Читать книгу Campo de sangre - Max Aub - Страница 11
Оглавление–Yo creo en el azar –dijo Hope–. solo en el azar. Si X no se hubiese casado con Z el mundo sería distinto. Si Napoleón hubiera muerto en mantillas el mundo sería parecido, pero otro. Por eso Tolstoi no tiene razón.39
–¡Crees en la nariz de Cleopatra!
–Sí, desde luego: creo en la nariz de Cleopatra. Bebo a la salud de la nariz de Cleopatra. Tampoco creo en el destino, ni en el determinismo, ni en la fatalidad. Creo en el azar. Lo que me gusta es el juego.
Hope hizo una pausa, apuró su vaso. Coloradísimo, se reforzaba su aire pepón.
–Hoy hace un año murió Unamuno –dijo dejando la copa en la mesa.40
–Pues es verdad –asintió Templado–. El tiempo, en la guerra no vuela: desaparece, de tanto quehacer. «El tiempo no mata, nosotros matamos el tiempo», como escribió un guasón en el portal del Casino de Labradores, en Sevilla.
Empezaron a mugir las sirenas, y la luz se fue marchando. Con la alarma se le hizo presente a Julián Templado la cita de Teresa Guerrero. Hope volvía al hotel (vivían los dos en el mismo) y el médico cruzó, encogiéndose de hombros bajo la lluvia, hasta el teatro Barcelona. Al llegar a la marquesina, Julián, de pronto, entró en el mundo «Teresa».
(Tan estrecha de cintura como de caderas. ¡Reina! La tez oscura y la boca rasgada más allá de donde disponen los cánones; tus largos labios cárdenos, tus ojeras violadas, tu pelo de aceituna negra, en dos cocas parejas. Pequeña, de hombros hombrunos, cuadrada; tus brazos musculados, anchas muñecas, anchos tobillos. Tan estrecha de cadera como de cintura. Tú, tan pequeña. Tus dientes de lobo más blancos que la nieve. Tu andar cernidillo. Tu color descolorido. Dura. Piedra. Pesada macicez de tu cuerpo sin resquicio. Tus tetitas menudas que no hay qué las mueva. Tú, tan corta, prieta, con tu boca herida, Tere, siempre seria.)
Era así; no que fuese triste: seria. No había coloretes para su color, todos la dejaban pálida. Los ojos grandes, la boca larga y una barbilla decidida. Con su belleza trágica a cuestas: los ojos verdes, tan morena; terrible en la imprecación, dura e inflexible para la comedia. Un bicho. Segura de sí misma y despreciativa de lo que no fuera su gusto, por la falta de dudas en su talento. Dueña de sí y de su destino. Cargada de hermanas de padres y madres distintos, perdidos los suyos en desavenencias y tablas.
–No, esta es hija de Alfonso y Carmen, y Nati, de Alfonso y de doña Juana: sí, hijo, sí, la que ahora anda con Monfort; la característica de Catalina. (No hay más mundo que el teatro.)
Abandonada a su genio, al timón de su aire endemoniado, con cierta seguridad andrógina, muy femenina. La cintura en un puño, y tan estrecha de cintura como de cadera. Fuerte, pesada. De roble macizo.
–Nada de chapa, señor. Aquí no se engaña a nadie.
Teresa Guerrero, lengua espesa y mucronata; áspera para todos. Siempre rodeada de maricas y maricones que la adoran, al acecho y caza de sus más menudos deseos. Síguenla a todas partes, espéranla a todas horas; si hace falta se turnan. Fielísimos pajes de cámara:
–Tere, ¿quieres algo?
–No. Sí, pásate por el zapatero. O –Ve a la tintorería. O –Mira si en casa de Asensio han recibido las medias de la Mariposa. O –Cómprame un tubo del número cinco, pero mira que no esté seco como el último. O –Avisa a mamá que no iré a cenar; que traiga la fiambrera.
(Tere, lirio.)
Cómica por los seis costados: Norte, Sur, Este, Oeste. Arriba y Abajo. Cómica desde los dos años. Hija y nieta de comediantes. Sin nada de histriónico en las maneras, ni de amanerado en las tablas. Mujer de muy pocos amigos y muy pocas amigas; siempre los mismos y las mismas inseparables: en el cuarto, en el café: que es donde se va y se vive. Entre amigos y conocidos, cuatro o cinco: las amigas, a lo sumo, dos, con ese color ido, chupado por los afeites, aire cansado, como si el salir del escenario fuese la vuelta de un largo viaje. En el café se toma café o chocolate.
–No. Yo no bebo.
(Tere, cárdena, dura. Tere, morada.)
–A mí, ¿ese…? ¡Vamos, hijo! Y si esa se ha creído que yo…
El dejo chulo de sus entrañas y el irse para abajo de la comisura derecha de sus labios en acento de desprecio. Madrileña de Madrid.
(–Y Ud., ¿de dónde es?
–¿Yo? De Palencia, pero sabe ustez, como si fuera de Madriz.)
¿Qué le gustaba a Julián Templado en ella? ¿El cuerpo macizo de madera pulida? ¿El verde y hermético mirar que posiblemente no escondía nada?
Un vaho, un tufo, un halo de oraje.
¿O el vedado vientrecillo con la coma de un ombligo oscuro sobre la breve, oscura exclamación figurada más abajo,41 entrevisto al azar en un cambio de trajes un día que entró en el camerino por las buenas?
–Chica,42 perdona.
El marimarica de turno en una esquina. (Siempre los maricas alrededor, revoloteando.)
–¡Ay, Tere, qué guapa estás!
–¡Ay, Tere!
–¡Ay, Tere, qué peine!
En cuanto entraba un desconocido sucuchábanse a chichismear, apiñaditos.
–Tere, no te olvides que Juanito ha dicho que nos esperaba en el café.
Por si acaso el presunto galán tuviera la ocurrencia de querer verla «después de la función». Si por el contrario, el recién venido era de su calaña, ¡qué despliegue de gracias y damerías! «Tú por aquí…». «Y, ¿cómo estás?» Poetillas, musiquilleros y dibujantuelos.
–¡Ay, Tere! ¡Qué bien has estado esta tarde!
–¡Mira qué dibujo ha hecho este!
–No es nada. ¡El romance de Alfonsito a los Marineros del Volga! A Roces le ha gustado mucho. ¡Qué broche tan bonito! ¿Dónde lo has encontrado?
Julián solía escaparse ladeando mamparas, inadvertido, para no estrechar manos, costumbre extranjera que le repugnaba. –¿Para qué necesito yo tocarte el cutis, aunque sea la palma de tu mano? Los sodomitas no perdían prenda: daban y redaban sus extremidades blandengues.
–¡Ay!, ¿cómo estás?
O alargándolas a lo cisne, los dedos colgandillo. Desde el quicio nuestro hombre lanzaba un:
–Bueno, salud.
Y se iba. Los marioles contestaban con desgana.
(–¿Qué idea tienes de los hombres, Teresa?
–¿Los hombres? No sé. Unos aprovechados.)
Lo que Julián Templado deseaba era vencer su boca. Venusta ventura, lengua de lo imposible. ¡Que lo otro…!
–Pierde Ud. el tiempo, Julián: ahí no hay nada que hacer.
–¿Cree Ud. que no lo sé? Iba aviado.
–Siempre se dice eso, y al menor descuido se intenta encarrilarlas por el buen camino.
–Nada, hombre, nada. Me divierte hablar con ella.
–Cada uno con sus gustos.
La amiga de Teresa se llama Cristina, preciosa criatura. Más lo era, que lo es: que con el tiempo ha ido perdiendo su rojuela color igualándose con la lividez de Teresa. Le ha ido ganando esa mohosa verdimorenez de la trágica, naciéndole ojeras, como musgo, en torno de sus divinos ojos pardos; parecieron sus niñas más negras y toda ella un poco fofa. A pesar de ello, las pestañas lanzadas hasta más no poder, los labios gordezuelos acerezados, las orejas menudas, el pecho mollar blandamente colgado sobre una cintura curva y mullida, seguida de unas caderas globosas dibujadas al aire de lo que necesitan, las piernas largas, las choquezuelas sin hueso que las delate. Toda ella calor de sus diez y ocho años, ardimiento y lelilí para cuantos la veían.
–¿Los hombres? Una jauría. Unos asquerosos. Todos.
(Tere, madreselva.)
Con la alarma se había suspendido la función. En el cuarto de Teresa, a la luz de una bujía, la actriz se despintaba. Cristina jugaba con los dijes de una pulsera. Faltaban los bujarrones: no podían con la lluvia.
–¿Qué quieres, hijo? Son de azúcar. Y tú, ya podías haber venido más temprano.
Pretextó Templado un inconveniente cualquiera.
–Chica, no creí que fuera tan urgente. ¿Qué quieres?
–Eres médico, ¿no?
–Aunque parezca mentira.
–Te ha estado esperando un pobre hombre a quien se le está muriendo el niño. Es un feriante. ¿Te extraña? Me lo encontré el otro día por la calle. Es muy buena persona. Le conozco desde hace la mar de años. Una vez, en un pueblo, cerca de Murcia, donde fuimos a hacer la feria, se incendió la fonda. Yo iba entonces con doña Irene. Me salvó el equipaje. Me contó sus miserias y me acordé de ti. Pero hijo, cuando se os necesita, ni con cuerda: y cuando se trata de tiquismiquis, siempre andáis donde no os llaman. Voy a ver si lo coloco aquí de avisador.
–¿Dónde vive?
–Ahí tengo la dirección. Ahora te la daré. Creo que es por la Diagonal. Anda a verle esta noche. Se lo he prometido.
–Ahora no voy a ir. Esperaré a ver si acaba la alarma y puedo coger un tranvía. ¿Qué hay, Cristi?
–Nada. Ya ves –dijo la guapa–. Parecía no pensar, y evidentemente no pensaba, suspendida en el vacío por su belleza; solían contestar los demás por ella.
Inesperado, asomó la jeta López Mardones. Como siempre, se le revolvió la sangre a Templado.
–Hola. ¿Qué haces?
–¡Psé! –contestó el recién llegado–. En el periódico; en el ministerio. ¿Y tú?
–Ya sé que ahora eres un personaje importante –le dijo el médico con afán de molestar.
De siempre, y conocía a López Mardones hacía años, le había herido su doblez evidente, su melosidad, su condición rastrera. Un suceso nimio acabó de forjar el desprecio que Julián sentía por el arribista. En un café de Madrid, a poco de la República, en una tertulia que más tenía de cherinola que de otra cosa, López Mardones se había jactado de su amistad íntima con el secretario del ministro de Hacienda: –Hemos estudiado juntos el bachillerato. Todo lo que yo quiera…
Necesitaba Templado una recomendación para este personajillo y, horas después, propuso a López Mardones que le acompañara y presentara a su amigo. Sucedía esto en el Café Regina y no tenían sino bajar cien metros.43 Aculado el fisgón, empezó a disculparse con jeribeques y excusas traídas por los pelos: Templado, con una dureza inesperada, lo descornó ante amigos y conocidos.
–Bueno, bueno –le dijeron estos– no hayc para tanto.
–Es que me sacan de quicio esos patarateros adornados con plumas de ganso y en trance de pavo real.
Sucedíale a veces a Templado dejarse ir por el tobogán de la ira.
El follón no dijo esta boca es mía. A los pocos días tropezáronse por la calle y el zarracatero le saludó como si nada. Siempre a la husma, ahora asomaba el morro, bien afeitado a repelo y Julián, como siempre, buscaba definir a su interlocutor a fuerza de callados adjetivos.
(Picaño, pequeño, cacoquimio. Fofo, astuto, bocón. Malsín, patrañero, soplón, fanfarrón, entrometido, espía. Siempre al apaño y amigo del dolo. Traslúcido, con el pelo brillante de mil brillantinas y la cara de polvos y masajes, amo de los limpiabotas. Oloroso de peluquería. A lo que él cree: elegante, de lo más elegante, la raya del pantalón pespunteada para que no haya equívocos. Bajo, bellaco, denunciador por gusto de fastidiar al prójimo, afán de enterado y pura nequicia. El cuello alto, trabilla, las solapas anchas. Farolero, estafadorcillo: de su sastre, de su lavandera, del cobrador del tranvía. Tramposo hasta con su propia corte. Punto del frontón y de los bares. Con los primeros aletazos del cine español halló su mundo. Estuvo en Joinville y de aquello iba viviendo, y de la creación de unas extrañas compañías de seguros. Escritor y periodista, a lo que decía. Suspendió pagos en Madrid, suspendió pagos en Barcelona. Al empezar de la guerra acababa de fundar su tercera sociedad. Siempre al husmeo del chisme por afán de rebajar a los demás a su talla; ruin placer de envolver en su podre al que fuera; delator desde el vientre de su señora madre: que no estaba casada y el bulto le costó la plaza y la vida. López Mardones era comunista; proporcionábale gusto el obedecer con lealtad hacia su partido. Como su natural le llevaba a mil trampas, de las que no se podía justificar, el churrián solía esconderse algún tiempo pretextando enfermedades y reaparecía cuando suponía que la reprimenda del partido no pasaría de lo oral. Su especialidad: orillear.)
A casi todos sabían a rejalgar sus melindres y engañifas, pero él se hacía el desentendido. Para López Mardones aquella manera de producirse era lo natural: el mundo es una vasta «combina» y la cuestión andar de negociejo en negociejo hasta el día del triunfo del partido, en cuyo caso, por haberlo servido con desinterés, seria magníficamente recompensado. López Mardones era ambicioso. No le herían los medios, ni el desprecio. «Tú llegarás, se decía. ¿Qué te conviene?»
–Pues me habían dicho que estabas en el SIM –le dijo Templado.
–¿Yo? No, Revilla.
Revilla era un amigo suyo, fotógrafo e hijo de fotógrafo avilesino, también parrandista del cine. Ladrón.
–Se te ve poco estos tiempos –dijo Teresa.
–He estado malo.
Esta vez era verdad: de rabia y gonorrea; la primera, porque el partido le había llamado seriamente al orden, ganada la segunda al azar de una clientela forzada.
Para vivir recurría a cien medios, acostumbrado que estaba a ciertas comodidades. Teníanlo todos por lo que era: matón, con más conchas que un galápago. Casado y con tres hijos perfectamente abandonados por una zorra de buen porte a la que traía y llevaba vestida con trapos de mucha vista. Le rodeaba una corte de aprendices, de rufianes que se cuidaban de sus deseos y recados y le soplaban dichos, rumores y sedices de los más diversos medios. Teníase por muy enterado y al corriente de los intríngulis más desemejantes de la política.
–Y tú, ¿qué haces? –le preguntó a su vez a Templado.
–Ya ves. ¿Sabes algo de Teruel?
–No. Aquello va muy bien.
Con el retintín daba a entender que aquello era optimismo oficial. Que se callaba lo sabido.
Hubo un silencio. El rebombar de los antiaéreos llegaba muy apagado.
–Esos jóvenes proclíticos… –dijo de pronto Templado, a quien la presencia de López Mardones tenía en ascuas.
–Explica tus camelos –corta Teresa.
–Proclíticos son los monosílabos sin acentuación que se ligan con la palabra siguiente. Que no son nada de por sí y todo lo ganan con pegarse.
–¿Tan valientes? –pregunta López Mardones con sonrisa insegura.
–Pegarse de cola –contesta Templado–. La cola es lo último. Y esos se sienten extremidad, extremidad falsa, posposteriores, apéndices. Pasta, gelatina, raedura y retazo. Pero se dan importancia porque siendo extremidad bullen más que los otros, oliendo peor.
Templado se regodea de su fárrago echando la silla hacia atrás hasta dar con el colodrillo en la cortina de cretona que ampara del polvo los trajes de la actriz. López Mardones se da perfecta cuenta de que todo aquello va por él. Sonríe sin poder contestar, tragando veneno. Hubiese dado cualquier cosa por devolver mandoble por puntada, mas la lengua se le trababa por falta de agudeza. Ni tragar podía. Se defendió sonriendo. Sentía un odio redondo por el medicucho, lo hubiese aplastado, se deseaba machacándole las liendres, volviéndole tortilla los sesos, hundiéndole el tórax a taconazos, dando puntapiés a la piltrafa sanguinolenta. Sonreía apretando los dientes, incapaz de pronunciar una palabra.
Dándose cuenta de lo poco decente de su actitud, Julián Templado seguía enhebrando indirectas (Es demasiado fácil, juegas con ventaja, ¿no te da vergüenza?), pero le daba gusto revolcar a López Mardones. Además, nunca se había podido privar de un gusto si lo encontraba a mano, por insignificante que fuese. Debilidad y pereza.
–Esos –seguía– que todo lo fían al poder de los demás buscando el amparo de las faldas…
Templado, que hablaba ahora mirando con gran cuidado las uñas de sus manos gordezuelas, levantó lentamente los ojos hacia el mandilón, que seguía apoyado en la jamba. El tal sonrió más y más descubriendo el oro de su dentadura.
–Ya nos veremos otro día –dijo. Y se fue. Teresa se volvió hacia Julián.
–Haces mal. ¿De qué te sirve?
–¿Servirme? De nada. Me da gusto.
–¿Vienes a tomar una copa? –dice Teresa, ya dispuesta a salir.
–¿Dónde?
–Al Hostalet.
–Bueno. Si está Zurriola allí me dejará el coche para ir a ver a ese enfermo tuyo. También podías haber escogido otra noche. Cenamos en La Palmera.
–¿Uvas?
–No; que Cuartero las tiene que comer en casa.
–¿Quiénes vais?
–Rivadavia, Cuartero, Sancho. Los de siempre. No sé si alguien más.
Llueve.
–Cristina, coge el paraguas de mamá, que está ahí, en la esquina del ropero.
Salieron al temporal. Cedió este a poco. Teresa tan pronto como la envolvió el aire, estalló:
–¡Que no!, hijo. Es una vergüenza. No trabajo más. Ni por más CNT, ni por más historias. ¿Me van a pagar ellos la pensión? ¿Me van a pagar las medias?
–Pero ya ganas más.
–¡Ocho duros de mi alma! ¡Me lo dicen hace año y medio, y vamos! Para qué vamos a hablar. Son todos unos hijos de su señora madre… ¡Pero llegará la suya!44
–Calla, Tere. Cállate –dijo Cristina, adivinando el rumbo de la filípica.
–¡Qué callar, ni qué narices! ¡Por una vez que puede una decir lo que piensa! Con este no hay cuidado. El día menos pensado aquí se va a armar la gorda, y lo que yo voy a reír. ¡Si por lo menos le dieran a una un papel! En el asco de la comedia que nos han leído esta tarde tengo cuatro frases. Sí, hijo, cuatro bocadillos. Ni uno más, ni uno menos. Lo va a hacer Rita. Y ese loro de la Villamarín presumiendo de primera actriz. ¡Cuando te digo…! Así no se va a ninguna parte.
Bajó la voz.
–Ya les dará Franco. Si por lo menos hicieran teatro de verdad. Pero hijo: su mayor quiebra: que Muñoz Seca45 sea de los otros. No sabes cuánto lo sienten. Ya han propuesto hacer sus comedias sin poner su nombre en el cartel. El público es idiota. ¡Pero lo que es ellos!
–Si no les enseñan, ¿cómo quieres que escojan? –dijo Templado.
–Eso son zarandajas tuyas –contestó Teresa.
–Cállate, Tere –redarguyó Cristina.
El odio le sentaba bien a la actriz: adelantaba la barbilla y los labios se le desencajaban un tanto: apetecibles valvas.
–¿Pero es que tú crees que esto puede seguir así?
Templado no abrió la boca. ¿Para qué? Para decirle: ¿Tú, qué entiendes de eso? Ella le contestaría comparando su vida anterior a esta. La guerra no es cosa de mujeres, ni de niños. Y la frase suprema de los tontos: –¡Déjate de política!
Llegaron al Hostalet. El local había conservado, en la revolución, su airecillo distinguido y su clientela corbatinera de señoritos, con los papeles en regla, a la que se habían añadido algunos funcionarios sin familia, algunos vascos de buena estatura («La Delegación está a un paso»), militares de buen ver, todo revuelto con discretos agentes de policía y contraespías muy visibles: quién por el color y rizado del pelo, quién por los afeites, quién por el solo enseñar de las piernas cruzadas. El restaurant es pequeño, a lo mallorquín aldeano, adornado con volantes de cretonas floreadas, imitación de espolines*; sofás y sillas de enea, los banzos y los respaldos, rojos y azules, con cándidos motivos pastoriles calcomaniados. Un bar, en la entrada, más para el contrabando de tabaco que para otra cosa. Había alcoholes al capricho de la Gastronómica.46
Quedáronse los recién llegados de pie, en el bar tras distribuir varios vagos «¡Hola!» a algunos conocidos enmesados con sus putillas correspondientes.
–¿Dónde vas a pasar la noche vieja? –le pregunta Templado a Teresa.
–No sé. En casa. Con esa y su madre.
(Antes, en la vida olvidada, aquello era sitio de murmurar; ahora las voces se encabritaban y rompían más alto.)
A su lado unos jóvenes más o menos amilicianados pagaban sus consumiciones.
–¿Vienen o no esas combinaciones, Rafael? –preguntó Templado.
Sirvioles en el momento en que los parroquianos vecinos se iban a la calle. Al pasar tras las muchachas un barbián de barba barbillera, bastante bien plantado, debió ludir intencionalmente a Teresa. Volviose esta hecha un basilisco y, sin darle tiempo a Templado de enterarse, atizó una tremenda bofetada al desvergonzado; este, caído del cielo, estupefacto y dolorido, intentó levantarle la mano a la joven. Armose la marimorena. Acabaron todos en la comisaria, donde después de revistos los papeles no pasó más. Lucíanle los ojos a Teresa con los más fieros ardores, punteados de lágrimas donde reflejarse.
–¡Qué se ha creído! ¡Qué se ha creído!
Sofocada. El mocero corregido no volvía de su asombro.
–¡Vaya tía!
–¡Tía lo será usted, asqueroso!
–Lo grande –decía el denominado– es que no la he tocado a ella, sino a la otra.
A Templado le molestaba el trato con la policía. Pero le conocía el comisario y al saber que el médico necesitaba hacer una visita urgente –razón que alegó Julián para salir de los primeros– le prestó su coche. Ya en la calle se despidió de las jóvenes. Como siempre, Templado tentarujó la mano de Teresa, leve consuelo, y fuéronse cada cual a su destino.
(Tonto, Julián, tonto. No puedes nada «contra» ella. No puedes con ella. Ya lo dice: «–Mira, Julián; amigos, siempre». Y la conversación se murió. ¿Te acuerdas, al principio, después de haber hecho todo para conseguir que almorzara contigo, sin Cristinica? ¿O es que la quieres por imposible? Y, entendámonos sobre la palabra querer. Me gusta por mundo aparte.)
Le iba calando la humedad del coche, parado bajo la cellisca toda la tarde. La gutapercha olía a demonios y se pegaba al gabán.
Pilongo y sarrillero, la lambrija se moría. Zarria oscura y pálida de lo que pudo ser si la guerra con su escasez no se la hubiera escomido. En aquel camastrón de hierro colado, con cabeza y pies pintados de negro, salpicados de desconchaduras, pomos de cobre sucio, la flacuchez del niño aumentaba el espacio: el jergón parecía inmenso.
La madre –Matilde– estaba sentada en una silla baja, fijos los ojos sin expresión en la desmedrada criatura.
–¿Cuántos años tiene? –pregunta Templado.
–Dos –contesta Julio Jiménez, con matrería.
–Lo que necesita es comer.
Julián se arrepiente en seguida de su diagnóstico. Sintió, sin verlo, el trallazo de la mirada del feriante en su espalda.
–Señorito Julián…
Templado mira a la mujer con esa sensación de pena, sorpresa y rabia de la propia limitación que surge al ver una persona vaga, pero seguramente reconocida, mas sin encajar en ninguna celdilla del recuerdo.
–¿No se acuerda de mí? Matilde…
–¡Matilde! ¿Quién nos había de decir?
–Es el señorito –explica la mujer a su marido.
El hombre gruñe. Templado siente la antipatía despedida por el hombre agarrarle los hombros y confundirse con la humedad que le entumece.
–¡Qué casualidad! –dice Julián, destanteado–. ¿Qué ha sido de tu vida?
(«Siempre serás tan inoportuno e impertinente. ¿No ves lo que ha sido de ella?»)
–Usted, ¿es amigo de la señorita Teresa? –salta, más fino que el viento, el montañés.
–Sí.
–Si usted me hiciera el favor de recordarle lo de la colocación.
–¿Dónde?
–Allí. En el teatro.
–No faltaba más.
Matilde no volvió a abrir la boca, la mirada fija en el escomendrijo, ancla dispuesta a lanzarse a la roñosa almohada en busca de una sirte surgida por ensalmo.
Julián recetó en balde, dejó unas pesetas y se fue a cenar. Ya le debían estar esperando.
Al bajar la empinada y rechinante escalera, el médico se iba sumiendo en sus recuerdos moceriles. «¡El tiempo!» No lo decía por la lluvia, ni el frío sino por la duración y la mudanza.
Recayó en su casa de Madrid. El piano, el sofá, el pasillo oscuro y la carne morena, caliente, suave y prieta de la Matilde de sus diez y ocho años.