comunitaria. El testimonio de concientización surge de una praxis que aglutina en sí ethos y episteme”. El énfasis de este tipo de testimonios no recae en la representación, sino en la creación de solidaridad, que apela a una identidad “que se está formando en y a través de la lucha” (Yúdice 2002: 226).

Los criterios de producción de este tipo de testimonios difieren de los testimonios representacionales. No se atienen al fetichismo de la forma, sus criterios de validación son otros (concientización, creación de solidaridad, solicitud de apoyo). No lo menciona Yúdice, pero es posible que sean este tipo de testimonios los que se dan con la presencia de un intermediario, pues enuncia como otro criterio de producción la separación entre la elaboración formal (en la que interviene el intermediario) respecto del testimonialista (Yúdice 2002: 227). La siguiente cita refiere la opinión de Yúdice sobre los testimonios generados en Centroamérica a finales de la década del setenta.

Más que representación, estos textos enfocan las maneras en que diversos grupos oprimidos de mujeres, campesinos, indígenas, trabajadores, domésticas, fieles, squatters etc. practican su identidad no sólo como resistencia a la opresión sino también como cultura afirmativa, como estética práctica. (Yúdice 2002: 227)

Finalmente, Yúdice concluye el apartado haciendo la acotación de que, aunque en el testimonio de concientización no haya una intención de representación, sí hay una proyección de una totalidad. Esta totalidad se diferencia con la totalidad de Lúkacs en que no depende de un gran relato del conocimiento, sino que, al contrario, se debe a la problematización y el cuestionamiento de los grandes relatos que no encajan en las experiencias comunitarias locales (Yúdice 2002: 227). En ninguna de las dos categorías, Yúdice atribuye al testimonio la intención de construir conocimiento histórico positivo, y de ahí, su relación compleja con la historia y en la categorización, el asomo de uno de los matices más complejos de su relación con la política.

María Virginia González también acentúa esta observación al final de su trabajo Tensiones en la crítica: el testimonio (2004). Primero, González cuestiona la actitud de las teorías sobre el testimonio gestadas desde la academia norteamericana, sobre todo respecto al tema de si es posible o no acceder a la voz Otra a través del testimonio.

Esta mirada debe ser cuestionada permanentemente porque caemos en el juego de la apropiación cultural promovida desde centros que pugnan por acceder a la otredad a través de un texto y mediante el análisis realizado desde una cómoda oficina obtenida por méritos académicos. (2004: 7)

González añade a su crítica que la mayoría de los escritos teóricos que legitimaron en su momento al testimonio fueron generados desde la academia estadounidense, siguiendo la perspectiva teórica de los estudios culturales. En este sentido, es evidente que la crítica sobre la que hoy se trabaja el testimonio para que sea comprendido por Occidente se realice desde un aparato teórico occidental, aunque quienes lo trabajan sean autores o autoras centroamericanos. González señala la emergencia de la generación de trabajos críticos generados desde América Latina para abordar el género desde un lugar de enunciación más coherente. Critica que a pesar de que “no fue en estas universidades donde se creó el género testimonio, sí lo resignificaron al incorporarlo al ámbito académico que permite que el ‘Otro’ exista” (2004: 8), y cita como ejemplos los trabajos de “Monica Walter, Gayatri Spivak y John Beverly” (sic).

El punto que González pone sobre la mesa es el mismo que el que expone Spivak, sobre la alterización y la construcción del “Otro” para Occidente. En ese sentido, su crítica corre el riesgo de caer en una especie de fundamentalismo geográfico, que también ha sido un punto de discusión entre los pensadores que han estudiado el tema de la decolonialidad.

La conclusión de su trabajo advierte la necesidad de la generación de teoría desde el ámbito cultural latinoamericano y advierte sobre la gravedad de la vigencia del esquema centro/periferia, evidenciado en la asunción del testimonio desde los estudios culturales y desde la posmodernidad (González 2004: 9).

Hay que añadir que buena parte de la discusión teórica en torno al testimonio, sobre todo en lo que se refiere al concepto de verdad narrativa, fue planteado como una defensa contra sus detractores. Dentro del panorama político mundial, el testimonio representaba una amenaza por lo que significaba en el ámbito de producción de conocimiento y divulgación de la verdad de los pueblos. Los ataques de David Stoll que acusan de falsedad el testimonio de Rigoberta Menchú son los ejemplos evidentes de estos intentos de censura. González ejemplifica esta conflictividad académica y política haciendo referencia a la prohibición de la incorporación de textos de testimonio en las universidades estadounidenses, que no se dio sino hasta avanzada la década del noventa (2003: 1).

Hoy el testimonio se ha asegurado un espacio académico de tal suerte que es fácil hablar de un mercado editorial específico. Algunas editoriales, como la chilena LOM o la cubana Pliegos, contemplan dentro de su programa editorial colecciones destinadas a la publicación de testimonio, dentro de las que ya se supone realizada una tarea clasificatoria que en su momento fue motivo de discusiones. A pesar de que ambas editoriales tienen especial filiación por la izquierda política, es importante señalar que el principal vínculo con el que asocian el género lo encuentran en su valor histórico, más que en su valor político. La publicación de testimonios procedentes de grupos conservadores de derecha en Guatemala es un ejemplo de este cambio que impone la obligación de repensar en la característica del género como una posibilidad de comunicación de grupos subalternos, o si simplemente se trata de una posibilidad de comunicación de colectividades.

Se podría decir entonces que aún hay una tarea pendiente de parte de la crítica literaria, sobre todo en el ámbito centroamericano, por observar de cerca la producción testimonial actual de la región. La filiación del testimonio con las luchas revolucionarias y el favor dado a las izquierdas políticas cada vez se ve más desplazado por la aparición de testimonios desde ámbitos políticos diversos (y por el agotamiento de estas categorías). Asimismo, la coincidencia de la historia del testimonialista con la historia de su comunidad o grupo también se ha desplazado conforme los grupos desde los que surgen las voces testimoniales se han emancipado, han cambiado de bandera política o se han diversificado.

La relevancia social que ocupa en este sentido la crítica literaria es entonces cada vez más significativa, pues su realización establece la posibilidad de “ver” los sujetos sociales del proyecto contrahegemónico. Pero también es preciso señalar que la especificidad de esta crítica cada vez debe ser más concreta, pues una vez visibilizados estos sujetos, surgirán otros que dentro de la marginalidad aún ostentan el “horroroso no ser” del que hablaba Yúdice evocando al filósofo martiniqués Frantz Fanon.

No [se] puede “ver” los sujetos del proyecto contrahegemónico porque son marginales y los elementos marginales a partir de los cuales se constituye el discurso postmoderno hegemónico sólo pueden manifestarse como el horroroso no ser. (Yúdice 2002)

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

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