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3. Julio Jiménez, retratoa
Оглавление«No hay feria como la de Albacete. Ni la de Játiva, ni las de Valencia, ni siquiera las de Alcoy. No hablemos de Cocentaina. ¿Te acuerdas de Cocentaina, de la agarrada con el Moreno? No las de Hellín, ni las de Mula, ni las de Caravaca. Ni las de Utiel; el año que fuimos a Utiel y a Requena. ¿Dónde he pasado tanto frío como aquí? ¡Y ese tranvía sin venir! ¡Dios! ¡Qué frío! Quizá en Chinchilla o cuando fui de pequeño hasta cerca de Ciudad Real: llegamos hasta Daimiel, no sé si a Almagro. ¡Ahora nieva! Nunca ha nevado tanto en Barcelona, lo dicen los mismos catalanes. Será porque la ciudad está fría: sin carbón, sin leña. Por lo visto son las casas las que calientan el aire. Nunca han estado tan frías las paredes. Esa humedad del tabique que se mete en la espalda por la noche. ¡Y ese tranvía que no viene!»
Pintea el agua rehilada de nieve.
«¡Tan bueno como amaneció! ¿Cómo estará el niño? ¡Cómo me va a mirar la Matilde cuando me vea entrar sin el médico! ¿Qué culpa tengo yo de que no haya venido? Doña Teresa dice que vendrá antes de las seis. Habrá tenido que hacer. ¿Y si el niño está peor? Yo he dejado el recado, y doña Teresa apuntó las señas. ¿Qué más podía hacer? ¿Por qué me iba a engañar? ¡Cómo me va a mirar la Matilde! ¡Y con el frío que hace! A lo mejor cuando llegue a casa ya está allí. Todos los médicos tienen coche. ¿Qué interés va a tomar un médico por un niño como el mío? Para acabar de arreglarlo, ese tranvía sin venir. No sé si tengo más frío en la espalda o en las piernas. ¡Cómo se despide el año! ¡Qué Nochevieja! Ahora estaríamos en la Feria de Valencia. ¿Dónde? Estos años la han cambiado de sitio más veces que gobiernos ha habido: un tiempo en la Gran Vía, antes en la plaza de Castelar, cuando aún había Bajada de San Francisco.28 ¡Qué tapas las del Bar Oliveta! Y en los solares de la estación del Norte, y en la avenida de Victoria Eugenia, ahora detrás de la Plaza de Toros. Se acabó el tiempo de las ferias, Julio.
»Voy a subir a pie. Contaré hasta veinte, y si no viene subo a pie. Tan oscuro y lloviznevando. ¡Qué frío, Dios! ¿Qué crees que tiene el niño? ¡Si estuviese seguro de quién me lo ha aojao! ¡Como sea el Manuel! ¿Se puede morir? O desgraciarse para toda la vida. ¡Cuarenta y dos pesetas una docena de huevos! Y nada en la Cooperativa. La culpa de los fascistas. Sí. Y del Gobierno. Ya los metería yo a todos esos que comen en los restaurantes… ¡Esos son los de la quinta columna,29 hijos de la gran madre que los parió!
»A ver si es este. No, un 54. Ahora estaríamos en Valencia. A hacer puñetas, no espero más.»
Julio Jiménez hunde sus manos encallecidas en los bolsillos de su pantalón de pana, deja la plaza de la Universidad y sube Aribau arriba.
«He esperado hasta las siete y media. Dijo que vendría a las seis. Ya está bien. Con tal que no esté cerrada la farmacia.»
Cae el cielo negro sobre la ciudad negra. Se adivinan los fantasmas de las espirales ventolineras de la nievezuela, resbala la jalea del lodo por el suelo enfangado. Al chispazo largo de los faros de los automóviles brillan el rayadillo del agua y los charcos picados. Llueve desde siempre y para siempre, para siempre es el frío: durísima espada. Aúllan de pronto las sirenas, desencuévanse como los vientos; envuelven la ciudad ululando a muerte.
¿Con este tiempo también? Bombardearán nubes. No tengo miedo y se me encoge siempre el estómago. Es lo que le faltaba a la Matilde. ¿Quieren que nos muramos en el barro? ¡Puercos!»
El zumbido de los motores y el rebombar de los truenos de los cañones tirando, ciegos, a la aventura de los oídos. La ciudad, herida y oscura, siente más la congoja del frío. Cerca de la verja de la Universidad Julio Jiménez duda un momento, el agua por la boina, por la cara, por la chaqueta corta de pana rayada. Hace tiempo que el ocre tostado del terno ha perdido su vello en coderas y rodilleras: cálanse en seguida las urdimbres. Córrele la lluvia por las arrugas de la cara, como si fuese por cárcavas, gotea el bigote rucio, andan luego los rosarios de agua al azar de su barba cerrada, sin afeitar desde la recaída del chaval. El agua bate cejas y pómulos sin hallar mejillas, y por las torrenteras de los desaparecidos mofletes éntrase por el cuello: que la camisa no es obstáculo, cabe el puño por él, tanto adelgazó el hombre de tanta lenteja, tan poco pan. Julio Jiménez pasa de los cincuenta, con mucho hueso y poca carne, ancho, bajo, la quijada fuerte, la boina pequeña, la cara y las manos tostadas de aire y sol, que el cuerpo lo tiene blanco como cuajada. Hunde el pie derecho en un charco, llénasele de frío y humedad, a pesar de las botas, que son de Almansa. Por la calle que enfila baja un gris arremolinado como ventisca de puerto. La nieve se deshace en agua a cualquier contacto.
«Ya ves, una buena acción nunca se pierde: la ayudé a salvar el equipaje y ahora me manda el médico y quiere encontrarme trabajo. Trabajo, trabajo… ¡Quién vendiera ahora relojes subido en las tablas del barracón! ¡Señoras y señores! Yo no soy León Salvador…»
León Salvador, ¡el rey de los feriantes! Con su mancha vinada partiéndole la cara. Y su labia famosa. Él solo vende más relojes que todos los demás juntos.30
Las ferias son casi todas en agosto y septiembre, aunque empiecen con la Magdalena en Castellón y acaben con el Pilar, en Zaragoza, que las de Navidad en Valencia no son nada, un aguinaldo.
El número y la calidad de los tiovivos, de las norias y columpios, indican la importancia de la feria, que la de la comarca depende de los animales; lo que importa es el ganado, y en las capitales los toros. Sin reses, las ferias no pasan de ser verbena. Las barracas son propiedad del Ayuntamiento, y los puestos, de año en año, los mismos para los mismos, a pesar de la pamplinada de la subasta. Son tres las clases de comercios: de juguetes –de Onda, de Denia–, de bisutería –ahí de murcianos y valencianos– y los turrones de Jijona. A las ferias pequeñas suele acudir un tiovivo, tres tiros al blanco y un Museo Taurino de figuras de cera con la casaquilla del «Espartero», o el estoque de Reverte.31 Para las mozas las vitrinas de los quincalleros son las páginas de la moda; que el recovero trae siempre lo mismo. Las feriantes están al día y exponen lo último de Barcelona y Madrid. Antes conocen «lo que se lleva» en los lugares que no en la ciudad. No hay quien las engaite.
–No. Eso ya lo llevaba Ud. el año pasado.
Pasan revista a todas las cristaleras, con mucho cuidado. El precio es lo de menos.
–Mira: un broche igual al que Mariano le ha regalado a la Felisa.
Cada pueblo tiene sus preferencias: en Albacete se vende lo negro y en Játiva lo colorado. Se suceden las modas más de prisa en Lorca que en Nueva York. Una exacerbada necesidad de novedades en medio de una vida invariable.
–Esto se lleva siempre.
–¿Eso? Del tiempo de mi abuela.
Los viejos dicen que aquello ha cambiado mucho, que antes las esclavas, los zarcillos… Cualquiera sabe. Pero a Julio Jiménez le parece que el pueblo siempre ha querido cosas nuevas y desprecia el ayer.
En cambio, los dulces son inamovibles. Véndese siempre más turrón de Jijona que del de Alicante, y más de este que del de yema, y más de yema que del de fruta; y más turrón que mazapán, a pesar de venir este modelado en figurillas con lazos verdes y rojos y adorno con granos brillantes.
Los juguetes median entre los dos negocios: los niños son rutinarios: a pelota perdida, pelota pedida. Un perifollo no tiene importancia y sirve para presumir –una muñeca, un tambor es otra cosa. El juego es algo serio y los juegos no varían más que las comidas. Generalmente, la clientela de la feria come hervido todas las noches. Además, las niñas son conservadoras: no hay quien las haga tirar la muñeca vieja, pero quieren otra. Los látigos, las canicas, los trenes de hojalata, los acordeones –con las arrugas verdes, malvas o rosa– los aros, los violines, las cajas de colores, varían poco, pero varían los niños. Mucho más que las mujeres. Un niño dura dos años, una mujer moza el doble: hasta que se casa. Además, los niños no tienen memoria, razón de la eternidad de sus gustos; que la liviandad de las muchachas nace de lo contrario; una mujer se acuerda siempre de los aretes de su boda… Los hombres compran boquillas y relojes. Las hembras les mercan gemelos y alfileres de corbata. Cada año trae críos nuevos y nuevos modelos de arracadas. Los peines y los neceseres son siempre igual a sí mismos.
–Hola, Julio: quiero un escarpidor «de la Tortuga», como el que me vendiste en Vélez Rubio hace tres años.
–Ahí tienes uno «del Elefante».
–No. Quiero uno «de la Tortuga».
En las ciudades hay, además, rifas y atracciones. Los barracones son de propiedad: la mujer sin tronco, que la barbada ya no le interesa a nadie; la sirena y el mayor monstruo del universo: carnero con tres colas y dos cabezas o cabritilla con seis patas, o mejor serpiente cascabel o aun aligator zampahombres. En un tapiz colgado al frente del cadahalso la bestia inmunda se medio traga un hombre de color. Y tras unos cortinones de terciopelo carmesí trencillados de oro: la muerte de Granero.32
«Las ferias. ¡Eh, Julio, las ferias!»
Los porritos se están muriendo. Ahora la moda son las perdidas, tres en hilera a medio vestir, con «trajes de noche», dándole a los hombros lo que es de otra parte, al compás de un son, por rayado, gangoso. ¡Infelices! Y muchos se dejan engatusarb. Salen riendo, con los pies calientes y la cabeza fría. Las tómbolas varían según la tolerancia gobernadora, lo bonito son los colores: el 0, negro; el 1, rojo, verde o azul, y el 2, y el 3. Se encienden y apagan las bombillas de colores al repiqueteo de la ballena por los clavos de latón dorado que bojean la rueda de la fortuna.
–¡El 12! ¡Y va con regalo!
Los circos son aparte, aletazo del gran teatro del mundo.33 Los circos y las músicas celestiales de los grandes carruseles –Poeta y Aldeano, Moros y Cristianosc y la segunda rapsodia húngara de Liszt– forman en un universo que Julio Jiménez conoce mal: las ferias de las capitales, de Vigo a Cartagena, de Santander a Valencia. Él se ha hecho hombre en Mula, en Cieza, en Totana, en Jumilla, en Alhama, en Puerto Lumbreras, en Mazarrón.
«Y eso que no hay cosa como esos organillos de París, con tubos de azófar, como un órgano de verdad, y sus muñecos dando graciosos giros, tocando un tambor o alzando la batuta, vestidos de sota.
»¡Mira que si Teresa Guerrero me coloca de avisador! Porque yo creo que se muere de hambre. Sí, de hambre. Un hombre puede comer menos que un niño, para eso es hombre. La sabandijilla jimplando, jadeando. Y ese pulso tan rápido que parece que le va a aserrar el corazón. Anda, anda. Arrempuja el aire, latiguea el agua, batiendo nieve. Hay que ir hacia arriba. Y si me casca un antiaéreo, que me casque. Tira. Cuanto antes, mejor. No se ve nada. Y el frío que se aprovecha y se cuela por todas partes, como si pagara. ¡Cuidado al cruzar! Diputación.
»¿Qué vendrán a bombardear si no ven nada? Tira. Dale. Cerdos. Aquí no conocerían a León Salvador. En esta época nunca ha hecho un tiempo tan cochino. Había que verle en Albacete subido en sus tablas. No era un feriante, un artista. Yo no llegaré nunca a eso. Dicen que soy muy bruto. A mucha honra.» León Salvador había hecho tablado del mostrador: se subía encima, en el lugar del género ponía los pies. Un espectáculo. Vender divirtiendo. Charlatán, embaidor. Los viejos le miran como a un hereje. Su gente se le rinde con solo verle reír agitando su campanilla. No es clientela, sino público. Su éxito: convertir el teatro en ganancia.
«No os voy a decir lo que os voy a dar por cinco. No os voy a decir lo que os voy a dar por diez. Ni por cien. No lo vendo: pero le añado un billete de cinco duros. ¿Quién quiere el todo, todo esto que tengo en la mano: el billete de veinticinco pesetas, el reloj, que no quiero vender, esta cadena que pongo ahora, ¿quién lo quiere por veinte pesetas? ¿Nadie? Ya lo decía yo: no lo doy a ningún precio. El público es tonto. ¿Ud.? ¿Ud. lo quiere ahora? Ahora es tarde. Vuelva mañana.»
Y la gente se ríe. Cuando más los insulta o engaña, más se ríen. A menos que uno de sus comparsas intervenga y se lleve la breva, entonces surge otro: «Yo, también». Y la gente se vuelve a reír. «¿Por qué? –se pregunta aheleado Julio Jiménez–. Si lo hago yo la gente se queda fría. Tiene ángel.»
«No lo doy: ni por cinco, ni por diez, añado un billete de cien pesetas. ¿Quién me da noventa de todo?»
La gente se arremolinaba aguzando el oído.
–¡Chist! ¡Callarse!
Cerca o lejos, alrededor, los tiovivos, los columpios, la montaña rusa, el tobogán, los circos armaban jolgorio, en amalgama con los gritos de las criadas. Algazara contrapunteada por el ruido de los disparos y el aplastarse de los balines de plomo en las charpas de hierro pintarrajeadas, poniendo en movimiento una fragua o haciendo pasar un tren, o haciendo tocar a rebato unas campanas; desfila una procesión, gira un molino o estalla el petardo del ¡bomba va! Al lado, los que presumen de mejor puntería se afanan en lanzar de su vertical y altibajero lecho de agua una pelotita de celuloide que rueda sus dos colores; los buñuelos y las pipas de yeso han perdido adeptos. Al lado, un negro pasea tras una alambrada, sobrepásale su chistera, que unos muchachos del cuarto año de bachiller se empeñan en tirar con la sana intención de darle al moreno en las narices: puede más la mala puntería que la mala baba, y el cimarrón sigue andaviniendo por su jaula, tan contento. Las pelotas rebotan en la madera del fondo, rehinchiendo los timbres, los gritos, los pitidos, los campanillazos, la albórbola de todo y la garla de León Salvador, que con grandes alharacas y su voz rota, bronca pero clara, procura vencer la trápala: «¡Ud. tiene ojos de comprador de reloj! ¡Ojos de comprador de Roskof! ¿Qué es un reloj, señores? Nadie sabe lo que es un reloj. ¡Un reloj, señores, con catorce rubíes! ¡Y áncora! ¡Un reloj suizo, señores! ¿Qué es un reloj? Nadie sabe lo que es; León Salvador es el único que sabe lo que es un reloj. Nadie sabe lo que es, pero todos quieren tener uno, sin saber lo que tiene dentro. El que no tiene reloj, pierde el tiempo. Sin reloj ni se vive, ni se puede vivir. Tanta falta hacen como las mujeres, y salen más baratos. Me diréis que andan solas, que no hay que darles cuerda. Pero no hay quien las pare, ni León Salvador que las componga.34 Un reloj suizo, ¡con catorce rubíes como catorce soles! ¡Catorce rubíes como no los hay mejores! ¿Qué vale un rubí, señores? Alguno de Uds., ¿puede decirme lo que vale un rubí, un rubí verdadero, un verdadero rubí? ¿Valdrá un rubí menos de un duro? Tú, muchacho, ¿crees que un rubí puede valer menos de un duro? No. El chico no sabe lo que vale un rubí. Pero un rubí es un rubí. Y un rubí no puede valer menos de un duro. Alguno de ustedes, ¿puede venderme un rubí por menos de un duro? Nadie. Nadie. Aquí tengo un reloj del mejor sistema Roskof, un magnifico reloj de catorce rubíes; catorce rubíes que valen por lo menos catorce duros. Más las tapas de oro chapeado de 18 quilates, la esfera, los números, la maquinaria, los resortes, el áncora –porque es un reloj áncora, señores–, más los muelles, la cuerda, las ruedas, las agujas, el cristal. Un reloj completo, garantizado por León Salvador, ¡el León de los vendedores y el Salvador de los compradores! Un reloj de catorce rubíes, ¿por cuánto lo vendo? ¿Por cien pesetas? ¿Por ciento veinticinco? No, señores, no. No seré tan tonto. Tiene catorce rubíes que valen, ellos solos, catorce duros. ¿Por cuánto lo vendo? ¿Por los catorce duros, que valen los catorce rubíes? No, señores. Ni por catorce, ni por trece, ni por doce. Ni por once, ni por diez, ni por nueve: seis duros, señores. ¡Y no vendo más que esta caja de doce! Uno para este señor, otro para aquel, este para el señor calvo de más allá. Lo siento, no hay más. Lo siento, vuelva Ud. mañana, quizá le pueda complacer. No. No hay más. ¡Ahora vendo un lote de cadenas! ¡Ahora vendo un lote de cadenas de reloj!»
Pita y campanillea el carrusel, gira la noria, chilla el macaco del barracón de rabizas.
Cruza –una calle más arriba– una ambulancia con el mismo timbre que el de los recuerdos. Julio Jiménez guachapea en el fango. Tropieza.
«Cuidado al cruzar. ¿Consejo de Ciento? ¿O la ha pasado yad?»
La noche se convierte en hopa.
«¡Cómo encocora el frío! ¡Y cada vez más fusco! Alargar el paso. Cuanto más de prisa, más pronto llegaré. ¿Qué dirá? ¡Dichosa alarma! Y el niño delgado, con los ojos cerrados – ¿abiertos o cerrados?– de fiebre. Y sin quinina, o como se llame el potingue ese. Para eso se vuelve uno a casar. Es que el hombre es así. Sin mujer no se puede vivir. Y eso que esta ha salido buena. Pero nadie me quita de la cabeza que el Miguel ha aojao al crío. Yo no podía adivinar que le gustaba la Matilde. Además, en esos momentos uno se ciega. ¡Y Miguel es tan hijo mío como el chirriquito35 ese! Miguel en Teruel; tampoco pasará frío, que digamos.36 ¡Cochina vida, cochinos fascistas!
»¿Por qué vinimos a Barcelona? En mala hora. ¿Por qué me he acordao de la feria de Valencia? Cabo de año… Tira p’arriba. Cochino charco, cochina vida, cochina guerra, cochinos fascistas. ¡Agua de Dios, basta! Y dale. Si se muere, la culpa la tienen los fascistas; y si no, ¡a ver quién ha empezado la marimorena! ¡Y no se encuentra comida ni pa un remedio! ¿Qué remedio tiene el delgadín? Y las colas. Que el frío, que el no encontrar el médico ese del demonio, que la alarma, que el romperse las narices con tanta cochinada como parece que hay por el suelo, ¡cochina nieve! Lo peor, el frío. Peor que el acabose. ¡Me falta resuello! Está uno solo en medio del mundo, ni Cristo por la calle. ¡Es mucho machacar, Dios! Ya me corre el agua por la espalda, ¡cochino cogote! Y no saber. No saber ¿qué? ¿Por qué se ha de morir el niño? Es una vergüenza. Sería pa llorar si no lloviese tanto. ¡No dejar uno pa muestra! Y ahora resulta que el Miguel se ha casao. Seguro que con cualquier pendón. ¿Qué he hecho yo para que todo se me venga encima? Y arrea, Julio, arrea. Cuidado al cruzar. ¿Aragón? Sí.»
La reconoce por las barandas y la trinchera. Por el hondón pasa un tren, un tren todo mojado, transido de frío; un tren descristalado, sin humo.
«Corre, que llegarás tarde. ¿Te cansas? Yo también. Y eso que yo pudiera… ¡Mira que si la Teresa Guerrero me coloca de avisador! ¡Yo, de avisador en el teatro Barcelona! Con tantas pelucas y tarros, y coloretes y tanto olorisco y trajes de recambio.
»Y eso que yo no debiera sentir el frío.»
Porque Julio Jiménez es de tierra fría, de Cabuérniga, para más señas, de padre barquillero y mudo. Pero salió de allí muy rapaz. Pequeño se había quedado; hasta la huesa, ralo y duro, con la cabeza como de piedra, los ojos como alfileres y lucios; la frente de dos dedos toda arrugada, como si se hubiesen empeñado en que cupiese toda en tan poco espacio. Ya le daba a la rueda cuando se murió la madre y el padre se abarraganó con una trapera, que creyó tenerlo todo resuelto con un hombre mudo. El que salió peor librado fue el chico que, a las primeras de cambio, se las piró. Así cayó feriante. A los doce años, al azar de un encuentro. Fue creciendo sin darse cuenta, sin que lo notaran los demás. Un día empezó a granjear por su cuenta, se amontonó con una de Alcoy, nació Miguel, se murió la mujer a los dos años de no se sabe qué: un dolor que le dio… Las comadres murmullaron. Allá ellas. Ahora Miguel ya tiene veinte años, por lo menos. «Y la otra, la sabandijita, se está muriendo.» ¡Qué le importa al agua! ¡Qué le importa al agua el frío! ¡Qué le importa al agua que yo venda o deje de vender relojes! Cuidado al cruzar; Valencia.
«¡Y la pobre desgraciada que me dice que todo esto nos sucede porque he votado por las izquierdas! Infeliz, ¡qué sabe ella! ¡Qué saben las mujeres! Las mujeres a barrer el piso, a lavar, a callar. A limpiarle el culo a los niños, que para eso los hacen. ¡A callar las faldas! ¿Que se te muere el niño? ¡A callar! ¡A callar, he dicho! ¿Es nuestra la culpa? Entonces, a callar, ¡qué narices! ¿Es mía la culpa si el médico no estaba? ¿Es mía la culpa si no hay leche? ¿Eh? ¿No dices nada? ¿Es mía la culpa si hay alarma? ¿Es mía la culpa si llueve? ¿Es mía la culpa si hace frío? ¿Eh? No te atreves, ¿eh? ¡Pues, a freír espárragos! ¡Y a callar! Si no te callas, te arreo. ¿O es que crees que no me gustaría más estar vendiendo relojes en la feria de Valencia, aunque de cuando en cuando oiga uno que dicen:
–Mira ese. Se cree que es León Salvador.
»¿O es que crees que por eso voy a votar a los carcas? ¿Que qué tiene el niño? ¿Es que soy médico? ¿Entonces? ¿Es que crees que si lo supiera no estaría ya curado?
»¿Por qué se casaría uno? ¡Si en vez del niñorro se muriese ella! ¡Calla, condenado! Esta calle ya es Mallorca. Cuidado. No se ve na. Mira que si se llegara a morir ella…»
La idea se le queda fija a pesar de sus esfuerzos para borrarla. Anda diez metros con ese laberinto a cuestas. Véncelo el frío y el vientecillo cicatero que traspasa la humedad del pecho a la espalda.
«Dios, ¡cómo tengo los pies! Dios, ¡ayúdame! Haz que se salve el niño. Si le salvas… Si le salvas, ¿qué?»
Julio Jiménez aprieta los puños en los bolsillos.
«Si le salvas, ¿qué?»
Julio Jiménez no le puede ofrecer nada a Dios.
«Si no tengo nada, ¿qué quieres que te dé? Pero ¿qué culpa tiene el niño? La culpa es de la noche, del agua, de la alarma, de los fascistas, de la guerra, de la mierda. Hace tiempo que no se oyen los cañones. Habrá sido una falsa alarma. A lo mejor.»
Baja un auto fiándose de la soledad.
«Al fin y al cabo la culpa es tuya, Dios de los españoles. ¿Es que los ricos no tienen bastante contigo? ¿Qué te he hecho yo? Se murió la Fuensanta, que bien sabes que no la maté. ¡Que comadreen lo que quieran, y a mí qué! Yo hice lo que pude. Una desgracia. No hay más Dios que el de las desgracias. Del frío me siento los huesos. Me duele el esqueleto. ¡Otro charco traicionero! ¡Trampa! ¡Trampa! ¡Sálvalo, que es pequeño! Y si se muere, haz que su madre no lo sienta demasiado. Que yo ya me las arreglaré, para algo es uno hombre. La culpa de todo la tiene el Miguel, le echó una mala mirada. Yo lo vi. ¿Que le gustaba la Matilde? ¡Haberlo dicho antes! Provenza. Cruzaré hacia el Hospital. Tengo que ir a Granollers. El Borrao dice que allí hay patatas. A ver si Oriol me quiere llevar en la camioneta. ¿Y Clemente? Lo malo es que un reloj es mucho reloj por diez kilos de patatas. Mucho reloj y poco arroz. ¡Me cago en diez, otro charco! Y ale, otra ambulancia. ¡Cochinos fascistas! Cuidado al cruzar Rosellón.
»¿Por qué se me revuelve el estómago pensando en el niño? Lo que tengo es cochina hambre. Y sobre los hombros frío, y en la cabeza rabia. Y en los pies, agua. Con tal que el médico ya esté en casa. Ha prometido decirle que suba en seguida. Debe de tener coche; a pesar de la alarma creo que a los médicos los dejan. Lo que tengo es hambre. ¡Aquella paella de Albocácer! Y el gazpacho de Utiel el día que maté las dos liebres. Carretera de Sarriá. Ya falta menos. ¡Agua y venga agua! Si el cielo está tan mal repartido, ¿de qué nos quejamos? ¿Qué darían por esta lluvia en Lorca o en Puerto Lumbreras? ¡Y la nieve de balde! ¡La feria de Puerto Lumbreras! Total subíamos diez o doce a hacerla.»
«¡Ay, el campo de Murcia, donde el agua divide la tierra a ojos vistas! La misma tierra, el mismo aire, el mismo sol: con agua, todo verde; sin agua, todo polvo. Secano, y aquí, ¡tanto barro!
»Huellas del Sangonera y del Segura. Verdes canales hasta el extremo estiradísimo de las aguas. Totana, verde; Puerto Lumbreras, blanco. Abarán, vivo; Mazarrón, muerto. Secano para perder la vista, blanco de sed. Espinardo, tan verde. ¡Cómo huele a naranjo y jazmín!
»El colchón de borra tendido por el suelo de la caseta sin importarles el tamo. Cuando hacía calor, calor; cuando hacía frío, el brasero: lo cuidaba con aquella badila de cobre historiado, que no recordaba de dónde había salido. Las sábanas se las lavaban las amistades: ninguna tan simpática como aquella Matilde, de Alhama. De noche, cerrado el barracón con una lona claveteada; el viento regolfado en ella, tamizado su ímpetu, se dejaba caer fino y blando sobre las espaldas del feriante dormido. Si el aire pasaba de la raya, se le combatía con un vinillo de agujas, agrio y raspante, según los lugares, cuando no caía pardillo o, en la Mancha, tintorro y de buenas orejas. Con las mujeres todo se ordenaba, pero el tiempo que anduvo solo con el chico ya mayorote se los comían las chinches. Por algo se había vuelto a casar, que no todo fue por el gusto. Para el invierno tenían un piso en Murcia.
»¡Y que no se comía! Puñeteras lentejas de hoy –de ayer y de mañana–. Y que no falten. ¿Por qué no haberse quedado allí? Para qué vamos a hablar: igual que querer volver el agua a la fuente. A lo hecho, pecho, Julio. Y por probar nada se perdía. Y sobre todo, que el chico podía seguir con el negocio. Y que no era divertido tenerlo siempre delante. Y no íbamos a dormir todos en la caseta. Y la Matilde ya echaba barriga. No era mala solución esa de venirse a Barcelona. Puerto Lumbreras… Y la sabandijita muriéndose. Puerto Lumbreras. Sudor y polvo. El poniente. Las cuatro acacias de la plaza. Puerto Lumbreras, después el desierto y luego, a lo que dicen, la Andalucía. El viento africano. Uno lo cree porque se lo dicen.
»Vélez-Rubio, Huercal-Overa, Mazarrón: extremos a que llega su mundo. Los pueblos de más adelante los conoce por los mojones, las placas, los letreros pintados en las paredes de las casas, enlechadas, de los peones camineros. Nunca pasó de Puerto Lumbreras, avanzadilla de Lorca, muerta de sed. No hay lugar donde se corte más a rajatablas la huerta y el desierto. En el término de cien metros varía la vegetación de todo en todo: en una ladera naranjos, en la otra, espartos; en un haza melocotones; en su punta seca, alcaparras; y más allá, ya retorcida de tanta sed, una higuera. Y las chumberas. Los hartos de hambre, de tanta sed, de tanto horizonte desnudo, buscan en las entrañas de la tierra. De Cartagena a Almería el suelo destripado de minas. Minas pobres, escasas, duras, pero más blandas que la superficie: puro polvo y abrojos. Durante las elecciones todos hablan de canales y repoblación forestal: “Han plantado quinientos pinos en la Sierra Espada”. Esperan milagros de los discursos y de las primeras piedras. Dura Penibética.
»Puerto Lumbreras caliente de sol y de moscas. Por las paredes de los cuartos encalados hay cromos y calendarios, las ventanas están defendidas por finas telas metálicas y el paso de la sala por una cortina de bambú. Dos casinos y tres iglesias para los vecinos y las vecinas que, contando los perros, que no son muchos, y los niños, que son más, suman dos mil.
»Las fiestas dividen el año. Por la plazoleta, al atardecer, y a primera noche, pasean las señoritas y los señoritos (cuatro señoritas, tres señoritos; tres señoritas encuadradas por dos señoritos; tres señoritas, dos señoritos). A última hora llegan los dependientes “que cierran tarde” y sus amos.
»Muere por allí la pólvora levantina y nace, ardiendo y hondo, el cante andaluz.
»Todos conocen a los feriantes por sus nombres o apodos. Todos los feriantes conocen a los vecinos por sus apellidos o alias.
–¿Y la chica, don Antonio?
–En los baños de Fortuna, con su madre.
–¡Vaya! ¡Vaya!»
La hija del fondista, Crisanto Fuentes, conocido por «El Brújula», le hizo tilín al viudo, sin saber por qué.
«Yo, ¡qué había de saber que el Miguel la rondaba! Ella no dijo ni pío. Ni entonces, ni después. Y tan secarrón el chico: los buenos días y gracias. Uno no puede estar en todo. Con que me lo hubiese dicho; pero le sale al abuelo. Además, tenía razón: esas no son cosas que se cuentan a los padres. ¡Aquella noche en que cogí a la Matilde y la entabléré! ¡Qué calina! La metí en el barracón. Al fin y al cabo, si no hubiese querido no hubiera entrao. Claro que se defendió, estaría bueno que no, y sin abrir boca; pero yo estaba salido. (Le arpó la cara, acezosa; pero la tuvo).37 Lo que le dije al chico: “Lo que quieren las mujeres es casarse. Que lo demás… Ya se sabe, desde pequeñas al olisqueo de los hombres. Parecen perras, con la nariz donde menos les importa. Y que en seguida se lo notan a uno…”. Y el Miguel tan serio, con la arruga esa del abuelo, entre las cejas. “Ahora es mía, conque tú, ¡a callar! La diferencia de edad, esa me la meriendo yo. Eso es cuenta mía, conque, ¡a callar! Y si no estás de acuerdo: por ahí se va a la calle”. Entonces es cuando le echó el mal de ojo. ¡Derecho a la tripa!
«Ahora se acaba la alarma. Es capaz de creerse que me he esperado ale tranvía. Cochino frío. Me voy a tener que cambiar de arriba abajo. Con tal que se hayan secado los calcetines. Puñetero jabón: ni una brizna.»
Llegó sin huelgo al portal de su casa.