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2. Julián Templado
ОглавлениеJulián Templado había nacido en Madrid, el primero de enero de 1900, en la calle de Campomanes, no recuerdo si en el 10 o en el 12, en una de esas casas cualquiera que, sin más que su medida, destilan el encanto de la Corte. Casa de portal oscuro, balcones sin adorno, persianas de madera grises, desconchadas, con el borde de las tablillas roído, sobre el jaharro añoso de las paredes. Mezcla de pizarra brillante, albayalde pardo blancuzco del polvo y del aire de la Sierra; color de Madrid. Tres pisos que corren hacia la Costanilla de Santo Domingo, subiendo la Cuesta, de número en número, a tenor del desnivel. Rabosean beatas temprano, duerme luego la calle el sueño del día; entran y salen los vecinos, cuéntanse las visitas.13 Casas sin tiempo que sacan belleza de su orden desnudo, en plaza o enfilada, y alcanzan gracia de su falta de adorno y de su comedimiento y regularidad repetida. Los balcones, sin saliente, dejan justo el lugar para dos macetas en los ángulos, y para las rodillas inquilinas o criaderiles; varéanse las alfombras por la mañana, se entrecierran luego las persianas, a menos que pierda las horas un hombre acodado, en mangas de camisa, o la vista una joven en espera de novio.
El portal da en seguida en pizmento y olor de moho; todos tropiezan en el único escalón del zaguán, colocado ante la puerta de cristales que abre a la escalera. La portera es muy vieja, y el cónyuge, sordo, que hizo la guerra de Cuba, arrastra sus pantuflas por el chiribitil que se apercibe, todavía más negro, mientras ella, enfundada en una manteleta, lee un tomón de Pérez Escrich o de Luis de Val.14 Un gato duerme sobre la camilla. Un olor de húmeda roña surge de algún pozo tapiado. Madrid 1790. Casa de canónigos, funcionarios o militares retirados. La Plaza de Oriente cercana: la calle baja hacia el Real. La apenas penumbrada escalera desembarca en oscuros rellanos; los escalones roídos, el pasamanos de hierro picado y orinado de tanta prieta humedad, de tanto tiempo pequeño. Cuando se sube, el ruido es de adentro, con retumbar apagado. Limpiabarros y esteras raídas hasta la urdimbre. Las visitas tientan, al azar, ciegos, bruñidos tiradores de campanilla. El recibidor es un largo pasillo enladrillado de moreno rojo sombrío; las perillas dan una luz amarillenta, de pocas bujías, tiénese muy en cuenta el contador; que las entradas del mes suelen ser pensión con descuento y el reparto de los gastos inmutable.
Tres veces al año van al teatro, tres lunes por la tarde: una vez al Lara, otra al Cómico, otra al Infanta Isabel.
–Les gusta mucho el teatro.
–Sí, a nosotros nos gusta mucho el teatro. ¡Usted no ha conocido a Doña María!15
Todo cerrado; si es invierno, resguárdanse lo que pueden del frío, defendiendo el vaho de la camilla y, si es verano, lo mismo del calor, dejando el sol afuera. Solo en la primavera se abren los balcones, que al otoño: «Están fuera».
Una consola y un negro piano vertical, con sus cuatro candeleros dorados, sirven de monumentos a tanta porcelana como cabe: marqueses y pastorcillas de bizcocho, fileteados de oro, montando guardia a retratos de niños y niñas de primera comunión, bajo la amorosa mirada recíproca de los dueños de la casa fotografiados en traza de himeneo.
El piano es el piano: no lo mueve nadie.16 La tía Narcisa «¡qué bien que lo tocaba!». «Primer premio del Conservatorio, ¿sabe usted?.» «Su profesor quería que diese recitales, ¡ya ve usted!» Lo teclea un sobrino, algún domingo vacacionero y aburrido; o el papá, alguna vez, dedea la Marcha Real o el Himno de Riego. El entresuelo es muy bajo de techo y por las paredes hay cuadros con marcotes dorados: un gran paisaje amarillento y enfrente los retratos «al óleo» del abuelo de las carpas y su mujer. Sofá y butacas un tanto desencoladas, con los muelles ligeramente salidos; en el rincón más hostil uno de ellos cura su pata enferma.
–«No, en ese no se siente ustez.»
Al lado está el despacho: en un estante cuatro clasificadores, en una mesilla una vieja máquina de escribir con todos sus dientes al aire. La chimenea, que nunca se encendió, y en su repisa un montón de cartas, otro de facturas y un bote de cola desecada con pincel inservible, cuyos pelos acartonados sostienen un cenicero de porcelana descantillado que se ladea, inválido. Hay un sillón bajo, cerca de la ventana, para la abuela.
Los papeles descoloridos, las camas de hierro, la cocina en lo más oscuro, la cambija de azófar en lo alto, como el sepulcro de una reina medieval. Poca vianda, y el orgullo de ser de Madrid.
–Y a dos pasos de Palacio.
En un estante (¿en la sala? ¿en el despacho?) la Historia de España de Mariana17 y el Quijote, en una edición de Sopena y otra, grande, con ilustraciones de Gustavo Doré,18 encuadernada en rojo, con letras doradas, que se heredó del tío Esteban, el de la calle de Fuencarrala. Detrás, escondidos y no escondidos, para que no los coja el sobrino, Dulce y Sabrosa, de don Jacinto Octavio Picón y alguna «novela corta» de Felipe Trigo.19 Después de la guerra europea, sobre el revellín –que dice la chica que es de «Graná»– apareció un aparato de galena, con sus auriculares. El cuarto de Julián es interior, con muchos libros.
–El verano, ¿sabe ustez?, vamos a Torrelodones, donde tenemos una chavola, que dice mi sobrino –pronuncia, recalcando las palabras, con su voz cascada, don Juan Templado, el padre.
Hay un fuerte porcentaje de solteronas en la familia, las mujeres son beatas y los hombres liberales, menos el hermano mayor, que es tradicionalista.
–¡Qué le vamos a hacerb! ¡De todo hay en la viña del Señor!
Don Juan Templado tiene seis hijos, solo dos varones. Salió el mayor gárrulo y zahareño.
–Es monárquico, y yo he votado por los republicanos.
Juan, el hijo, puso una tienda en los Cuatro Caminos. No le va muy bien y ha traído muchos quebraderos de cabeza a la familia.
Desde el abuelo «francés», con nueve hijos y ninguno con suerte, la familia se ha desenvuelto difícilmente. Don Juan se ha quedado sin cinco, después de pagar el traspaso de la tienda del mayor y prestar diez mil pesetas, sin que lo sepan en casa, a su viejo amigo Vicente, que tiene una tienda de loza en la calle de Postas.
Últimamente, don Juan tuvo con él una agarrada, por motivos políticos, la deuda ayudando.
–Se ha vuelto muy de la cáscara amarga.20
El orgullo de la familia es Julián, quien, a fuerza de sacrificios y con la ayuda de un tío cura, se educó en los jesuitas y cursó la carrera de medicina. Por el barrio le conocían por «el cojito»; era un muchacho avispado, curioso, holgazán y vivo. Ya le apuntaba el bozo y traía la cara barrilleada cuando volvió del internado para seguir los cursos de San Carlos. Una criadilla de las Peñuelas le acabó de echar a perder. Túvola que despedir la abuela cuando los descubrió, un día de gran limpieza de la sala, cerca del cubo del agua, tras el sofá, la aljofifa abandonada, como mayor prueba del crimen, el mozuelo metiéndole mano y la fregona murmullando consentidora:
–Estese quieto, señorito, ¡que se lo diré a la señora!
Y Julián, que si quieres.
–¡Señorito Julián! ¡Por favor!
Entró a servir una varona de Tetuán que no duró una luna, porque quería llevar la casa a su antojo; y luego una bobalicona de la Alcarria, que encontró el barbiponiente muy de su gusto. Tanto, que la familia se alarmó de su flacuchez y desmalaje. El doctor recetó reconstituyentes y el padre, que no era tonto, despidió a la fámula.
Julián era un estudiante fácil e impreciso, muy dado a los novillosc, a las librerías de viejo, y a los bailes de modistillas. Aprobaba sin más, tras estudiar en abril y mayo.
Su madre fue una señora suave y apagada, que no abría boca y cuyas reconvenciones no pasaban del patronímico.
–¡Juan!, o ¡Julián!, o ¡Paloma!, o ¡Remedios!
Desfondada por los partos, no se la oía ni andar, ni siquiera sabíad dar a entender su voluntad.
–Lo que vosotros queráis.
Julián sentía un profundo cariño por ella. –Tengo una madre de terciopelo –le solía decir.
La dulce y débil señora hizo siempre lo que estuviera en su mano para acceder a los deseos de los demás familiares. Ni tuvo más mundo que su casa, ni otro mundo que el de la Almudena, en cuya vecindad había nacido.
Todo cuanto sucediera fuera de su alcance inmediato carecía de sentido.
–¡Ya ves! –contestaba cuando le referían sucesos, aun los más extraordinarios– O, ¡qué cosas pasan por el mundo!
Murió sin decir ni pío, el mes de marzo de 1927. La casa siguió igual, bajo el mando de la abuela, que era de otro temple.
Tenía Julián 18 años cuando tomaron a Matilde, muy recomendada por una familia amiga, de Alicante. Matilde era una preciosidad y Julián se enamoró de ella; le voló el seso, las horas, las ganas; ya no hubo amigos, ni clases, ni tiempo. El cine se convirtió en cueva, el Retiro en celda. El día se reducía a las horas en que no había nadie en casa y en los momentos robados a la compra. Julián descubrió el verdadero sentido de los domingos. Perdió todas las clases de anatomía porque correspondían con el momento en el cual Matilde arreglaba su cuarto. Matilde tenía el color mate de la piedra molar y bruñida, el pelo negro y unos enormes ojos prietos, que se le arrasaban fácilmente; guapa, de morenez moruna, seria, caliente, oscura, callada y pasiva.
–¡Julián, Julián! ¡Si no puede ser! Sus padres no lo permitirán nunca.
Porque el mancebo lo prometía todo: el matrimonio, el amor eterno, la fuga. Julián Templado se acuerda siempre, cuando ve un cuadro de Velázquez (sobre todo El Infante Don Carlos o el Baltasar Carlos) de las tardes de los domingos en los alcores del Pardo. Por los calvijares de las lejanías corría algún cervato, las carrascas amarilleaban entre todos los morenos y bermejos del otoño, el cielo estaba pálido, de un azul tan blanco que la bóveda aparecía claramente sin fin, algunas nubecillas la humanizaban. Julián sentía un gran entusiasmo por la vida, una gran seguridad interior, no sabía por qué, ni forjada de qué ideas, ni de qué manera. Solía ir al Prado los domingos por la mañana, a la hora en que la abuela exigía que estuviera en misa. Descubrió entonces que le gustaba la temperatura, la limpieza, la trapa, el cuchicheo, los santos; que la pintura era algo más que una prodigiosa ilustración de la Historia. Gracias a Matilde vio en los fondos de Velázquez algo vivo, una manera de hablar. Empezó a husmear la humana manera de entender el mundo e interesarle más que los hechos en sí. Este camino le condujo a cierta suficiencia, escepticismo y desprecio de todo. Al tiempo empezó a escribir versos y planeó una comedia; leyó los poemas a algunos compañeros que no le hicieron mayor caso, y los fue olvidando; la comedia no pasó de la primera cuartilla. Un año duraron sus amores con Matilde; al cabo los padres de la muchacha la llamaron al pueblo, cuando la cosecha, y no volvió.
Acabó Julián la carrera sin pena ni gloria y fuese pensionado a Alemania. Pasó tres meses en una pequeña ciudad renana y otros tres en Berlín. Era por el año 24. Sin desjarretarse, más se desbraguetó que estudió, y mejor aprendió la lengua en su propia salsa que no en los libros, por sabios que fuesen. Le sirvió de mucho su ciencia famular y su condición española. No halló más resistencias que las gozosas. Quedole de la pequeña ciudad alemana un recuerdo de sueño: Konditorei, crema, pasteles y café, los delantales de las sirvientas, los cigarros de paja, el suelo duro de la helada, los viales desnudos del invierno, los abetos; el recuerdo de los largos paseos, los brazos por el talle, las promesas vagas, más vagas todavía por ser pronunciadas en un idioma incierto; y, en ellas, el espasmo del calor, de las naranjas, de lo azul. Alemania, rígida por fuera y ¡tan caliente! Los sofás, los sillones, las chimeneas que sirven para algo, los libros como regalo de año nuevo, la nieve, las cervecerías, las excursiones. Se le confundía el recuerdo de Alemania con el de las películas vienesas: todos sus amores le parecían haber tenido un fondo de música de vals. A veces se preguntaba si era verdad que había estado allí. De Berlín recordaba, sobre todo, el hospital y la clínica, y las tres enfermeras más o menos enamoradas del «español».
Volvió a Madrid y púsose a trabajar con un médico famoso; por la noche iba al Henar, a la tertulia de Valle Inclán.21 Al año de morirse su madre se fue a Barcelona y allí se quedó en el servicio de otra sumidad, que le pagaba mejor que su colega madrileño.
Cuchicheó, corrió, brincó, enronqueció pore la República; cuando la tuvimos lo dejó estar. Tuvo amores, así en plural y sin mayúscula, con una compañera y, también, de mutuo acuerdo, lo dejaron correr.
Julián Templado no creía en gran cosa: –El mundo –solía decir– no es cosa del otro mundo– con lo cual no quería dar a entender que no apreciaba este, sino todo lo contrario. Leía muchos libros de historia, que le hacían mirar con desprecio lo novelesco. Su especialidad era la psicología infantil; empezaba a tener una clientela. El año 34 ingresó en el Partido Socialista, por reacción ante la política del gobierno Lerroux-Gil Robles.22 No hizo nunca más que pagar su cuota. Fue de todos la sorpresa, los primeros días de la sublevación militar, al pedir las patrullas de control la documentación, verle exhibir el carnet del partido.
Lo que le gusta a Julián Templado es la vida; le gusta todo: el sol, la lluvia, las rubias, las morenas, las flacas y las gorditas, las altas y las bajas, el cine, el teatro, el vino, el agua, el puchero y el solomillo, mejor adobado. Carácter de no tenerlo y sacarle jugo a todo. Curiosidad de los demás y falta de voluntad para escoger. Incapaz de resistir a la menor tentación. A veces sale a comprar una corbata y vuelve con una caracola. Para él los escaparates son trampas en las cuales se deja gustosamente enredar. Se enamora de todas.
–Ya sé de qué pie cojeo –suele decir–. Me quedo siempre corto, un poco en el aire. Me falta confianza en mí mismo cuando hay que hacer las cosas premeditadamente; en cambio, a lo que salga, voy más seguro que don Dios. El hacer un plan basta para que no se cumpla. Así me salen las cosas. Basta que me alaben una para que la menosprecie, o pertenecer a un partido para que simpatice con el contrario, y mi gusto: defender a los ofendidos. Me falta juicio y me dejo llevar por el viento. Me sobra imaginación y me falta inteligencia. Yo no sé si todas las ideas de todos nacen a rémora de las de los demás, pero yo no tengo otras y ese sentimiento de dependencia es mi mayor humillación. Tonto yo, listos ellos, pero no tanto.
Curioso de todo, husmeador, incapaz de perseverar, no era fácil que tuviera amigos.
–Lo que me salva es mi superficialidad. Mi inconsciencia. Me lo daban a entender y lo tomaba como un insulto… Luego he aprendido que las virtudes son caprichosas y gustan disfrazarse. Me falta fijeza, ponderación y perseverancia. Sé mejor que nadie el mal estudiante que fui y, luego resultaba que no… Me oriento, creo estar en seguida al cabo de las cosas y resulta que son otras, pero lo curioso es que lo que he aprendido, no siendo lo que me querían enseñar, tampoco está mal, y pasa… Nada me divierte como una asignatura nueva; a los ocho días ya la dejo. Desflorar… Y ya que te lo he dicho, divertirme. ¡Bastante me lo echan en cara! Es verdad: hago las cosas porque me divierten y dejo de hacerlas porque no me divierten. Esta ligereza ha enseñado su buena cara en estos tiempos: sobrenado; de alcornoque he pasado a corcho. Una especie de salvavidas. Alguna reprobante mirada de las personas serias; nada serio. Nunca me ha dado tanto la vida, dando yo menos. A veces, en la madrugada, se cubre uno de vergüenza, pero caigo rendido de sueño. Falta tiempo y sobran heridos. Queda la ética. De cuando en cuando punza. No me merezco demasiada confianza. Nunca se sabe lo que se es capaz de hacer. Desde luego, no pedir un puesto en el extranjero como esos amigos nuestros de la Maisón Dorée, que mascullan: «¡Ya hemos hecho bastante!» como si el deber se midiera de antemano. «¡Ya hemos hecho bastante por la República, ahora que trabaje ella!» Creen que por haber estado tres meses en Barcelona, Giral les debe enviar a París, o que el comer lentejas o aguantar cuatro bombardeos son pasaportes suficientes para el otro mundo. O ser de esos que por pertenecer a un partido político parecen haber firmado un seguro de vida. Republicanos de cuota.
A poco de empezada la guerra, pensó que más falta hacían médicos de los de inyección en ristre que los de su especialidad, y empezó a trabajar en el hospital de Vallcarca.
Los primeros meses no le suprimieron –ni a él, ni a nadie– ninguna comodidad, los cafés seguían siendo los cafés, y los bares, los bares, y el buen vino con su transparente y sangriento gustillo caliente, y el buen coñac con su madurez melada, y el bienestar indefinible en lo hondo de un sillón lengüeteando un alcohol o varios, seguía aparejado a ese difuminar de las cosas lejanas, como si el mundo mismo se hubiese vuelto miope. Y el desaparecer avahado de las preocupaciones y fatigas, acucia por nada, en un lene, suave, blando, dulce, leve, ligero bienestar al alcance de la lengua en el vaso frontero.
–Las mujeres –decía– se ganan por asedio, nosotros los feos. Que los golpes de mano, las sorpresas, las debilidades inexplicables, las rendiciones rápidas, el venirse a las manos con la sola presencia enemiga, el triunfo decisivo sin necesidad de persecución, cuentos o victorias de bien plantados, sin que valgan excepciones; que el ganar feas no es de ley. El que espera el mutuo ramalazo va dado. El gusto suele ser unilateral y siempre hay que despertar al vecino. No te digo nada de los «¡Usted qué se ha creído, caballero!», ni de los discretos «Usted se equivoca». A las mujeres no hay quien las coja desprevenidas, siempre atentas a las reverencias y el dedo en el gatillo. Más alertas que don Dios. Huelen las alabanzas en los ojos más legañosos. Y, sin embargo, si no las repeles, las vences sin dificultad: tiempo y alabanza. Dales vueltas y las mareas. Sé falso y déjate coger en el juego. Habla y déjate llevar por las palabras; engáñate y engañarás. Todo es cuestión de aproches y de poliorcética, como diría Fajardo. Bastiones, barbacanas. Todo es cuestión de fortificarse, de ataques de flancos y de brazos, más que de alas. Las mujeres resisten según el miedo: las unas a la preñez, las otras al infierno. Hay que dejar aparte las que le tienen asco al amor. Las mujeres, como los fuertes. El amor es un arte militar. Suelen decir que las hembras se pirran por los uniformes, no solo por el abalorio: por la táctica. Y el sueldo con oropeles, más. –Templado creía no haber conocido amor verdadero, a pesar del empeño. Todos sus afanes habían caducado en aventuras, que no habían sido pocas, con mujeres de más y de menos. Con los años acababa prefiriendo las lagoteras, y el ron blanco. Los barmans le conocían, y su desprecio por los bazuqueos.
–¿Lo de siempre, don Julián?
Y las trotonas:
–Hola, Julián.
De cuando en cuando se iba solo a dar conversación a las dueñas de algunas mancebías; estas le hablaban de sus negocios, y aun le consultaban; las pupilas le trataban con respeto.
–¿Quién es ese?
–No sé. Un amigo de la patrona. Creo que es uno de esos de la higiene.23
A veces se ocupaba por desocupación; buen pagador de sus gustos, origen de su fama.
Se le había imaginado una figura bastante precisa de la mujer que quería, y quería a todas por distintas. Jugaba franco, a todo amor, por el acaso y seducido por el cálculo de probabilidades. Ganaba minutos, perdiendo tiempo y las esperanzas.
–Chico, me he acostumbrado tanto a las putas, que casi no me gustan las decentes.
Las bigardas de Julián Templado no suelen ser burdeleras, sino de las que juegan a querer.
–En el juego está el cogollo. A las honradas se las consigue mintiendo. Es la única diferencia. A medida que me hago viejo me cuesta más. El mentir es cosa de niños; a los mayores con no decir la verdad, basta. Yo, ya, si no pico no me divierto.
Lo confesaba con tristeza y vergüenza, a pesar del tono; porque en el fondo Julián Templado esperaba todavía hallar, a la vuelta de cualquier esquina, la mujer de sus sueños.
Su mayor falla: ególatra. Lo bueno: que lo sabe; y no se valora en más, pero a pesar de ello, no podía dejar de interesarse, ante todo, por su persona, inseguro de su modestia, que confunde con su inapetencia de poder; sin darse cuenta de que aprecia el mundo únicamente en función de sí mismo. Cree que todos son como él, y en eso es inocente. Aparte de Fajardo, su único amigo, «los demás –reconoce–, los demás me importan un comino».
La guerra le remedió en no poco.
–Mire usted –le decía a la sonochada de aquel 31 de diciembre, a Willy Hope, sentados en el Oro del Rhin,24 a las seis de la tarde, tomando vermut, solo alcohol que había en toda la ciudad–, mire usted, lo único que he aprendido durante la guerra, pero aprendido de veras, es a odiar. ¡Y de qué manera…! Yo, un cordero. Y el odio me ha venido por las cosas, por la sangre y los cercenes, y no por las ideas.
–Esos sarasas insidiosos, collones pacifistas, mandilandines humanitarios, maricas de la otra posadera, conservadores y otros Halifaxes,25 que se desesperan de nuestra crueldad, y se espantan haldeando de aquí para allá de nuestras atrocidades; esos comen ideas, digieren ideas, cagan ideas, sin darse cuenta de las cosas. ¡Las cosas! ¡Las hileras de niños muertos! ¡Qué me importa la caridad cristiana –Julián Templado le tiene hincha, en su conversación, a la caridad cristiana–, si he tenido que operar hoy a seis desgraciados rotos por la metralla de esta mañana! ¿Que no tiene que ver lo uno con lo otro? De acuerdo, pero un hombre es un paso demasiado estrecho para que quepa tanto a la vez en su magín. Y ese caer y roer de las cosas, centenario, por los campos españoles… ¡Qué tiene que ver que aquí nos hayamos cargado cien curas, si representan para el humilde la llaga más podrida, el sahorno más escociente, el prurigo más purulento de un dolor de diez generaciones!
Para Julián Templado, a veces, el problema se planteaba de esta manera: los muertos que nosotros matamos, ¿están o no están bien matados? Y, naturalmente, no lo resolvía. Ese mismo humanitarismo contra el que se arremolinaba irresoluto se le añasgaba al rehílo de la vela. A pesar suyo mezclaba la física, la astronomía o las matemáticas donde no tenían nada que hacer.
–Tanto montan, en el microscopio, el escupitajo del fascista que el mío.
Julián Templado no es capaz de plantearse claramente los problemas; se deja llevar «por la música de las esferas». Halla un cierto goce en confundir y enredar las cosas más dispares.
–Soy un vago –decía, con razón, jugando con la palabra. Cuando más despierto encontraba en su magín la misma imprecisión de definiciones y límites que le producía el alcohol. Era su cruz, y le pesaba. Faltábale memoria; por lo mismo ni sabía cantar, ni bailar; que todo es cuestión de recuerdos precisos–. Además –seguía diciéndole a Hope– a la gente le gusta mucho hablar de crímenes, y no atreviéndose a matar, ejecuta con la lengua. En nuestra guerra el número de resucitados superará al de los muertos, otro milagro. Hablo de los muertos por nosotros en vuestras gacetas más sesudas. Aquí, por lo general, diéronse los paseos por motivos personales y mala baba; el resentido, vuelto delator si no tenía braveza suficiente para llevar a cabo la realización postrera de sus reconcomios. Pagáronse y, sobre todo, dejáronse de pagar, deudas: muerto el perro, muerta la rabia; se desagraviaron los cornudos; se vengó el apaleado; satisfacción de estafados y ganancia de pescadores; murieron infelices por la sola desgracia de haber pisado callos demasiado susceptibles, se pagaron caros despidos inmotivados, huelgas de todas calañas, se picó al capataz y se salvó el amo. Se pagaron las genealogías. Liquidación de cuentas: borrón sin cuenta nueva, porque nada resuelve la muerte al mal tuntún de los agraviadores supuestos. Se liquidaron querellas de antena de radio: «Yo la tengo más larga que usted».26 Los matadores no tenían suficiente conocimiento del mundo para ejecutar responsables; y a lo primero no hubo coto posible, los guardianes del orden se habían pasado al moro. No sucedió así del lado de Franco, donde el impulso mortal era consciente, las listas previamente establecidas y los denunciadores del mejor mundo. Como decía aquel: «De este mundo al otrof, en un adiós, que si me ves no me has visto». Los señoritos saben escoger, y más con la cachaza que da el obrar en nombre de una autoridad recién establecida. Cuente usted, de nuestro lado, el florecimiento de un negocio para el que no se necesitaba más que facha y malos antecedentes. Los nuestros (es un decir), águilas, se dieron cuenta de que los ricos estaban dispuestos a pagar lo que fuera por el seguro de sus vidas, pero como el dinero les duele, convirtieron los plantos del rescate en sangre: la misma que corre por las columnas de los periódicos de su país de usted. Organizáronse cuadrillas; siempre hay rufianes al ojeo. Los rebeldes asesinando pobres no hacían granjería, era puro placer de matar y caridad cristiana. Han muerto muchos más maestros que aquí frailes, pero todo lo puede el hábito; la gente cuando habla de curas muertos no ve hombres derribados, sino sotanas colgadas, y abultan más.
Templado explicaba, cosa infrecuente en él, porque consideraba que ese era su deber frente a un periodista extranjero, aunque fuese tan amigo nuestro como Hope. Este era grandón, taheño, con pintas, canas, la cara reluciente y colorada, y estaba ingurgitando a grandes lampos su cuarto vermut.27
–Lo bueno de la guerra –seguía Templado–, que le vuelve a uno a dar baño de polvo, de barro, de tierra, que el hombre olvida fácilmente con tanto inodoro. Un poco de estiércol no le hace nunca daño a nadie. Uno es más de tierra de lo que parece. Sí, los abonos huelen mal, pero le hacen a uno crecer y hasta crecerse. Y referente a los paseos, le voy a contar lo de mi padre: creo que fue hacia el 20 de agosto del 36; a las diez de la noche se presentan, en el entrepiso donde vive, donde yo he nacido, en la calle Campomanes, se presentan tres hombres jóvenes, muy a lo decente, pero con las pistolas a la vistag. Se quedó sin huelgo la criada, una mujerona baja y regordeta, de Granada y que sirve en casa desde hace la mar de años.
–¿Vive aquí un tal Juan Templado?
Mi padre se llama Juan.
–Aquí… –contesta sin contestar la pobre Nieves. Pasan dos adelante, se queda uno en el recibidor. Les sale mi padre al encuentro. Mi padre tiene más de sesenta años.
–Ustedes dirán.
–Venimos a hacer un registro.
–Pasen ustedes.
Husmean la sala y entran sin cumplidos al despacho, que está al lado. Allí sentada en un sillón ventanero, medio inútil, mi abuela.
–Nada, madre, no se preocupe.
La pobre vieja se ahoga de miedo.
–¿Dinero?
Saca mi padre el peculio del mes. Lo desprecian.
–No. Papeles.
Saca mi padre los de la tienda de mi hermano y los de la deuda de su amigo Vicente. No los quisieron ver. Buscan, rebuscan por los cajones. Mi abuela, mis hermanas, la criada apiñadas.
–¿Dónde tiene Ud. los recibos de Falange?
–¿Yo? ¿De Falange?
–No se haga el bobo.
–Yo no he pertenecido nunca a ningún partido político –dice mi padre.
–Aquí no estamos pa discutir, ni pa perder tiempo.
Se dan una vuelta por los dormitorios, trastocan la cómoda, las sábanas apiladas en el armario, le dan un papirotazo a una Virgen del Perpetuo Socorro velada por una tela de colchón.
–Véngase con nosotros.
–¿Yo? ¿A qué?
–No sea curioso. Ya lo verá.
–¿Y si me niego?
–A la fuerza.
Y el que habla amartilla su pistola.
Se desata el coro de las mujeres. Mi hermana Remedios quiere saber dónde le llevan.
–No se preocupe. No es nada. Una denuncia. En seguida volverá.
Y mi padre:
–No se preocupe, madre. Es una equivocación. Yo siempre he sido de izquierdas. No será nada. En seguida estoy aquí.
Bajan todos y se meten los cuatro en un coche. En la noche algún tiro suelto. Bajan hacia la plaza de Isabel II y el auto enfila el paseo de San Vicente. Iba mi padre en el asiento del fondo, entre dos mozos. En seguida se dio cuenta de que iba a morir, y sin sobresaltarse demasiado dijo a sus compañeros:
–Yo sé que me van ustedes a matar. Pero hacen ustedes mal. Ustedes se equivocan.
Llegaban al paseo de la Florida.
–Yo no soy hombre de derechas. Tengo la conciencia tranquila. Lo siento por mis hijos. Recuerdan el recibo que les enseñé y que Uds. no quisieron ni mirar? Es un recibo de diez mil pesetas. Me las debe un amigo mío. No lo sabe mi familia. Van a perder ese dinero. ¿Uds. me quieren hacer un favor?
Las frases cortas, que el aliento no daba para más.
La Bombilla.
–Cuando me hayan matado vuelvan Uds. a casa. Cogen el recibo y se lo dan a alguna de mis hijas. O a la criada. Que no se entere mi madre. O lo cobran Uds. y les mandan el dinero. Yo ya sé que Uds. no obran por interés.
Carretera de La Coruña. Por lo visto les impresionó la serenidad de mi padre.
–Che –dijo uno, traicionando su condición de levantino–, ¿volvemos por el papelh?
–Será trola.
–No perdemos nada. Ni él tampoco. Che, vuelve.
Y volvieron.
–Ya está ahí el señorito. Y se le saltaban las ubres a la doméstica. Buscaron el recibo. Echole un vistazo uno de ellos que no había abierto boca. El recibo de las diez mil pesetas tenía el encabezamiento de la tienda de loza y porcelana del amigo Vicente: «Vicente Calvo y López. Postas, 6. Azulejos y loza de todas procedencias. Especialidad en reflejos metálicos. Teléfono 14562». En un falso gótico del mejor relumbrón. Lo estoy viendo.
El callado dijo:
–¿Sabes quién te ha denunciado por fascista?
Mi padre le miraba.
–Este.
Y señalaba con una mano, en la que faltaban dos dedos, el encabezamiento del recibo.
Y fueron por Vicente.