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4. EL MARCO DE LAS LUCHAS DE CLASES Y LAS REVOLUCIONES

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Las condiciones para las luchas de clases contemporáneas (y para una posible ruptura revolucionaria) han sido establecidas por la máquina capitalista porque, con el eclipse de la revolución, hace cincuenta años que conserva la iniciativa.

La desbandada que siguió a la derrota de la revolución mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial se manifiesta en la incapacidad de las teorías y los movimientos políticos contemporáneos para definir estas condiciones. La mayoría de los intelectuales críticos (Michel Foucault, Wendy Brown, Pierre Dardot, Christian Laval, Barbara Stiegler, etc.) se limitan a reciclar la ideología promovida por el propio capital, sus economistas, los expertos y los medios: el neoliberalismo. Confunden lo que escriben los intelectuales liberales, lo que sostienen sus expertos, con las políticas liberales que efectivamente se practican.

Si usamos este término, que ya forma parte de los hábitos de pensar y de hablar, el contenido que le atribuiremos será diferente, en el sentido de que, para nosotros, el neoliberalismo no tiene nada de liberal, ya que es a la vez producción y guerra, organización del trabajo y violencia de clase, Estado administrativo y estado de excepción. Las definiciones del neoliberalismo por medio del mercado, el capital humano, el empresario de sí mismo, etc., no expresan más que ideologemas que nos alejan del capital realmente existente, sin posibilidad de retorno. Este punto de vista, aun siendo crítico, sigue estando centrado en el Norte del mundo, lo que falsea por completo el análisis.

Creo que el análisis más convincente de las estrategias de transformación del modo de acumulación de capital fue desarrollado a fines de los años 70 por Samir Amin,5 un comunista de origen egipcio, militante de la causa del Sur, fallecido en 2018. La secuencia de acontecimientos confirmó sus hipótesis.

La lectura de Amin nos permite captar la dimensión global de la estrategia capitalista y leerla como una réplica y una inversión de la iniciativa revolucionaria del siglo XX, ofreciéndonos un panorama a largo plazo. De los dos ciclos de revoluciones, el europeo del siglo XIX que terminó con la derrota de la Comuna de París y el mundial del siglo XX, la máquina del capital siempre ha salido victoriosa desplazando el campo de batalla al mercado mundial.

Su estrategia siempre apuntó a la división entre centro y periferia, mucho más que entre trabajo manual y trabajo intelectual, que concierne solo al trabajo productivo en el Norte. Siempre que un conflicto amenaza la máquina de guerra del capital, reacciona con la globalización.

Si bien el marxismo de Samir Amin sigue sirviendo para describir las estrategias del capital, no es tan útil a la hora de captar los sujetos que pueden ser el vehículo de una crítica destructiva, porque es un marxismo que está centrado exclusivamente en la relación capital-trabajo. Sin embargo, al deshacer las ideologías liberales del mercado y desmarcarse del marxismo occidental, esta mirada anclada en el Sur del mundo nos ayuda a desplazar el eje de análisis, aunque sea de manera parcial.

Las “dos largas crisis” que están en el centro de su reconstrucción de las estrategias capitalistas muestran continuidades sorprendentes y rupturas notables: la primera habría tenido lugar entre 1873 y 1890, la segunda entre 1978 y 1991. Se suceden con un siglo de distancia.

La primera larga crisis no es solo económica. Se produce después de las luchas socialistas que culminaron con el establecimiento en 1871 de la Comuna de París, el primer gobierno proletario de la historia. El capital reaccionó atacando en tres frentes:

 la concentración y centralización de la producción y el poder;

 la ampliación de la mundialización mediante la intensificación de la colonización y el imperialismo;

 la financiarización constituye a la vez el actor principal de la aceleración de la producción y de la concentración del poder económico (y político) en el Norte, y una máquina depredadora de actividades no capitalistas y de recursos naturales en el Sur global y del trabajo no asalariado (especialmente doméstico) en todas partes del mundo.

El capital se vuelve monopólico, y le da forma al mercado según su conveniencia. En el mismo período, los “economistas burgueses” desarrollaron la teoría del “equilibrio general”, resultado del juego automático e impersonal de la oferta y la demanda, velando así el nacimiento de un capitalismo monopólico, que en lugar de apuntar al equilibrio, persigue encarnizadamente el desequilibrio –un desequilibrio alimentado continuamente por las guerras de conquista y las guerras imperialistas que desembocaron en las masacres de la Primera Guerra Mundial–. La colonización se apoderó de la totalidad del planeta, intensificando la esclavitud y el trabajo forzado y desencadenando una rivalidad entre imperialismos por el acaparamiento de las tierras “sin dueño”. La financiarización produjo una renta imperialista que benefició primero a los monopolios de los dos imperios coloniales más grandes de la época, Inglaterra y Francia, pero que derramó, en ínfimas cantidades, en los bolsillos de los obreros y proletarios del Norte, como ya lo había señalado Engels. Esta pequeña renta imperialista constituirá, incluso hoy, el dispositivo de división más importante entre el proletariado del centro y el de las periferias.

La ruptura del capitalismo monopólico con el capitalismo “liberal” de la Revolución Industrial será objeto de análisis de Rudolf Hilferding, John Atkinson Hobson y Rosa Luxemburgo. Lenin es quien mejor comprendió la nueva naturaleza del capital y, junto con los bolcheviques, supo elaborar una estrategia adecuada.

Esta triple estrategia del capital producirá una globalización del comercio, un auge de las invenciones científicas y técnicas y una expansión de los medios de comunicación sin precedentes. La socialización del capital se desarrolló a una escala hasta ahora desconocida. Cínicamente, el período (entre 1890 y 1914) de mayor polarización de ingresos y patrimonios en beneficio de los rentistas se llamó Belle Époque. Pronto resultará inviable. Las diferencias de clase, la explotación de los pueblos colonizados y la competencia entre imperialismos armados hasta los dientes se exacerbó.

La Belle Époque desencadenó una serie de guerras y revoluciones que continuarían a lo largo del siglo. Esta aceleración de la mundialización incubó en su interior la guerra de 1914-1918, la revolución soviética, las guerras civiles europeas, el nazismo y el fascismo, la crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial, los procesos revolucionarios en Asia, Hiroshima y Nagasaki, etc. Pero el acontecimiento que tendrá consecuencias políticas formidables es “la entrada de los pueblos oprimidos en la lucha revolucionaria” (Lenin).

Al calificar el siglo XX que se extiende de 1914 a 1989 como “corto”, se banaliza la intensidad de la confrontación de clases y del poder de destrucción implementado por el capital. Sería mejor llamarlo el siglo de las revoluciones y contrarrevoluciones.

La segunda gran crisis que analiza Samir Amin no comenzó en 2008 con el colapso financiero, sino mucho antes, en 1971 con la declaración de la inconvertibilidad del dólar y el oro. La potencia imperialista dominante, Estados Unidos, reconoció así la necesidad de cambiar de estrategia ante el despliegue de luchas y revoluciones de posguerra.

Durante este período, que para Samir Amin se extiende de 1978 a 1991, las tasas de crecimiento y las tasas de inversión productiva se redujeron a la mitad en comparación con las de los Treinta Años Gloriosos. Nunca volverán al nivel de la posguerra. La crisis llega después de un siglo de luchas sociales en Occidente y un gran ciclo de revoluciones socialistas y de liberación nacional en las periferias del mundo occidental. El capital respondió a la caída de la rentabilidad y a las revoluciones de posguerra renovando la triple estrategia adoptada a finales del siglo XIX que, como la primera, no tiene nada de liberal:

 centralización y mayor concentración de poder y capital;

 nuevo impulso de la globalización y el neocolonialismo;

 intensificación de la financiarización capaz de garantizar una nueva renta monopólica e imperialista.

El neoliberalismo, como las teorías neoclásicas de hace un siglo, irrumpió en medio de la crisis celebrando la acción del mercado, al mismo tiempo que se afirmaban los monopolios (perfectamente expresados por las finanzas). El capitalismo contemporáneo retomará la iniciativa sirviéndose también de la ideología del mercado. Incluso Michel Foucault (y sus numerosos “discípulos”) contribuirán a la ignorancia de la acción de los monopolios6 privilegiando la acción de la competencia, el riesgo, la incertidumbre, la inseguridad, que, de hecho, solo conciernen a los trabajadores, a los pobres y a las mujeres.

Esta estrategia no es una simple reedición de las políticas monopólicas implementadas a fines del siglo XIX. Constituye un salto cualitativo. Lenin creía que los monopolios, tal como aparecían en su época, constituían el “estadio superior” del capital. Por el contrario, entre 1978 y 1991 surgió una nueva ola de monopolios y oligopolios aún más fuerte. Samir Amin los denomina “monopolios generalizados” porque ahora controlan todo el sistema de producción e intervienen en toda la cadena de valor: “Los monopolios ya no son islas (por grandes que sean) en un océano de empresas que no lo son –y que, por lo tanto, siguen siendo relativamente autónomas–, sino un sistema integrado” gracias al cual controlan “estrechamente al conjunto de los sistemas productivos. Las pequeñas y medianas empresas, e incluso las grandes empresas que no pertenecen a la propiedad formal” de los monopolios, están encerradas en el sistema de “control establecido con antelación y con el aval de los monopolios”.7

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