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5. La cena, I
Оглавление31 de diciembre de 1937 Las nueve y media
–¿Quién? ¿El despitorrado ese?
–Anda diciendo que no ha aceptado porque no quiere salir de España.
–¿Quién? ¿Navarro? ¡Vamos! Si es un cobardón que en su vida ha estado en el frente.
–¿Has ido tú? –pregunta con segundas a Santiago Ferro, más conocido por Sancho, José Rivadavia.
–Lo mismo que tú –contesta el aludido, furioso, erizadas las cejas en disposición de batalla, a lo puercoespín.
–No, hijo, no; no te soliviantes, pareces pura leche: te acercan al fuego y ya te sales. ¡Dios y cuánta espuma!
–Es que…
Le rebrillan furiosos los ojos al engabanadísimo personaje. Sancho es hombre rehecho, recoquín y aragonés. La cara redonda, de buen color, las cejas abundantes, los ojos pequeños, la nariz pequeña, la boca pequeña, todo metido en media pulgada a la redonda, enrodado de grasa: mofletes y triple papada. La barbilla redonda y partida. El genio corto, la educación mala; siempre serio, por nada se sulfura y sale disparado. Quisquilloso, pero todo lo vence, con cierto desparpajo, su hombría de bien. Malhablado como él solo, enristrador de refranes, lo que le ha valido el alias que ha venido a ser su firma de caricaturista. Porque este, que no se ríe ni a la de tres, que se ofende del aire que le roza, es humorista de profesión y entiende a maravilla de monos y pies. Susceptible, comilón, presumido, celoso de su fama, que no es tanta como cree. Friolero: el abrigo puesto, tres bufandas enrolladas entre cabeza y tronco, seis o siete camisetas de punto, faja de lana, calcetines dobles, botines. Duerme con la boina puesta. Cara de pascua y genio descortés. Aragonés de Calatayud, trasplantado de cuatro patas a Madrid, crecido con la caterva de tontos listos de Buen Humor,47 señoritos de izquierda, cuando se llevaba, de rapidísimo volver de casaca en cuanto se les destapó una miajita los riñones: republicanos al gulusmeo de prebendas.
–¡Quién ha visto a Neville de conspirador republicano!48 Con su pan se lo coman. Y a carnero castrado, no le tientes el rabo.
Bajo, rechoncho, la sangre colorada y corrida.
–¿Qué hora tienes? –le pregunta Rivadavia.
Sancho le mira con rencor y empieza a desabrochar gabanes y chaquetas.
–Las nueve y media. ¿A qué hora han dicho que vendrían esos?
–Dijimos de nueve a nueve y media. No pueden tardar.
Entran en el reservado Jesús Herrera y Paulino Cuartero.
–¡Hombre!
La exclamación es por Herrera, que viene de capitán. Se levantan y abrazan al recién llegado.
–¿De dónde sales?
–De Teruel.
–¡Coño! –dice Sancho–. ¿Y qué?
–Regular.
Se sientan.
El cuarto es estrecho, caben a duras penas alrededor de la mesa, el techo por las morras. Tuvieron que sacar los abrigos fuera.
–¡Paco!
Acudió el patrón: cuerpo desmesurado, peralte y ecuador de mongolfier verbenero, eunucoide elefantino, blando por todas partes, la faz apedreada.
–Trae vino.
–¿Empezáis?
–No, esperaremos a Templado. No puede tardar.
Jesús Herrera nació en un pesebre toledano, guardó ganados hasta los diez años y dicen que aprendió solo a leer: el maestro del pueblo tuvo alguna intervención en el milagro. Pusiéronle de aprendiz en casa del barbero, no le gustó el oficio, tanto manoseo, y encerrado. A los doce años abandonó brocha y navaja, se fue andando a Madrid. Rapaz colillero, vendedor de periódicos, mozo de cocina, duermeduro, comepoco, esportillero, a los diez y seis era buen estuquista, concurridor de escuelas nocturnas, punto de la Casa del Pueblo,49 puntal de las Juventudes Socialistasa, aficionado a la Biblioteca. Mozallón rubio, de ojos azules, cabeza rapada, la nariz redondita, el rostro luciente y tostado de sol y nieve, las orejas enormes, y plantadas horizontales. Cara de ardilla, manazas tremendas, los labios gruesos, la boca grande, la voz fuerte, tímido todo él. Cogiéronlo los comunistas por su cuenta y lo instruyeron. El hombre dio de sí cuanto tenía, que no era poco. Lo ha leído todo. Capitán del 5.º Cuerpo, veintiocho años. Habla corto, seguido y preciso.
–¿Qué queréis que os diga? Los partes que ha dado Prieto son muy claros y dicen la pura verdad. No es broma. Sabéis tanto como yo, más los bulos. ¿O es que creéis que un soldado sabe lo que hace? Hasta donde le alcanza la vista, y gracias. Lo demás, cuentos. Anunciada para el 11, la ofensiva empezó el 15. Los movimientos de las tropas no se cumplen nunca en el plazo fijado. La gente esperó tumbada en la nieve. Atacamos a las cinco de la mañana. Había quien llevaba helado más de cuarenta y ocho horas. Nadie chistó. Todos sabíamos que estábamos al acecho, eso calienta como no tenéis idea.
Sacó un lápiz del bolsillo derecho de su guerrera y empezó a dibujar un plano sobre el mantel.50
–Salimos de Villel, por el sur; de Escriche, al oeste; de Cuevas de Labradas, al norte. El 22.º Cuerpo tenía que cortar la carretera de Zaragoza, la única por la cual podían recibir refuerzos los rebeldes, la cortó el 16; el 18 se juntó con el 18.º Cuerpo, mientras el 20.º, por el sur, iba a por Villastar. El mismo día se tomó la Muela y los que subían por la carretera de Valencia tomaron sin más Puerto Escandón abandonado. La ciudad quedó apretada en cerco el 21, el 22 se entraba en los arrabales, por la Plaza de Toros, al norte; por el este en el Arrabal, por el sur en San Julián.
–¿Quién entró primero?
–Menéndez, con el ejército de maniobras, por San Blas, y nosotros, y la 26.ª División, Vivancos. ¿Vosotros no conocéis Teruel?
–Yo sí –dice Sancho.
–Nosotros, no. Por las fotos y los gráficos de estos días.
–Toledo lo conocemos todos, ¿no? Teruel se parece un poco a Toledo.
–No me gusta el parecido –dice Cuartero.
–La historia no se repite –continúa Herrera–.51 Igualad el Turia al Tajo. Todo en más pequeño. Para mayor identidad, al cauce le llaman la Vega. El Alcázar viene a ser el Gobierno Civil con sus adláteres: Banco de España, Delegación de Hacienda, Hotel Aragón. Al noreste hay otro grupo de edificios formado por el Seminario, la Iglesia de Santa Teresa, como si dijésemos en Toledo: por el paseo de la Cruz Verde. En esos dos grupos de edificios se han refugiado los rebeldes. Hay sótanos para mucha gente. El 23 y el 24 pasamos de casa a calle, de calle a casa, de techumbre a bajos; desde lo alto de San Juan, en poder de los facciosos –la cúpula nuestra, los altares suyos– freíamos el Banco de España. Esos días empezó la evacuación de los civiles. El 25 tomamos el cuartel de la calle de San Francisco y San Juan. El 26, el Casino y el Teatro.
–¿Quedan muchos?
–Bastantes. Que no se haga ilusiones la gente. Se podrá con ellos, pero no tan pronto. Los sótanos y las paredes son de aúpa. Anteayer, ¿el 29?, eso es, empezó la verdadera contraofensiva de Franco. Por el flanco izquierdo, por Campillo y San Blas, hacia Villastar. Yo salí por la noche, a Madrid, pero en Tarancón me encontré con la orden de venir acá.
–¿Vas a estar muchos días?
–Dos. Tienen más de cien trimotores. Una cosa seria. Tomaron la Pedraza.
Hizo una pausa.
–Yo creo que no pasan.
–¿Sabes algo de hoy?
–En el Ministerio no tenían aún el parte.52 En Información, las noticias no eran ni buenas, ni malas. Se lucha en Cerrogordo; a unas horas ha sido de ellos, a otras nuestro. Dentro de la ciudad hemos volado el Banco de España y un depósito de agua que tenían allí. Los del Seminario se van pasando a Santa Clara.
–¿Tú, qué crees? –pregunta Rivadavia, sabiendo que Herrera no le puede contestar más que vaguedades: nadie sabía nada. Pero el destino de Teruel pendía sobre todos.
–Si no entran antes de las doce, no entrarán nunca –dice Sancho.
El mito del Año Nuevo. Sonríen todos, sin querer.
El patrón arrastra los pies trayendo unas botellas.
–¿Qué, empezáis?
–Ya podía estar aquí Templado.
–A lo mejor ha ido al Ministerio, por el parte.
–Esperaremos todavía un poco.
–¡Qué esperar, ni qué ocho cuartos! –sesga Sancho–. ¡Que se vaya al carajo!
–¿Por qué eres tan malhablado? –le reconviene Cuartero–. ¿Te costaría algo?
A Paulino Cuartero le duelen, físicamente, las extralimitaciones verbales.
–Déjate de historias.
–Si no estuviese Cuartero hubieras dicho: déjate de puñetas –comenta Rivadavia.
–Nada, hombre, nada: los ajos forman el buen decir. En lo grosero está la sal del lenguaje. Indican vitalidad, plantación honda, raíces. Yo no sé ni francés, pero por lo que dicen en ninguna lengua hay reniegos tan bárbaros como los nuestros.
–Reniegos, sí los hay. Dicen que los húngaros, que los griegos… Lo nuestro, no es tanto el blasfemar, como el tener los divinos atributos en la boca, aun en la conversación más insulsa – contesta Rivadavia.
–¿Es ser malhablado hablar como se habla?
–¿Si se cuelga tu vecino, te ahorcarás tú? Se blasfema por pereza –dice Cuartero.
–Es un atajo –habla Sancho.
–Calla, babión, bocón, boconero –dice Rivadavia–. Hace unas noches vino a verme Arístides. Mi soberbio, mi magnifico Arístides: «Je sais l’espagnol» me suelta. ¡Ah!, digo yo. «En trois jours.»
–El español en tres días o las veladas de la Granja –dice Cuartero, que a todo saca título.
–La lengua universal. «Los hombres –prosiguió Arístides– tienen que expresar tres clases de sentimientos: los pasados, los presentes, los futuros: la sorpresa, la duda, la esperanza, la admiración, el saludo, la despedida. En español –sigue– estos nueve estados se traducen en tres palabras, según el orden: ¡coño!, ¡hombre!, ¡mañana! Tres palabras y una sola verdadera: ¡me cago en Dios!, que las recoge e integra.» Venía Walter con él, tuvieron una discusión, en alemán, acerca de: «¡tu madre!», que el germano quería incluir a toda costa en el Walhalla. Le pudo Arístides, que le demostró que «tu madre» no tendría nunca significación de futuro.
–A eso nos ha conducido Churriguera –dice Cuartero–. El problema está en saber cómo un novelista puede hacer hablar a sus personajes sin emplear estas expresiones clave.
–Donde los franceses dicen mierda, nosotros cojones. Diferencia esencial –hace notar Rivadavia–. Cada época tiene sus palabrotas, cada país sus blasfemias. No sé de nadie que las haya estudiado y es lástima.
–Un idioma sin blasfemias no es lenguaje. Una palabrota bien plantada, en su sitio, en su tierra, a su tiempo, es insustituible. El reniego asienta y clava el idioma en tierra, contra los cielos. Si los españoles no pudiésemos emplear interjecciones soeces nos íbamos a ver negros. Si no, ¿para qué hacemos la guerra? Para que no se prohíba la blasfemia.
Sancho se dirige a Herrera:
–En Teruel está Guillén, ¿no?
Asiente el militar.
–Vosotros le conocéis, ¿no?
–Yo no –dice Cuartero.
–Para el caso lo mismo da. Debió de ser en agosto. Del treinta y seis, se entiende. Llegamos a San Rafael. Guillén era entonces jefe, o comisario, o no sé qué, del batallón. Vosotros ya le conocéis, tan renacuajo y tan serio. Nos metimos en el avispero a la salida del Puerto. El pueblo abajo con los fachas, que batían el collado. No podíamos seguir para adelante, ni retroceder. Ni importaba; la orden: mantenerse allí. Pero aunque no la hubiese habido; de entrar o salir, ni hablar. Lo que preocupaba a todos era el avituallamiento. En aquellos tiempos aún no habíamos aprendido a adelgazar o a chuparnos el dedo, si hace falta. Todavía quedaba cerveza en Mahou. Pasan doce horas sin aparecer ni Dios, no que no lo intentaran, pero en cuanto asomaban por las crestas los freían. Y venga mandar enlaces. Mi Guillén, tan serio:
–No preocuparse, compañeros, ya llegará la comida. Debemos mantenernos aquí. Si desertáramos del puesto de combate, el enemigo se apoderaría de la cumbre y no sabemos lo que podría pasar.
Y les explicaba la importancia de la posición. Total: pasa el día, y nada. Menos mal que había agua. Chiss, una ramita que te cae, un pino que se te descascarilla. Piedras arriba, piedras abajo. Los muchachos abrigados entre las encinas. Encinas y pinos: ¡que te doy, que no te doy! ¡Con lo que ahondan el estómago las balas!
–Que lo digas –suspiró Herrera.
–Y ni esperanza de manduca. Ni pizca. Agua de sierra y sombra de piedras. Pasan las horas. La gente rezongaba. Quien más, quien menos, tenía su casa en Chamartín, recordaba la taberna de la esquina. Y venga agua. Los de enfrente barriendo el puerto. Nosotros disparábamos un tiro cada cuarto de hora: tres cargadores por hombre. El resto del tiempo al avío y olisquear si venía alguien. El miedo y el sol. Después, como es natural, la noche. Tres dicen que están enfermos, que se vuelven a Madrid, que volverán mañana. Mi Guillén les toma aparte, les convence de que van a llegar las vituallas, con la oscuridad van a pasar los panes y los peces, algo así como los pájaros volando: que no sean bobos, que se tumben a dormir, que la noche se pasa sin hambre, que no hay mejor alimento ni rellenatripas que el sueño. En fin: el resopón. Los tíos se convencen, se quedan. Efectivamente, pasada la medianoche, llegan tres burros cargados… de sardinas. Sí, de latas de sardinas. Bueno. Mi Guillén se regocija, los hombres se agolpan, les habla:
–¿Veis?, formidable, todo marcha muy bien, no nos envían rancho vulgar: sardinas. Una lata de sardinas por barba. Compañeros, todo sale a pedir de boca. Formidable. ¡Nada menos que sardinas! Compañeros: así paga la República a sus servidores.
A la gente aquello le pareció bien: lo que querían era hincar el diente. Se reparte el delicado manjar. La catástrofe:
–¿Con qué las abrimos?
Se les había olvidado las llaves. En un momento aquello se puso feo. La calle de Alcalá, en la cabeza de todos, como fondo. El más díscolo al frente, la latecilla en la mano, como si fuese una broma pesada, o una bomba. Fijaos que en otras condiciones la cosa no era para tomarla en serio: algún machete, o uno no dejaría de tener una navaja que pasara de mano en mano. Lo grave era que hacía veinticuatro horas que no habían probado miga. Eso para que os figuréis el tono del gachó a nuestro amigo.
–Y eso, ¿con qué lo abro?
Mi Guillén, tan serio, en jarras, ya le conocéis, le suelta con toda pachorra:
–Con la punta del pijo o con los cuernos de tu padre.
Se quedaron de piedra. Guillén había sido gobernador con la República; aunque no tiene importancia para la gente sí la tenía. Además, él había tenido siempre muy buen cuidado de no dejar la lengua suelta, que no hay cosa que reste más autoridad.
–Por eso no llegarás nunca a nada –le dice Rivadavia–. Un hombre que se enfurece y barbotea blasfemias es hombre perdido, se le va la cólera por la boca. Lo cuentas como si hubieras estado allí.
Sancho se alza de hombros:
–Se quedaron, abrieron sus latas, comieron sus sardinas, corderos, dulces corderos. Guardamos la posición desde aquel día hasta hoy. Si no es por aquella barbaridad, los hombres se vuelven a Madrid.53
Y dirigiéndose a Cuartero:
–Para que te enteres, cristiano: divinas palabras.54
–Haya paz y bebamos.
–Y por aquí, ¿qué? –pregunta Herrera.
Le contesta Sancho, que tiene más lengua que todos; un tanto chabacano, como requiere su oficio:
–¿Que qué hace aquí la gente? Así, ¿en general…? Un republicano trabaja ocho horas, se pasa dos hablando de la posibilidad de procurarse tabaco, otras dos… «que si Inglaterra, que si Francia…»; critica durante tres a los catalanes, otro tanto o un poco menos a los comunistas. Lo demás son alarmas. Un catalán trabaja poco más o menos lo mismo, habla mal de los madrileños, muele comunistas, muele murcianos. Un comunista quizá trabaja media hora más, pasa cuatro y media entre reuniones, radios, ponencias, células, lee durante una hora la historia del partido. Habla mal de los catalanes, de Inglaterra, de Largo Caballero. Se vuelve a reunir dos horas más. Los de la CNT trabajan menos, hablan mal de los comunistas, de los socialistas, de los republicanos. Quedan los que hablan de los que hablan mal. Aquí nos tienes a todos, desde el Presidente de la República hasta el último mono, que es el que yo hago a las once de la noche, que también procura lo suyo. Se puede especificar: un funcionario habla mal de su ministro, de su exministro, de los que pueden serlo, de su director general. Cada can lame su picha y Dios la de todos.
–A veces le dan a uno ganas de que les aticen un bombardeo en toda regla –rezonga Herrera.
–Los envidiosos no tienen consuelo –dice Sancho.
–Aquí les basta con hablar –comenta Rivadavia.
–No es envidia –dice suavemente Cuartero–; son ganas de acertar.
–Salió el evangelista.
–Déjate de evangelistas. Ni odio, ni provecho propio: afán de vencer. Donde no llegan los puños, llega la lengua.
–Ya irás lejos, ya irás –dice Rivadavia jugando a acento catalán.
–Si dentro de cinco minutos no ha llegado Templado, cenamos. Allá él y sus pacientes –dice mirando su reloj, Herrera–. Aquí han hecho la revolución sin hacerla. La han deshecho. En vez de construir se han dedicado a vivir de los remanentes de la burguesía. Luego se han quedado estancados. Mucho hablar de construir el mañana. Mañana para ellos, lo que decía este en la Esquella: que un panecillo de a real valga dos. Y sin aceptar el poder. Igual que los socialistas en Madrid. Estar a las maduras.
–Sin embargo, yo, que estaba aquí, te aseguro que fue un tiempo hermoso. La gente creía de verdad que había empezado una era nueva, bebiendo el vino de las iglesias y pintando los taxis de otro color.55 Con la venida del gobierno se han dado cuenta de su fracaso. Eso les duele como la presencia de los castellanos. No pudiendo echar la culpa a nadie, acusan a todos.
–A mí –responde Herrera– todo eso me tiene sin cuidado si se hubiesen ocupado de la guerra. Que Marcos Redondo56 cobre o deje de cobrar quince pesetas diarias al igual que el acomodador… Lo malo es que se quedaron en lo espectacular.
–Tienen la frontera demasiado cerca –añade Sancho.
–Viniendo de Madrid, parece este otro mundo.
–Lo es. El campo, otro. No les falta un tocino colgado al humero.57
–El problema es distinto. Los payeses no sueltan lo que tienen aunque les maten. Los ciudadanos dan prendas.
–No tantas –dice Sancho–. Una puta busca otra. Y va de suceso, sin cuento: un fabricante de los de panza en ristre, doscientos obreros, de Sabadell para más señas, con casas aquí, torre en Vallvidrera; listo, vivo, llamadle Pedro Durán, yo le conocía porque les hice un cartel para sus medias de La Mariposa: raya en medio, papadoso y pureante; muy puesto a lo «muy moderno»; y nada de política, «yo a lo mío, y usted a lo suyo», simpaticón y buen pagador.
–¿Le lloras?
–No, allí se las den todas. Tuvo una idea genial: publicar su esquela en La Vanguardia. Ánimo vence en guerra, que no arma buena.
–No lo sabes bien –dice Herrera por lo bajo.
–Pensó que así, creyéndole muerto, los incontrolados y algunos capataces de su fábrica que le tenían ganas, los unos por el pasado, los otros por lo presente, le dejarían en paz. A lo sumo, supuso que le costaría alguna contribución a cuenta de la viuda, una santa todo algodón y vejiguillas. Fue a cobrar el importe del anuncio mortuorio un chico del periódico. Sale una doncella (el propio cobrador me lo ha contado), presenta el recibo. Sale la doña:
–¿Qué es?
–Uno de La Vanguardia.
–Vuelva usted mañana, estas cosas las lleva personalmente el difunto.
A las doce horas ya habían ido por él. Lo sacó un catalán de pro, de quien era conocido. Escapar del trueno y dar en el relámpago.
–No hay discreción más perfecta que procurarse salvar, dice Prudencio –cita Cuartero–. Me gusta tu historia. (Ahí hay una comedia, piensa.)58
Entra Templado.
–¡Vaya monipodio!
Estrecha la mano de Herrera.
–¿Tienes el parte?
(Teruel, siempre, en la mente de todos.)
–Sí. Regular.
–¿Han entrado?
–Queipo dice que sí.
–No lo creo –dice Rivadavia–.59 No habrían bombardeado esta tarde.
–En el Ministerio aseguran que no –responde Templado–. Lo que ha sucedido es que una brigada de carabineros, de la 40.ª división, unos dos mil quinientos hombres, cuando supieron lo de la Muela, abandonaron la ciudad. En la carretera de Valencia les salieron al paso Sarabia y Matilla, los detuvieron y se volvieron. Todo por las buenas.60
–¿Qué dice el parte? –precisa Herrera.
–Nos hemos retirado al oeste de Teruel y de una parte de la Muela. Hemos rechazado las infiltraciones. En el interior solo quedan resistiendo el Gobierno Civil y Santa Clara.
–Eso ya lo sabemos. ¿Qué más?
–Hemos ocupado el Banco de España y la Delegación de Hacienda.
–¿Qué dicen ellos?
–Que están a dos Kilómetros de la ciudad.
–Más cerca están de Madrid –murmulla Herrera.
–¿Nada más?
–No. Parece que Prieto no está demasiado pesimista.
Todos con el mapa de la ciudad reconquistada en el magín.
–¡Ea! –dice Sancho–. Por un día que hay longaniza no lo vayamos a echar a perder.
–Y el bombardeo de hoy, ¿qué? –pregunta Cuartero.
–Unos cincuenta muertos, un centenar de heridos –contesta Templado.
–¿Tenemos pan? –enlaza Sancho.